viernes, 8 de mayo de 2009

LOS ADVENEDIZOS



Estábamos ahí porque Doña Petrita nos recomendó que fuéramos a ver al viejo Eusebio pues “tiene grandes tesoros en forma de libros”.
El viejo nos hizo caminar por un pasillo húmedo y oscuro, abrió una puerta de madera con un cristal quebrado, prendió la luz y nos invitó a entrar. Las paredes estaban cubiertas de estantes con muchos libros antiguos. Nuestros pasos hicieron rechinar la duela de madera. El hombre se acercó al escritorio, prendió la lámpara individual de la cual brotó una luz ambarina, abrió la gaveta de en medio y sacó la libreta. “Un tesoro”, dijo y le extendió la libreta a Marianita. Ella la tomó como si fuera el Santo Sudario, se acercó al cono de luz y lo abrió. “¿Lo ve? Tiene en sus manos un manuscrito de Sabines. Un verdadero tesoro”, dijo el viejo, mientras anudaba la cinta de su bata de toalla, llena de lamparones.
Cuando estudié la secundaria, el padre Carlos nos hacía comprar pliegos de papel ministro para presentar los exámenes de Cultura Musical o Literatura. Pensé que el tamaño de la libreta era igual a esas hojas de mi adolescencia. Mientras Mariana revisaba el documento yo me acerqué a un estante y leí algunos títulos de libros, sin atreverme a tomar alguno. “Tengo incunables”, dijo el viejo. Se acercó a mí y, como si estuviésemos en una sala repleta de gente, bajó la voz hasta hacerla casi inaudible y dijo: “Tengo un diario que fue de Rosario Castellanos, de su puño y letra”. “¿La libreta tiene el nombre del autor?”, pregunté. El viejo no respondió, tosió de manera intermitente y detuvo su mano izquierda en uno de los barrotes del estante apolillado. “Le juro que si no tuviera yo necesidad no lo vendería. Acá tengo cosas únicas que no están en ningún otro lugar del mundo”.
“Amor mío, mi amor, amor hallado”, leyó Marianita. El viejo le pidió la libreta a mi afecto y me lo ofreció. No sé porqué ese movimiento me disgustó. No acepté. El viejo también hizo una mueca de enfado, guardó el documento en la gaveta abierta y la cerró con fuerza. “Muchos no creen que sea un documento original -dijo-. Son advenedizos”. Apagó la luz de la individual y, dirigiéndose a Mariana, agregó: “Bueno, señorita, ya puede decir que tuvo un tesoro en sus manos”, y sonrió.
“¿Cuánto quiere?”, pregunté. “No, ya le dije que lo vendo porque tengo una necesidad”. “Por eso, ¿cuánto quiere?”. “Le digo, vienen muchos advenedizos, sólo para burlarse de mí. Son unos pendejos que no vienen a comprar, sólo vienen por el morbo. ¡Pendejos!”.
Cuando salimos, Marianita me dijo que me subiera el cierre de la chamarra porque corría viento, un viento que se enredaba en el cabello de mi afecto y en el laberinto de la razón. Ella presentía que la duda la acompañará toda su vida. Tal vez mi carácter de piedra no permitió que ella llegara a un acuerdo con el viejo. ¿Y si el documento es auténtico? Me preguntó. Yo le dije que no, que no era posible. Si fuera auténtico ya lo habría ofrecido a la familia, a Coneculta-Chiapas o, incluso, al mismo gobernador.
Cuando uno compra una antigüedad o un documento valioso con gente que esconde sus “tesoros” detrás de pasadizos húmedos, no existe una certeza respecto a la autenticidad de los mismos. Durante algún tiempo anduve en Puebla enredado con algunos anticuarios y descubrí algunos dibujos que tenían la firma de Toledo, pero que eran apócrifos.
Mariana me dijo que nos sentáramos un rato en una banca del parque de San Sebastián. Después de un rato que estuvimos en silencio me dijo si podíamos hacer contacto con expertos a fin de que hicieran una prueba de grafología.
Nos paramos y fuimos a la casa de Marianita. Algo como una niebla suave nos acompañó en las calles. Los balcones parecían sonreír a mitad de las paredes. Ella pensaba en la libreta de Sabines, yo en el diario de Rosario.