viernes, 29 de mayo de 2009

ASÍ EN LA TIERRA COMO EN EL CIELO (Última parte)



Por supuesto que Raquel nunca respondió “su” encuesta, pero la tarde de los resultados me dijo que ella ¡sí deseaba ser un ángel! Esta vida le parece miserable (sobre todo los viernes en la noche). No soporta las insinuaciones de sus compañeros de trabajo o de sus amigos para ir a tomar la copa, para bailar, para ir al motel. Le disgusta esa mano que es como un animal baboso internándose en sus partes más íntimas. Le produce asco entrar a un cuarto donde minutos antes otra pareja estuvo intercambiando fluidos. Odia ese olor de cigarro al entrar a los bares y a los sanitarios; ese hedor que sale de las tazas de baño, de las axilas de los hombres, de la entrepierna de las mujeres que están menstruando.
¡Quisiera ser un ángel!, me dijo, y abrió sus ojos como si fueran un amanecer en El Cielo o en Las Guacamayas o en Las Palmas. A pesar de que su acompañante siempre le asegura que en los moteles cambian las sábanas, ella ve manchas de suciedad sobre el buró, sobre la alfombra y sobre el control remoto de la televisión que siempre presenta escenas de hombres y mujeres que jadean, mientras (imagina Raquel) los ángeles se deslizan sin tocar el suelo. Ah, si ella pudiera levitar como lo hacen los seres alados, si, en lugar de oír la voz del hombre debajo de la regadera cantando esa de De reversa mami, de reversa, pudiera escuchar Te lucis ante terminum.
Ya dije que cuando Akakar se sentó sobre la cama de Raquel fue como si una mota de cielo se posara, no obstante, mi afecto sintió la presencia del ángel, fue como una revelación, como si la luz divina iluminara su pensamiento y su voluntad. Ella se sentó sobre la cama y buscó con su mano, como si fuera un ciego, algo que le revelara la presencia celestial.
¿Debo decir que el ángel andaba emocionado con la posibilidad de pasársela bien con Raquel? Pero como el destino es incierto, en el instante que mi afecto sintió la presencia del ángel se le ocurrió pedir su deseo, así pues, mientras uno se convertía en humano, la otra se volvía un ángel. Akakar iba a abrazar a su amada cuando ésta se volvió una tea llena de luz.
Pobre diablo es aquél que deja su vocación por la pasión de una mujer. Ahora Akakar lamenta haber elegido un mal camino. Es un mortal común y corriente. Los viernes en la noche va al antro, pide una cerveza en la barra, prende un cigarro y trata de ligar a alguna nena para convencerla de llevarla a un motel. Cuando lo consigue, a la hora en que su cuerpo y el de su pareja comienzan a sudar y ella jadea, él recuerda la limpieza de los cantos gregorianos, la pureza de los caminos del cielo, la luz radiante y la infinita calma del cielo y reniega de su decisión, pero ya no puede hacer nada, porque el reglamento celestial es muy estricto en este sentido y ahí sí el secretario no puede aceptar ningún cohecho pues las riquezas de los humanos no tienen ningún valor en el reino de los cielos.
Raquel me cuenta que el otro día se topó con él, en la central de abasto (alcanzó a verle algo de sus alas). Iba con una muchacha guapa, pero -como decimos acá en Comitán- muy cuzca. Él no la reconoció (se sabe que los ángeles caídos olvidan toda luz anterior), pero mi afecto sí supo de quién se trataba pues ahora ella tiene los poderes máximos. Es más, me dijo que hizo uso de su ultra visión y detectó que la acompañante llevaba puestos los calzones rojos. Era viernes y aún estaba por llegar la noche.