lunes, 16 de noviembre de 2015

MUJERES QUE SON LIBROS




No cualquiera lo advierte. Hay millones de hombres que sólo ven a una mujer cuando están cerca de una mujer. Pero hay hombres que cuando ven a una mujer advierten que en ella hay algo como una luz que transforma su ser. Jaime Sabines dijo en un poema: “Me tienes en tus manos y me lees lo mismo que un libro”; es decir, el poeta también sabe que hay mujeres que no sólo ven a un hombre cuando están cerca de uno. A veces hay hombres que son poetas, que es como decir que son árboles en medio del desierto, que son pájaros volando en el fondo del mar.
Hay mujeres que son como libros, ¡que son libros!; mujeres cuya piel tiene la vocación del colibrí. En el hombro derecho de esta muchacha bonita puede leerse una línea. No es un tatuaje lo que lleva, ¡no! Por favor, que nadie se confunda. Ella es una mujer libro y cuando, como sueño, está a punto de iniciar el vuelo, su piel transpira palabras y quienes están a su lado pueden leer líneas que son como versos, que forman poemas, que llueven libros, que forman alas para el vuelo.
Una película de Peter Greenaway (The pillow book) muestra cómo una mujer puede ser el soporte de la escritura. La piel de esa mujer es como un pergamino que recibe, generosa, la tinta china, como si el pincel fuese una flor que regara agua bendita.
¿Qué puede escribirse en la piel de una mujer? Ahí (esto lo saben los amantes expertos) puede escribirse todo lo visible en el Universo y aún lo invisible, lo que ya está dado y lo que está por brotar. En la piel de una mujer libro se puede, asimismo, leer todas las historias habidas y por haber. ¿Qué frase está escrita en el hombro de esta muchacha bonita? ¿Qué palabras están escondidas detrás de su cabello que cae como caen los pétalos a la hora de la lluvia?
En todo escrito hay un mensaje oculto, un mensaje que sólo puede descifrar el amante que tiene el don de traducir los mensajes escritos en braille.
Los hombres que son como videntes, los que poseen el prodigio de leer entre líneas, saben que la mujer puede ser un libro, un libro donde el tiempo escribe las palabras apenas pronunciadas en susurro. Cada vez que un amante experimentado siembra caricias en el campo de su amada, los árboles que crecen son palabras que vuelan como palomas. Infinita es la extensión de sembradíos, infinitas la siembra y la cosecha.
Si La Biblia es la palabra de Dios, ¿qué palabra es la que asoma en el libro de la mujer, la mujer de todos los tiempos, la que brotó, no de la costilla de Adán, sino que nació de la mano de Dios?
La línea que esta muchacha bonita lleva en el hombro, ya se dijo, no es un tatuaje. Si tuviese que decirse que una mano la escribió la mano fue el aire. A la hora que ella sale de casa y camina por las calles llenas de flores y de gente, el aire le cuenta historias y éstas quedan impregnadas en su piel, para siempre. Porque, se sabe, hay mujeres libros que son eternas, que sirven de inspiración para los otros.
Hay mujeres lagos, mujeres árboles, mujeres pájaros; hay mujeres nubes, mujeres abismos, mujeres estrellas; hay mujeres redes, mujeres piedras y mujeres libros. Todas son como hilos para bordar, pero las mujeres libros son las que contienen a todas las demás.

domingo, 15 de noviembre de 2015

PREGUNTA Y MEDIA PARA ALEJANDRO HERNÁNDEZ




Estimado Alex, ¿qué es la asfixia? ¿Qué es esa sensación de falta de aire? ¿Sólo la padecen los papalotes a la hora que no encuentra asidero y se desgajan como frutas maduras y caen destripados al suelo?
¿Has sentido alguna vez esa sensación de que tu globo espiritual se apachurra por falta de aire? Porque, no sé si sea cierto, la tía Eduviges juraba que el alma se alimenta de aire. Ella decía que una vez, en la poza de Uninajab, se andaba ahogando y en la falta de aire sintió que se “le fue el alma”. ¿Por qué?, preguntaba la tía, de forma inocente, su alma estaba ¿abandonando su casa, que era su cuerpo? ¡Fácil!, porque le faltaba aire. Lo bueno, terminaba de contarme, es que tu tío, cuando vio que me faltaba el aire, tiró el vaso de cerveza que bebía y, con todo y ropa, se aventó para rescatarme. Ya miraba, cerca del fondo de la poza, la cara de mi mamacita y de mi papacito, difuntos ambos, cuando sentí la mano de mi Hermilo, ah, la mano que tantas veces me había acariciado mi cabello, ahora me pegaba un jalón así como si fuera yo una potranca desbocada, pero gracias a ese jalón es que todavía cuento el cuento. Me llevó a la orilla donde ya estaban amontonados todos los compadres. Mi compadre Melitón me agarró de un brazo y, entre los dos, me subieron a la orilla. ¡El alma se me estaba yendo, hijo! Por eso digo que el alma también, igual que el cuerpo, se alimenta de aire.
Alex, cuando me enviaste la foto sentí una sensación de falta de aire. ¡Dios mío, pensé! ¿Por qué ese árbol lo metieron al apando? ¿Qué falta cometió? Cualquiera pensaría que los constructores de este espacio fueron respetuosos con el árbol y, en lugar de talarlo, le hicieron como un corralito para que sobreviva. ¿De veras? ¿Hay que aplaudir lo que hicieron con este árbol? ¿Hay que colocarles una placa que inmortalice su acción por siempre? No sé, pero cuando vi las raíces de este árbol pensé en un absurdo, pensé que a este árbol le habían quitado la posibilidad de caminar, como si los constructores le hubiesen quitado los zapatos y lo dejaran descalzo o, peor, que le hubiesen cortado los pies. ¡Pobre árbol! Pobre, porque es como un niño que sólo puede asomarse por encima del techo y desde ahí ve la calle, desde ahí ve cómo los demás niños reciben el viento, el sol y la lluvia mientras brincan sobre los charcos. Este pobre niño está impedido a hacerlo, no puede caminar, está atrapado en esta celda, ahogado en cemento. Pero no lo talaron. ¡Ah!, qué agradecida está la humanidad con estos constructores conscientes.
Perdón, Alex, pero cuando vi la fotografía observé el tronco del primer plano y miré, de veras lo vi, un rostro, vi el par de ojos, la nariz y la boca y vi que la boca la tenía torcida, torcida de la misma forma en que mi sobrina Karina tuerce la boca cuando su mamá no le da permiso para ir a La Plaza. Y supe que ese rictus era eterno. ¿Cuál es el destino de este árbol enjaulado? ¡Es el mismo destino del canario que canta todas las mañanas encerrado en la jaula colgada de la pared pintada en color azul pálido! El destino de este árbol es el mismo destino del presidiario indígena que, por robar un par de gallinas, le impusieron una pena de diez años de cárcel.
¿Qué es la asfixia, Alex? ¿Qué es esa sensación en que abrimos la boca una y otra vez sin poder jalar el aire que insufle nuestro pulmón? ¿Qué siente el hombre que, sin una gota de agua en la cantimplora, a medio desierto, con un calor que hace hervir a las piedras, mira el horizonte y no encuentra signo de vida?

sábado, 14 de noviembre de 2015

CARTA A MARIANA, CON PASOS PRECISOS




Querida Mariana: a veces alguien pregunta cómo se escribe tal palabra y el supuesto experto dice: “Como suena”. La tía Emilia decía: “Pucha, ni que fuera marimba la palabra”. A mí siempre me ha llamado la atención tal respuesta: “Como suena”. La respuesta es medio tramposa, porque no siempre se escribe como suena. Pongo un ejemplo, si alguien dice “Karla canta” y el “experto” responde que se escribe como suena, el dudoso seguiría con la duda. Nadie podría reprenderlo si escribiera: Carla con ce y no con K tal como lo dicta su acta de nacimiento. Llama mi atención tal respuesta porque no despeja dudas. Quien pregunta lo hace para recibir una respuesta clara y contundente, que le ayude a terminar con la incertidumbre.
En la zona de Comitán es común, asimismo, la respuesta: “Acá ‘tras lomita”, cuando alguien pregunta en dónde está el rancho fulano de tal. No hay una distancia certera, porque nadie sabe bien a bien cuánto significa ´tras lomita.
Al tío Romualdo le gustaba la precisión. Siempre que alguien le preguntaba la distancia entre San Cristóbal de Las Casas y Comitán daba el kilometraje exacto con metros y centímetros incluidos. ¡Era un exceso! De igual manera se subía la manga del saco y, viendo el reloj, decía que el trayecto duraba una hora con tantos minutos y tantos segundos. La gente disfrutaba ese afán de precisión y, a veces, se burlaba. El tío contaba que en una ocasión viajó a Alemania y quedó sorprendido por la precisión del pueblo alemán. Un contacto lo llevó a una estación de tren y le dijo que ahí donde estaban parados llegaría el tren a tales horas con tantos minutos y se abriría la puerta para abordar. A la hora indicada el tren llegó y justo frente a él se abrió una puerta para abordaje. ¡Genial! Trató de tomar ese ejemplo y ser preciso y ser puntual y ser organizado. Un día lo fui a visitar, estaba sentado en una poltrona, en el corredor de su casa. Se cubría con una manta y bebía una taza de café. Me invitó a sentarme. Me senté y, abusivo, pedí a la sirvienta que me preparara un té de limón. El tío con cierta sorpresa, como si viera un iceberg a punto de resquebrajarse por el calentamiento global, me preguntó qué hora era. Saqué mi celular y le dije. El tío tomó un sorbo de su café y dijo que le gustaba ver a los pajaritos que jugaban en el patio. Intuí que algo le pasaba. Nada, nada, dijo él, nada me pasa, y me pidió que le sirviera más café. Abrí el termo y le serví. La sirvienta llegó y dejó la taza de té sobre la mesa de servicio. Entonces, como si abriera una válvula, el tío dijo: “Los mexicanos nunca seremos como los alemanes”. Dijo que allá, después de la segunda guerra, debieron reconstruir el país. Las carreteras las construyeron para que duraran muchos años, tenían refuerzos con camas de varilla. Hasta la fecha no logro entender bien a bien, pero sí advierto que el tío me quería decir que en nuestro país todo se hace sin pensar en el mañana. La precisión no es algo que esté en nuestra cultura. Llegamos tarde a todas partes. El ejemplo de la puntualidad del tren alemán es imposible de imaginarlo. Acá en Comitán tenemos el ejemplo del transporte urbano: a veces hay hasta cuatro camiones estacionados en la esquina de Banamex y en ocasiones no hay uno solo y los usuarios deben esperar más de diez minutos. Mi amigo Andrés cuenta que en Inglaterra los camiones tienen establecido un horario y funcionan casi casi como funcionan los trenes alemanes. Los usuarios saben con precisión a qué hora pasará un camión, porque los choferes tienen establecidos una ruta y un horario. ¿Acá? ¡Ay, Dios padre! Ya te platiqué el otro día la costumbre de algunos choferes que van con dirección al Reclusorio, cien metros antes preguntan: “¿Alguien va al reclusorio?” y si nadie responde afirmativamente, dan la vuelta en u y se dirigen al Hospital Materno. ¿Todo bonito? ¡No! ¿Qué sucede con el usuario que, en el reclusorio, espera el camión? Ahí se quedará hasta que un chofer, más o menos responsable, cumpla con la ruta predeterminada.
¿La palabra se escribe como suena? Es muy aventurado responder así. Si viviésemos en España, tal vez no habría motivo de confusión. ¿Cómo se escribe la palabra precisión? ¿Como suena? En Comitán y en todo el país no tenemos una diferencia vocal con respecto a la ce, la ese y la zeta. En España no sucede así, la ce, la ese y la zeta las pronuncian con una ligera, pero notoria, diferencia. Así que, en España, las personas sí podrían asegurar que se escribe como suena, pero acá no puede haber “precisión” en el lenguaje. En nuestros dialectos latinos ¡no se escribe como suena, porque todo suena igual! El ejemplo de la ce, de la ese y la zeta también se aplica para la v (labiodental) y la b (labial). En nuestro país decimos b de burro y v de vaca. En España no hay necesidad de tal explicativo, porque en España se pronuncia la v de manera diferente a la b. En este nuestro México, lindo y querido, no somos precisos ni siquiera en el uso del lenguaje. Cuando alguien hace la distinción entre v y b a la hora de pronunciarlas pensamos que el tipo es un pan que se está pasando de tueste. ¡Nada nos gusta! Si hubiésemos continuado con la tradición heredada y pronunciáramos las palabras como lo hacen los nietos de los tataranietos de nuestros conquistadores no tendríamos tanto problema con la escritura de las palabras, tendríamos menos errores ortográficos. Imagino que cuando es España alguien dice: “Ya vengo, voy de caza”, todo mundo lo escribe sin errores, porque la pronunciación especial de la zeta es como una pista que indica cómo se escribe.
¿Cómo se escribe Cotz? ¿Se escribe como suena? Nosotros lo hemos escrito con ce, pero algunos amigos que conocen algo del idioma tojolabal me explican que en este abecedario no existe la ce, por lo que, en términos estrictos, deberíamos escribir la palabra con k: Kotz. Para quienes son puristas del lenguaje, para las muchachas que se ofenden con mensajes mal redactados, tal vez les molestara hallar el siguiente mensaje: “Primorosita, vonós a echar Kotz”. Tal vez declinaran la invitación, sólo porque cotz está mal escrito.
¿Por qué cuando alguien pregunta cómo se escribe tal palabra el otro dice que como suena? ¿Cómo se escribe tambor? ¿Como suena?; es decir: ¡tam, tam, tam! ¿Cómo se escribe agua? ¿Como suena? El agua suena diferente si está estancada o si se avienta desde lo más alto de una cascada y suena diferente si es agua de la Cascada de El Chiflón o es agua de la Cascada del Iguazú. ¡Ah, qué estruendo tan lleno de chirimías alocadas el agua que se desgaja en las Cascadas del Niágara! ¿Cómo se escribe paso? ¿Como suena? El paso de un niño suena diferente al paso de un anciano y suena diferente al del hombre que lleva prisa porque ya se le hizo tarde. No escribimos las palabras como suenan, porque las campanas del espíritu a veces suenan a pavana y a veces a oda.
¿Cómo debemos escribir Comitán? ¿Como suena? ¡Ah!, qué complejo. Comitán no tiene sólo un sonido. Comitán suena a aire brincoteando en los tejados, suena a grito de bolo a media noche, suena a cohete espolvoreado en el cielo, suena a canto de cuna de un pichito. Comitán tiene sonidos especiales que lo hacen un pueblo especialísimo. ¿Cómo escribir Comitán? Puede escribirse como suena el chisporroteo del anafre de la vendedora de elotes; como suena el bordado que teje la marimba; como suena el papel de china a la hora que el cumpleañero rompe la reja.

Posdata: Dije ¿cómo se escribe paso? ¿Como suena? ¿Con huarache o con el pie desnudo? ¿Cómo se escribe Del Paso? ¡Ah, Del Paso se escribe con mayúsculas! Ya sabés la noticia que me dio mucho gusto. Fernando Del Paso, escritor mexicano, obtuvo la distinción del Premio Cervantes, el premio más prestigioso de la literatura en lengua española. Me encanta que se reconozca a los escritores grandes, a las voces mayores. Del Paso es un escritor desbordante y desbordado en imaginación. Así como la Academia Sueca premió con el Nobel de Literatura el trabajo realista de la periodista Bielorrusa Svetlana Alexiévich, Del Paso obtiene el Cervantes por su trabajo desmesurado en donde la imaginación es la columna vertebral. Del Paso hace que la palabra camine con pasos precisos, que vuele muy alto, que transforme la realidad real en una verdadera apología del encantamiento que se logra a través del verbo. Vos sabés que releí hace poco “Palinuro de México” y hace días comencé a entrarle a su celebrada “Noticias del Imperio”. ¡Qué bueno que se reconozca la grandeza de los grandes, de lo auténticos creadores! A veces, qué pena, se premia la mediocridad y se ensalza lo torcido. ¿Cómo se escribe Fernando del Paso? ¡Como suena! Así de excelso, con sonido de iceberg desplazándose en el territorio de los osos que duermen en hamacas y caminan como si fuesen pingüinos en el sol del mediodía.

viernes, 13 de noviembre de 2015

CON EL CORAZÓN EN LA MANO




A Rocío le gusta Chayanne, le gusta como canta, le gusta como baila, le gusta como se mueve. Ella tiene un cartel de Chayanne en su recámara, justo frente a su cama, al lado del espejo de cuerpo entero. Imagino que en las noches, a la hora que Rocío se pone el pijama y se recuesta, ve la imagen y sueña. ¿En qué sueña? No lo sé. Igual que Rocío sé que hay miles y miles de mujeres que aman a los cantantes de su preferencia: Luis Miguel, Miguel Bosé, Julio Iglesias (éstas deben ser ya betabeles de mi generación). Imagino que también hay mujeres que aman a Vicente Fernández y no faltará la que se sube a la cama y brinca al ritmo de “Oh, qué gusto de volverte a ver…”
¿Por qué ahora saco a bailar a Rocío y a Chayanne? Porque ayer escuché una declaración de este cantante, en el sentido de que cada vez que él se presenta en un escenario sale “con el corazón en la mano”. ¡Ah!, ahora sé por qué Rocío tiene ese cartel donde, con el torso húmedo, el artista le sonríe con una sonrisa de playa, sin muros, sin ventanas falsas.
“Con el corazón de la mano”, dijo. Y luego pensé que la mayoría de los bien intencionados hacen lo mismo arriba de un escenario. Puede ser un vocalista, pero también puede ser un pianista. Si digo pianista algún lector irónico (nunca falta) dirá que no puede ser, porque el corazón quedaría aplastado sobre el teclado, pero (se sabe) el corazón es el órgano más dúctil. Con el corazón en la mano se presenta, también, el escritor humilde que presenta su libro. La imagen me remite a la figura que Julia Estévez dijo una noche en la Librería del Sótano: “Vengo con flores en mis manos, quiere sembrarlas en su corazón”. ¿Ven? Los creadores honestos abren sus manos y riegan luz. Pareciera que el sinónimo del corazón de Chayanne es la luz, la flor, el aire, el agua limpia, el ramito de menta.
Rocío dice que Chayanne es un artista limpio, que no está enredado en la caca que sí ensucia las carreras de muchos artistas. Por ello, quiero pensar, cuando sube al escenario ofrece un corazón puro. Mi amiga llega al extremo de decir que su deseo más vehemente es conocerlo en persona. Ha acudido a conciertos de él, en la Ciudad de México, pero lo ha visto de lejos, tan cerca como le ha permitido su boleto general de quinientos pesos. Yo le digo a Rocío que ahorre mucho dinero, para que, cuando menos, una noche de concierto esté en las primeras filas, para que lo vea de cerca, para que pueda sentir un poco de su aliento, para que se ilumine con alguna gota de sudor que el cantante lance a la hora que mueve los brazos en el movimiento exacto.
Sí, a veces voy a una lectura y me toca ver al poeta (al verdadero poeta) abrir las manos y ofrecer su luz prístina (¡qué palabra tan de domingo de insomnio! ¡Prístina! ¡Dios nos libre de otra palabra semejante!).
Sé que quien acude a un concierto de Chayanne va porque, igual que Rocío, es admirador de su trabajo musical. ¿Qué sucede con quien acude a una presentación de libro o a una lectura de poesía? Hay algunos que sólo van para ver las posibles piedras a mitad del camino. Entonces sucede un fenómeno singular: el poeta ofrece su corazón, pero el escucha lo recibe con el hígado. Porque así como hay hombres que al saludar ofrecen su mano envuelta en alambre de púas, hay personas que suben a la palestra y ofrecen el hígado o algún otro órgano no muy agradable. He sido testigo de cómo, algunos oradores, colocan sus manos en el borde del pódium y la madera se humedece con un líquido viscoso.
Respeto a quienes, igual que Chayanne en sus manos, abren la boca y ofrecen su corazón a través de las palabras. Hay muchos que ofrecen la vesícula llena de piedras. ¡Qué pena!
En alguna ocasión vi a Chayanne en la tele. Lo vi bailar, cantar. No recuerdo qué canción interpretaba, ni recuerdo si me gustó la letra de lo que cantaba. Recuerdo, en cambio, el ritmo de su baile, la alegría con la que se desplazaba de un lado a otro del escenario. Recuerdo las luces que iluminaban su cuerpo y la destreza con que trazaba figuras instantáneas con sus pies. Tal vez esto fue lo que hizo que Rocío se enamorara de él. Tal vez Rocío vio que el artista le ofrecía su corazón y ella, siempre bonita, lo recibió y lo conserva como en un altar y lo cuida como se cuida un árbol recién plantado.
Sé que hay muchos escritores que cuando presentan su obra lo hacen “con el corazón en la mano”. ¡Que Dios los bendiga siempre!

miércoles, 11 de noviembre de 2015

EÑE O PE QU




“¿Ya viste?”, dijo la niña y la mamá respondió: “¿Qué dice?”. Ahí se lee: Entrada vehicular. Nadie falta a la regla. El propio abecedario lo consigna: …eme, ene, eñe, o, pe, qu…; es decir, cu cu rru cu cú, paloma, pudiera escribirse, de acuerdo a la fonética de la letra, así: qu, qu, rru, qu, qú, paloma. Cuando a la qu se le agrega la e es que suena qué, mientras tanto, sola la q, suena cu. ¡Dios mío, qué complicado!
El rotulista empleó su lógica de estudios máximos de tercero de primaria. Tal vez hizo un análisis como el precedente. El gerente de la Terminal le pidió “Un letrero bien bonito”, le dictó lo que iba a decir y el rotulista escribió: “Entrada vehiqular”, lo escribió tal como lo escuchó, tal como lo aprendió sentado en el pupitre del tercer grado de primaria. Lo escribió, además, con gran estilo y corrección, porque le agregó la hache que lleva vehículo (llegó a tanto que incluso, cuando hizo la asociación le puso tilde a la palabra vehículo para que no sonara mal: vehiculo).
Los niños aplican la lógica cuando están aprendiendo a hablar. Una vez, Amalia (niña de escasos tres años) me dijo: “Ya me estoy dormiendo”, su mamá la rectificó: “No se dice dormiendo, hijita, se dice durmiendo”. La niña dijo: “No, mami, mi maestra me dijo que el verbo es dormir, no durmir”. ¡La lógica maravillosa!
Rosalinda decía que las cuestiones del lenguaje son complicadas. En efecto. Sara, quien durante muchos años fue sirvienta en mi casa, procuraba no hacerse bolas. Mi mamá le decía que pusiera a cocer la carne y luego, en la tarde, le indicaba que cosiera las playeras de mi papá y las mías. Ella, con gran propiedad, en cuanto terminaba la primera acción decía: “Ya cocí la carne”, y cuando las camisetas quedaban listas, entraba a la sala donde mi mamá bordaba y decía: “Ya terminé de costurar”. Lo decía, no lo escribía; lo hacía para no confundirse. Ella empleaba el verbo cocer para la actividad culinaria y el verbo costurar para las labores de aguja. ¡Usaba su lógica! Tal vez ella creía que era una bobera aplicar la misma palabra para dos actividades diferentes, porque sonaba igual. Desde entonces, yo también procuro aplicar lo que llamo la Lógica de Sara. El rotulista de este anuncio también empleó la Lógica del Diccionario. Está mal escrito, pero suena bien. Si ahora escribo Cirqular ¿qué lee el lector? (Perdón, es sólo como un ejemplo).
El otro día llamó mi atención la palabra recaudo. Una estudiante de secundaria explicaba una receta de cocina y empleó la palabra recaudo como sinónimo de aderezo para condimentar; luego dijo: “… y el recado se echa…”, y corrigió: perdón, recaudo. En Comitán, la palabra recaudo aún se emplea en su acepción gastronómica, pero mucha gente mayor emplea la palabra recado, así no es difícil que una abuela, a la hora que trasmite la receta a la nieta, le diga: “Y, al final, le echás el recadito”, algo así como el mole. Si alguien ajeno a estas tierras oyera la palabra recado, pensaría, sin duda, en su acepción de mensaje. “Y al final le ponés el recado”. ¡Ya lo quiero ver! Ya quiero verlo escribiendo un mensaje y agregándolo como si el guiso fuese una paloma mensajera.
El lenguaje es complicado. Ahora, nuestras amigas feministas insisten en eliminar la carga machista al lenguaje y lo están complicando más. Una amiga escribe Amora en lugar de escribir Amor. Cuando el amado llega a casa y saluda: “Hola, amor”, ella insiste en decir que el amado debe decir: “Hola, amora”, porque la destinataria del saludo es una mujer. ¿Es lógica de niña o lógica de rotulista?
Si el mundo aplicara esta lógica, cuando alguien llegara a casa del abuelo tendría que decir: “Ya llegue a caso”, porque el hogar es de un hombre. En fin, el lenguaje ¡es complicado!

lunes, 9 de noviembre de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE APARECE LA MITAD DE UNA PAPAYA




No sé qué formas tienen las frutas. Mi maestro Luis decía que La Tierra tenía forma de naranja. Desde entonces, siempre que pelo y como una naranja pienso que me como La Tierra. La Tierra con mayúscula, porque comer tierra con minúscula ¡cualquiera! Armando, hormota de chinculguaj mal armado, disfrutaba cuando hacía “comer tierra” a sus oponentes. Es que Armando, hormota de comal con hoyo, siempre fue muy busca pleitos. A mí me tenía amenazado, debía darle un peso cada semana para que no me golpeara.
El otro día, una feminista a ultranza me sorprendió. Furiosa había despotricado en contra del lenguaje machista. Fue tanto su furor que dijo: “¡A ver, a ver, por qué sólo hay plátanos machos y no plátanos hembras!”. Ramiro, hormota de tamal de bola mal amarrado, que siempre la molesta le dijo que era obvio, las mujeres no tienen plátano. Ella se enojó más, empujó el plato, se levantó de la mesa y aventó la silla que fue a dar a mitad del patio. Los que nos quedamos en la mesa seguimos platicando. Sabíamos que al rato se le bajaría su coraje. Ramiro, hormota de limón sin semilla, dijo: “Se enojó. Ahora que regrese le diré que ya estamos a manos. Para que no se enoje ya no diremos la silla, sino el sillo”. Todos reímos. Ah, los seres humanos somos crueles.
¿De verdad La Tierra se parece a la naranja? Mónica me sorprendió la otra tarde que tomábamos un café en casa de su mamá. Mónica se acercó y me preguntó: “Tío, ¿en dónde están las estrellas?”. Le dije que en el cielo. La mamá de Mónica asomó la cabeza por la puerta de la cocina y dijo: “También hay estrellas en las playas”. Mónica sonrió. Pensé que ella se había maravillado con la respuesta de su mamá. A mí, así de primera intención, no pensé en las estrellas de mar. Pero luego me di cuenta que Mónica sonreía porque nos habíamos quedado cortos de imaginación. Ella dijo que también en las papayas había estrellas. Ahora fui yo quien esbocé una ligera sonrisa. Pensé: ¿Cómo en las papayas? Como creí que Mónica jugaba dije que sí, que en el rancho del tío Eusebio había un árbol de papaya tan grande que llegaba al cielo y que jugaba con las estrellas. Mónica me vio y ahora ya no sonrió, en su cara puso una cara como diciendo: “Ay, tío Alejandro, hormota de contacto sin energía eléctrica, qué bobo sos”. Mónica entró a la cocina, salió corriendo y me enseñó la papaya cortada que acá se ve. Yo no podía creerlo. Jamás imaginé que una papaya conserva estrellas en su interior.
Por esto digo que no sé qué formas tienen las frutas. Hermilo decía que María tenía un culito como de manzana y, con su codo, me movía cuando María se sentaba delante de nosotros y podíamos ver su trasero espléndidamente desparramado sobre el asiento. Yo le veía más bien forma de pera, pero Hermilo decía que no, que el trasero de María se parecía al de una manzana y que era la manzana del cuento de Blanca Nieves. Yo no insistía, pero entonces a Hermilo le miraba hormota de enano con sombrero de hongo insípido.
Jamás imaginé que una papaya conservara una estrella en el interior. Si esto lo supiera Hermilo, hormota de chayote con la pepa de fuera, diría que toda mujer conserva estrellas en el interior de sus papayas y que, por eso, los hombres siempre somos aventureros en todas las galaxias del universo.
Si La Tierra se parece a una naranja, ¿a qué se parece El Universo? Tal vez tiene forma de papaya, en constante expansión. Tal vez las semillas negras de la papaya son los planetas y todos éstos conforman un mandala maravilloso que es como una estrella.
Mónica dice que las estrellas también asoman en las luces de las luciérnagas; dice que, cuando va al rancho de su abuelo, se sienta en una mecedora en el corredor y espera que anochezca; dice que donde está el macollo de rosales brota un racimo de luciérnagas y que su luz forma estrellas de cinco picos. Yo nunca he visto el deslumbre de una luciérnaga. Debe ser cierto lo que Mónica me cuenta, porque jamás creí que la papaya conservara estrellas en su interior y ¡ya me lo demostró!

domingo, 8 de noviembre de 2015

PRESENTACIÓN DE NOVELILLA BREVE




El pasado viernes presenté mi más reciente novelilla. Lo hice en la Librería Lalilu, un espacio prodigioso que abrió sus puertas en Comitán. Esa noche leí un texto que ahora comparto con los lectores de la DIEZ.

Buenas noches.

Agradezco a Samy y a Sol por la generosa posada para que mi niño nazca en este Belén; agradezco a mi jefe, el Maestro José Hugo Campos Guillén, Rector de la Universidad Mariano Nicolás Ruiz Suasnávar, institución que es mi casa, por la mano generosa siempre tendida; y agradezco, mucho, a cada uno de ustedes por acompañarme en este acto de presentación.

Un personaje de Rosario Castellanos, en su novela “Rito de iniciación”, pregunta: “¿Tú crees que vale la pena escribir un libro?”. La respuesta es: “Creo que no. Ya hay muchos”.
Y el personaje de Rosario va más allá, dice: “Si se para uno a considerarlo bien, hay muchos libros. Se tropieza uno con ellos a cada paso. Acechan a la vuelta de los más ocultos recovecos…”.
Creo que todos coincidimos con esta opinión. Hay millones y millones de libros en todas las lenguas, de todos los tamaños, de todos los temas. Hay muchos libros. Tantos que no alcanza la vida para leer ni el punto cero uno por ciento. ¿Cuántos libros leemos en nuestra vida? Los lectores expertos no alcanzan a leer más allá de unos cuantos miles. Entonces, la pregunta del personaje de Rosario puede formularse de nuevo: ¿Vale la pena escribir un libro?
Acá, en este espacio prodigioso de la Librería Lalilu, estamos adentro de una burbuja hecha con libros. ¿Cuántos libros hay acá? Algunos miles. Si un lector se propusiera leer todos los libros que hay aquí, sólo tendría una certidumbre al acometer tal empresa: ¡la vida no le alcanzaría para agotar todos los estantes! Y esta librería es pequeña, apenas gatea. ¿Cómo serán aquellas librerías que existen en ciudades como Buenos Aires, París, Nueva York? Yo no alcanzo ni siquiera a imaginarlas. Mi mente no da para tanto. No alcanzo a imaginar cómo es la Vía Láctea, que es una minúscula fracción del universo. Bueno, de igual manera no alcanzo a imaginar cómo serán esas librerías que contienen miles y miles y miles de libros. ¡Uf! Hay muchos libros. ¿Para qué, entonces, el Molinari insiste en escribir libros, publicarlos y compartirlos? Mis lectores saben que pretendo imitar a Woody Allen, quien, año con año, presenta una nueva película. Hasta hoy he cumplido mi propósito. El año pasado, Coneculta-Chiapas publicó mi novelilla “Historia triste de un cuentahistorias”. Hoy presento ante ustedes la novelilla que corresponde al 2015: “La tarde que conocí el cine” y ya escribo la que, primero Dios, presentaré en el 2016: “Libro para regalar un día de cumpleaños”.
¿Cuál es mi obsesión? ¿Cuál mi terquedad? ¿Por qué la insistencia? Escribo y publico para compartir con ustedes. Quiero pensar que el mundo se construye a través de las palabras y las que reúno son palabras que nunca han sido dichas. Mis palabras arman (es mi modesta pretensión) una nueva figura en el Mandala universal. Escribo para que mis lectores completen su propio círculo. Los lectores, ¡ustedes!, son la materia prima en este eslabón. ¡No lo sabré yo que he sido lector de cientos de libros! No lo sabré yo que soy lector apasionado y espero seguir siéndolo el resto de mi vida.
¿De qué va mi más reciente novelilla? Es un homenaje al cine a través del juego, a través de la imaginación. Es un homenaje a la imaginación. A la usanza clásica podría decir que si alguna escena se corresponde con la realidad ¡es mera coincidencia!
Si ustedes lo permiten leo una pequeña parte de la novela, para que sepan por dónde camina. Con ello podrán determinar si vale la pena comprar el libro o hacerse tacuatzes y pensar que, I’m sorry, perdieron unos minutos de su valioso tiempo.
“¿Tú crees que vale la pena escribir un libro?”. La respuesta es: Sí, a pesar de que hay muchos, tal vez uno nuevo acomode de otra manera el universo.
Va fragmento:


Nunca imaginé que quince o veinte minutos después iba a toparme con Santo, el enmascarado de plata, “en persona”. Salimos de la tienda y yo salí feliz con mi máscara. ¿Por qué doña Angelita, la tendera más seria de la comarca, me había regalado esa máscara? Doña Angelita, como si confesara algo, hizo que me acercara y dijo: “Tené, te la regalo”, me dio la máscara del Santo y regresó la de Blue Demon a la bolsa. Mientras yo, con una sonrisa de atardecer, repasaba con mis dedos los contornos de los ojos de la máscara, ella agregó: “Vas a ser un luchador de grande”. Ya no recuerdo si di las gracias. Estaba feliz. Mi mamá no salía de su asombro. Cuando salimos, mi mamá y yo caminamos por la avenida central, estábamos a una cuadra del cine. ¡La tarde estaba espléndida, recién bañada! Mi mamá me acarició la cabeza con el movimiento que siempre hacía, me despeinó tantito. ¡Ah, qué plenitud! Le pregunté a mi mamá si podía usar la máscara y ella dijo que sí. Nos paramos en la banqueta, yo me quité el gorro de lana y ella me ayudó a anudar la cinta detrás de mi cabeza, yo acomodé tantito la máscara para que mis ojos coincidieran con las aberturas y caminé, de la mano de mi mamá, con gran emoción. Los niños que pasaban a mi lado ¡me miraban!, dejaban de ver su camino y me veían con sorpresa y con envidia. Yo era Santo, ¡Santo, el enmascarado de plata! Supe que la máscara lograba un prodigio, el prodigio de convertirme en otro. Nadie reconocía al que estaba debajo de la máscara, nadie sabía que yo era yo, yo era Santo, uno diferente, uno por encima de los demás. Ah, caminé orgulloso. Pensé: si Pepe me viera, se moriría de envidia.
La calle estaba animada, igual de luminosa que yo. Varios niños, también con bufandas y gorros tejidos con estambre, agarrados de las manos de sus mamás, se detenían ante el aparador de la tienda de ropa de Las Ancheyta. La escena del aparador era una escena más bien pobre, pero como era la única vitrina arreglada con motivos navideños, todo mundo la miraba con admiración. Los niños, de mi edad o un poco mayores, señalaban con sus manos y, emocionados, descubrían el tren que daba vueltas y vueltas sobre una montaña pintada de azul y gris, como si la tarde fuera de plomo. Al fondo, un sol, con una boca sonriente, iluminaba una choza donde un niño Jesús era más grande que el buey y el burro. Las figuras eran de pasta. Al lado de la Virgen María (una imagen también de yeso) había un grupo de ovejitas hechas con algodón y unos pastorcitos que en el pueblo llamaban “chujitos”, porque representaban a indígenas de la raza Chuj, raza milenaria que habitaba en las cercanías del pueblo. ¡Todo iluminado! Casi tan iluminado, como iluminada la marquesina del Cine, como la vitrina donde estaban pegados los carteles de las películas que se exhibirían en la semana. Mi mamá y yo habíamos seguido caminando, pasamos por donde una mujer tenía un anafre sobre la banqueta y ofrecía elotes asados, que servía en una hoja de maíz, con una mitad de limón y un poco de Polvo Juan, que era una mezcla de tostada molida con chile. Mi mamá me había hecho a un lado para que no me quemara y habíamos seguido caminando y ya estábamos frente a la vitrina del cine, ahí donde se mostraban los carteles con los próximos estrenos: carteles con escenas de hombres a caballo, con armas al cinto (casi casi como si fueran Pepe y yo jugando a los vaqueros e indios en el sitio de la casa). Mientras mi mamá me llevaba de la mano, yo miraba esos carteles tratando de aprenderme de memoria cómo los vaqueros jalaban la rienda del caballo o cómo miraban hacia donde estaba el horizonte; cómo entraban a los bares, cómo daban un empujón a la puerta abatible; cómo caminaban una vez que estaban dentro del bar, cómo se acercaban a la barra donde el dueño, con una jerga, limpiaba la superficie y temía que algún bebedor hiciera para atrás su silla, sacara su pistola y encarara al nuevo parroquiano: el delincuente que había cometido el robo del banco en el pueblo vecino. No podía registrar todo en mi mente, porque mi mamá llevaba prisa por llegar a casa. ¡Había tanto qué hacer! Pero, de pronto sentí que cesó la presión de mi mamá sobre mi mano, sentí cómo se enfrió la suya, como si la metiera en una cubeta llena de hielos. Desde mi altura subí la mirada y la vi, la vi como aquella bíblica estatua de sal. ¡Su cara había perdido el color y era como un cartel de cine que hubiesen limpiado con cloro! La presión de su mano sobre mi mano se hizo más intensa, me apretó como si su mano fuese una tenaza y me jaló, me jaló ¡para adentro del cine! Me sentí como un papalote en medio de una tromba. Segundos después ya estaba en el vestíbulo del cine. ¡Fue la primera vez que estuve ahí! Estábamos frente a la taquilla, y yo, sorprendido, escuché cómo mi mamá pedía dos boletos, ¡dos!; estaba alelado. Mi mamá colocó la bolsa con los hilos debajo de su axila, abrió el bolso, pagó y recibió los dos boletos, ¡dos!, y me exigió que la siguiera, que la siguiera a la entrada, donde el boletero extendió la mano para recibir los boletos y los metió adentro de una urna de madera, los metió como Pepe y yo metíamos las monedas en la alcancía de barro con forma de cuch, las monedas que nos daba mi mamá cada domingo y que nosotros, precisamente en la temporada navideña, rescatábamos al abrirle la panza al cuch con un martillazo. Un minuto antes caminábamos en la banqueta, mi mamá me llevaba de la mano, caminaba con el paso apurado, porque en la casa había tanto qué hacer y, de pronto, ella se puso fría como raspado y me jaló hacia el interior del cine. Ella me jaló, ella que decía que el cine no era apropiado para niños. Ahí estábamos ¡adentro! Lo hizo porque en la esquina había visto a mi papá. Yo no lo conocí en ese momento, yo no lo conocía. Si mi mamá y yo hubiésemos seguido caminando de frente nos habríamos topado con él. Ahí estaba: parado con su sombrero de fieltro, la bufanda roja que le había regalado mi mamá cuando eran novios, con un pie recargado en la pared, con un cigarro en la mano, con su sonrisa de nube dorada. ¡Ahí estaba con su descaro de mil siglos, después de años de no verlo, desde que él se enteró de que mi mamá me esperaba y yo era su hijo, desde que se atrevió a llegar a la casa para ser amenazado por uno de los e! A mi mamá no le quedó más que esconderse en el cine. Minutos después, mi papá entró al cine, nos buscó y provocó el mayor disturbio que el pueblo tenga memoria.
Mi mamá pensó que en la oscuridad de la sala podríamos escapar de las garras del ogro. Nos sentaríamos en un extremo de la sala y en cuanto el monstruo, con sus pies como aletas de pez fisga, abriera la puerta abatible (como sheriff en el bar del pueblo), mi mamá, casi agachada a mi tamaño, me jalaría (de nuevo) y saldríamos y correríamos, correríamos, mucho hasta llegar a casa, donde metería la llave con prisa, abriría la puerta y la cerraría después que hubiésemos entrado. Se recargaría contra la puerta y, hasta entonces dejaría escapar toda la tensión contenida, exhalaría como si fuese una ballena y yo la vería desinflarse como un globo agradecido. Pero no fue así, porque cuando entramos a la sala aún no había comenzado la función y la sala, enorme, tan enorme como el sitio de la casa, ¡mucho más!, estaba iluminada con mil focos, con mil reflectores. La gente estaba sentada en las butacas y se oía un rumor como de mar. ¡Así debía ser el mar, así de hermoso, así de intenso! ¡Me enamoré del cine, en ese instante! Sentí un chispazo que me cimbró todito, como si fuese el último latigazo de un temblor y me iluminara por dentro. ¡Mil reflectores me iluminaron! ¡Así que esto era el cine! ¡Por esto, entonces, mi mamá decía que no era para niños! ¡Tenía razón, esto no era para niños! Acá, como en el sitio de la casa, un niño podría extraviarse y ser hallado muchos días después o nunca. Porque cuando la proyección inició ¡el prodigio aumentó! Esto era mucho mejor que la vida de afuera. Afuera todo era tan plano, tan cotidiano, tan de tendejones donde un viejo dormitaba y de vez en vez movía la mano para espantar las moscas. ¡Esto era para adultos que pudiesen resistir el embate intenso e inadvertido de una avalancha! La sala del cine era enorme. Al fondo estaba la pantalla; y las butacas, como en el oratorio, dispuestas para ver al frente. Ahí, sobre esa pantalla enorme, blanquísima, proyectarían la película. Todo estaba dispuesto para que eso ocurriera.
Mi mamá buscó donde sentarnos y eligió las butacas al lado de dos señores con bigote, como si ellos crearan un campo de fuerza que nos protegiera. Mi mamá no veía la pantalla, como sí lo hacían los demás, quienes, expectantes, esperaban el inicio de la función. Mi mamá veía la puerta, con la insistencia de un foco intermitente. Esperaba que de un momento a otro entrara ese hombre; yo estaba fascinado con la enormidad de la sala. ¿Cómo no iba a estarlo si la sala de la casa apenas tenía siete sillas individuales de madera, un asiento donde se sentaban tres personas bien apretadas, una mesa de centro (siempre con un florero) y dos esquineros que (de igual manera) siempre estaban coronados con dos maceteros de florecitas amarillas y rojas?
Las luces comenzaron a apagarse, lo hicieron como si fuesen pájaros sobre ramas y cerraran sus ojos poco a poco. Los espectadores se acomodaron en las butacas, doblaron los periódicos y, con un movimiento como de elefante enano sobándose contra un tronco, desparramaron las espaldas contra las curvaturas de los respaldos. Mi mamá seguía vigilante, volvía la mirada hacia la puerta abatible de la entrada. Sostenía su monedero como si alguien fuera a arrebatárselo. Yo, emocionado, como nunca, con las manos sobre el respaldo del asiento delantero, casi sentado al filo de la butaca, miraba la pantalla. ¿Qué sucedería? ¡Sucedió el prodigio! Cuando las luces se apagaron por completo, un haz cruzó el aire y se proyectó contra la pantalla y ésta tomó vida, con un movimiento como de mar embravecido. Doña Angelita había convocado los espíritus, porque mi mamá, con una voz de tiuca temerosa, dejó de ver la puerta, por un instante, puso su mano sobre la mía y me dijo: “Mirá, hijo, es una película del Santo”. Yo, emocionadísimo, miré la pantalla y vi cómo aparecían letras, una tras otra, encima de la imagen de un castillo que parecía hecho con cartón. La música era triste, como la música que doña Amanda escuchaba en su radiola, cada vez que uno de sus hijos abandonaba la casa; triste era también la escenografía, toda hecha de cartón; apareció un vampiro, voló de un lado a otro, sostenido por hilos que lograban descubrirse. Estuve pendiente, no podía perderme el instante en que apareciera el Santo; es decir, yo. Era la primera vez que estaba en el cine y ya había logrado un prodigio, algunos espectadores me habían visto entrar con la máscara puesta, algunas señoras habían sonreído y más de dos niños me señalaron y yo reconocí en sus caras la mueca de envidia que siempre acompañaba a Pepe cuando le platicaba alguna hazaña que él no había realizado antes.
Esto era superior a la radio, era superior a todo lo que había conocido en mi corta vida. Cuando llegara a casa le platicaría a Pepe.
Mi mamá seguía viendo la puerta. Sentí ese temblor que movía los dedos de sus manos, que los volvía casi autónomos. “¿Qué pasa?”, pregunté, pero un señor que estaba sentado en la butaca de adelante se volvió y, con un gesto de gárgola, pidió que me callara. En ese momento yo no sabía bien a bien la causa del desasosiego de mi mamá. Tenía la misma cara de la mujer que apareció en pantalla. La película era “Santo contra las mujeres vampiro” y la primera escena era la de una mujer que salía de un sarcófago apoyado contra la pared, una pared llena de telarañas y de polvo. El rostro de la mujer era como si tuviese una mascarilla de lodo seco. Yo estaba maravillado. La mujer dijo que tenía doscientos años de estar encerrada en ese sarcófago. Pensé que la pantalla era como el sitio de la casa, las personas podían extraviarse. Volví la mirada tantito para ver a mi mamá, cada vez que alguien abría la puerta abatible y entraba un rayo de luz del vestíbulo, apretaba mi mano con más fuerza. La tensión sólo disminuía en el instante en que comprobaba que quien entraba no era mi papá.
A la hora que, en la pantalla, la mujer vampiro abrió los brazos como alas, la figura de mi papá apareció en la puerta de entrada. Como no se apuró a cerrar la puerta y el rayo de luz interrumpía la oscuridad de la sala, el señor que estaba a nuestro lado se volvió y dijo: “Cierren la puerta”, lo dijo tan fuerte que otro hombre, sentado más allá, gritó: “Cállense”. Mi papá cerró la puerta y todo pareció volver a la normalidad. Mi vecino se calmó y continuó viendo la pantalla, donde la mujer vampiro despertaba a un ejército de más mujeres. Todas se movían como la mujer del sitio cuando llegó a casa. Mi mamá se tiró al piso y comenzó a gatear, buscando el pasillo de la derecha. Se detuvo. Al ver que yo estaba embebido en la pantalla me jaló del pantalón y dijo, en voz como de rata afónica: “Vení” y yo me tiré al piso y la seguí. El hombre del periódico se sorprendió y preguntó: “¿Se le perdió algo?” y prendió un cerillo. Mi mamá sopló. Siguió gateando. Me volvió a jalar. Al llegar al pasillo, mi mamá me paró, me agarró de la mano y echamos a correr. Yo trataba de ver qué sucedía en la pantalla, mientras mi mamá trataba de ubicar al hombre que tanto temía y que corría detrás de nosotros. Las luces de la sala se prendieron y los espectadores protestaron, silbaron y se pusieron de pie para ver qué sucedía. Mi mamá y yo ya habíamos llegado al escenario donde estaba la pantalla y subíamos por una escalinata de madera, mi papá corría detrás de nosotros ya a mitad del pasillo. El cácaro no dejó de proyectar la película, así que cuando mi mamá se acercó a la pantalla para protegerse, yo vi cómo una mujer vampiro caminaba a mi lado. Un niño (apenas un poco mayor que yo), que estaba sentado en la primera fila, se levantó y gritó: “¡Ahí está Santo!”. Yo busqué en la pantalla, pero sólo vi a las mujeres vampiro, caminando como si fuesen zombis, como si fuesen las primas hermanas de la chapina. Mi papá ya subía la escalinata de madera. Varios espectadores ya corrían detrás de él, porque al grito de una mujer: “¡La va a matar, lleva un cuchillo!”…

Gracias por venir, si alguien desea la firma ¡estoy a sus órdenes!

sábado, 7 de noviembre de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA EL ORIGEN DE LA ANÉCDOTA




Querida Mariana: Todo mundo cuenta anécdotas. ¿Qué es una anécdota? Es uno de los rasgos más luminosos de la vida. El contador de anécdotas es como uno de esos corredores olímpicos que pasan la estafeta al compañero. El contador de anécdotas las preserva y les otorga identidad. Si alguien no trasmitiera ese suceso especial dicho suceso se extraviaría en el tiempo y moriría. No nos damos cuenta, pero cuando las anécdotas fallecen de inanición algo grande se pierde en el mundo. Casi casi podríamos decir lo que decía un famoso astrónomo: “Se extinguió una estrella y el mundo no lo supo”.
Quien cuenta una anécdota comparte una experiencia. Cuando contamos una anécdota contamos un hecho inusual. Nadie cuenta lo que a continuación contaré: el tío Armando, a las seis de la tarde, decía: “Ya no estoy”, se sentaba en la mecedora, se cubría con una cobija de cuadros y se dormía. A las seis de la mañana del día siguiente, sin importar si había alguien en la sala, abría los ojos y decía: “Ya estoy”, doblaba la cobija y comenzaba su trajín del día, iba al jardín, podaba, regaba; hacía café y entraba a su taller donde recibía a las señoras y señores que le llevaban calzado para remendar. A las seis de la tarde repetía el ritual. Así era todos los días, incluso los domingos y días feriados. Nadie contaría esta anécdota, porque a don Armando nunca le sucedió un hecho extraordinario. Bueno, con decir que ni siquiera una enfermedad lo agobió. Los últimos treinta años de los ochenta y dos de su vida no hizo algo más. Todo fue una rutina agobiante, hasta que una mañana, su sobrina Elena se levantó a las seis con diez y le llamó la atención que el tío siguiera sentado en la mecedora. Elena se acercó y, con el pie izquierdo, movió una de las patas de la silla. El tío no reaccionó, Elena salió corriendo y, a mitad del corredor, gritó: “El tío murió, el tío murió”. El tío, en efecto, ¡ya no estaba!
Aunque, con ganas de meterla con calzador, alguien pudiese decir que lo acá narrado es una anécdota, porque el comportamiento del tío Armando era inusual. ¿Quién duerme todas las noches durante treinta años en una mecedora a mitad de la sala? El tío tenía una gran capacidad para invocar al sueño, porque la vida de la casa seguía sin modificarse mientras él dormía como bendito. Los niños jugaban carros, hacían ruidos como de sirena de patrulla, corrían, jugaban pelota y el tío ¡durmiendo! La tía gritaba, pedía café, miraba las telenovelas con el volumen alto, y el tío ¡durmiendo! El tío ni siquiera despertaba las noches en que había fiesta en la casa: en nochebuena todos corrían, los niños quemaban cohetes y los grandes sacaban las pistolas y disparaban al aire, y el tío, sí, durmiendo el sueño de los justos.
¿Cómo nació la anécdota? La tía Juventina contaba que en el principio, cuando todo estaba en silencio y en oscuras, Dios se asomó por la ventana de su cielo y miró que todo estaba tal como lo había dejado la noche anterior (la noche anterior significaba millones y millones de siglos luz), así que apagó la lámpara que tenía sobre su buró y dijo: “Buenas noches”, sabiendo que nadie lo escuchaba, porque Él era el Único. Durmió durante cuatrocientos treinta y dos billones de años luz, mas de pronto oyó algo como un pequeño ruido, algo como si un ratón estuviese royendo queso adentro de una caja de madera, aunque (se sabe) los ratones aún no existían; es decir, Dios aún no los había creado. Dios abrió los ojos, se desperezó con los brazos arriba, se puso el gorro, las pantuflas, abrió la ventana de su cielo y vio que, en el centro de la Nada, algo como una brasa hervía en un caldero y la ebullición hacía el ruido que Él había confundido con el mordisqueo de un ratón. En realidad el ruido era como el aire de una olla de presión que hirviera con la potencia de millones de bombas atómicas. Como Dios todo lo sabe, intuyó que estaba a punto de iniciar el Big Bang, levantó los brazos y dijo: “Se acabó la tranquilidad” y volvió a meterse a su cama. Dejó la ventana abierta porque sabía que la explosión iba a ser un maravilloso acto de fuegos de artificio y eso sí no se lo perdía por nada. Y en la madrugada de los tiempos el gran estruendo apareció, la alcoba Divina se llenó de deslumbres y Dios, recargado sobre la cabecera de nubes doradas, con los brazos detrás del cuello, disfrutó del espectáculo donde el universo respiró luz por primera vez y los ríos brotaron de la tierra y los pájaros volaron y las víboras se arrastraron por las ramas de los árboles recién nacidos. ¡Todo tuvo vida! ¡Todo fue un canto para bendecir la gracia de Dios! Y, la tía Juventina contaba, que una tarde de esas, cuando Dios se disponía a colocar el vaso de peltre lleno de agua en la hornilla de su estufa, un hombre metió la cabeza por la ventana y saludó: “Buenas, ¿se puede?”. Dios, que estaba de buenas, dijo: “Ya se pudo”, y le ofreció una taza de café (acá la tía decía que el café ofrecido había sido café chiapaneco, en específico “Café Conquistador”). El hombre (que, por supuesto, andaba desnudo) se sentó, cruzó la pierna y, con aire despreocupado, le preguntó a Dios si podía hacerle una consulta. Dios, que ya se comentó, andaba de buenas, dijo: “Sí, claro, pero recuerda que toda consulta causa honorarios”. El hombre rio de buena gana, porque sabía que Dios bromeaba. ¿Qué honorarios podría cobrar el dueño del universo? Dios jaló una silla y se sentó al lado del hombre, le dio una palmada afectuosa sobre el hombro y le dijo: “A ver, consulta”. El hombre se llevó las manos a la cara, como si llorara o tuviera vergüenza, y dijo, en voz baja: “Mi mamá dice que tú me hiciste de la costilla de Eva, ¿es cierto?”. Y la tía Juventina terminaba ahí su relato, nosotros, los sobrinos le reclamábamos, decíamos que la historia no podía terminar ahí, pero ella, sin más, se levantaba, se alisaba la falda y decía que ahí terminaba la historia, que eso era el origen de la anécdota y, cediendo tantito, nos preguntaba: “¿No entienden que al decir que no la mujer sino el hombre es el que nace de la costilla de la otra está lo simpático de la anécdota?”. Nosotros no entendíamos, porque cuando el tío Gumersindo (esposo de la tía Juve) contaba una anécdota, él le daba el final esperado. Los sobrinos argumentábamos, entonces, que la tía no sabía contar anécdotas y corríamos a la sala donde, siempre, el tío leía el periódico. El tío doblaba el periódico, lo dejaba sobre la poltrona y nos decía que nos sentáramos en el piso, a su derredor, y contaba la anécdota del ladrón que una noche entró a casa del tío y cuando fue descubierto con un bolso de tela lleno de cubiertos de plata, se hizo el sonámbulo, estiró los brazos y caminó hacia la puerta, con los ojos cerrados, como si, en realidad, fuese un sonámbulo, pero antes de que saliera, el tío le cerró la puerta y el ladrón chocó, el bolso rodó por el suelo y todos los cubiertos quedaron regados. El ladrón hizo como que el golpe lo despertaba y, con tono enojado, preguntó qué hacía el tío en casa de él y, siguiendo su farsa, trató de echarlo a la calle. La anécdota comenzaba a delinear su final cuando el tío contaba que sacó la pistola, obligó al ladrón a hincarse y lo amenazó con soltarle un plomazo si no confesaba su delito. El ladrón estaba a punto de confesar su culpa cuando se escuchó que alguien tocaba la puerta. La esposa del ladrón, que siempre lo acompañaba en todos los hurtos y lo esperaba en la calle, era quien tocaba la puerta. Ante la insistencia, el tío preguntó quién era y la mujer dijo: “Don, disculpe, estoy buscando a mi Eloy, es sonámbulo y no sabe lo que hace”. El tío contaba que eso hizo que soltara una carcajada. El tío abrió la puerta y dejó que la mujer se llevara al marido, quien, en un acto de preclaro arrepentimiento, alcanzó a meterse la mano en la bolsa trasera del pantalón y entregarle al tío su reloj de oro. La mujer dijo: “Mire, pues, Don, mi Eloy cuando está dormido no sabe lo que hace”, y ya el tío no supo si la mujer se refería al hecho del hurto o a que, tonto, había devuelto el reloj. Nosotros los sobrinos aplaudíamos y comentábamos que el tío sí sabía contar anécdotas porque les daba un final. Y es que en ese tiempo pensábamos que, en efecto, todas las historias tenían un final, pero cuando lo decíamos en voz alta, la tía Juventina reía como garza sin pico y nos decía que éramos unos mocosos necios, ¿qué no nos dábamos cuenta de que el origen de la anécdota decía que la historia del origen no tiene final? No le entendíamos, entonces ella, como si contara con manzanas, decía que el universo no tendría final y se metía en cuestiones científicas y explicaba que los sabios decían que el universo está en expansión, pero que un día (dentro de miles y miles de años luz) llegará a su límite y comenzará a contraerse para volver a ser Nada (billones de años luz después). ¿Y cuando sea Nada?, preguntábamos. Entonces, ella, victoriosa, caminando de un lado a otro del pasillo, con las manos en la cintura, decía que todo volvería a la calma inicial, a la tranquilidad de Dios y la historia se repetiría.

Posdata: Para que la anécdota sea sabrosa debe ser contada en vivo y en directo, tomando un café o una cerveza.

viernes, 6 de noviembre de 2015

LOS CAMBIOS




Tía Alicia no decía su edad exacta. Cuando alguien le preguntaba, ella hacía bromas y juraba tener más años que un bebé, pero menos que un tiranosaurio, y de ahí nadie la sacaba. Reía y cambiaba el tema, mientras se cubría las manos, en intento de disimular las manchas que aparecen conforme avanza la edad. Una tarde se le ocurrió cambiar el acta de nacimiento. Hizo contacto con Armando, quien es un “huizachero” efectivísimo, y, en menos que canta un gallo y con un desplume de cuatro mil quinientos pesos, logró que su acta tuviera una reducción de cinco años, ¡cinco! ¡Ah, cómo se pavoneó al mostrar el documento y jurar que tenía la edad que ahí ostentaba! La alegría se le terminó en el instante en que sus comadres, todas de la misma edad, hicieron fila para recibir su dinero del programa “setenta y más”. Tuvo que tomar té de tila para calmar los retortijones de su panza. Los retortijones del corazón todavía le asfixian.
Los que saben dicen que los cambios son necesarios. El tío Patioclo (sí, así se llamaba) decidió una tarde cortarse el bigote y la barba que había tenido por más de treinta y cinco años. Sólo para cambiar. La historia del nombre del tío Patioclo es la misma historia de equívocos que se dan con frecuencia en las oficinas del Registro Civil de todo México. El papá del tío fue muy aficionado a la literatura griega y cuando lo llevaron a apuntar al Registro Civil el secretario no oyó bien el nombre de Patroclo y como el papá del tío tampoco oía bien, dijo que sí, que así quería llamar a su hijo, cuando el secretario se puso los lentes y con voz de abeja sin panal dijo: Patioclo. Los amigos del tío le dicen Patio y los de más confianza Patiecito. Cuando decidió rasurarse el pelambre que tenía el brillo de lo antiguo, su nieta Ariadna le preparó la espuma y un pomo con agua tibia para que la navaja resbalara sin mucha dificultad. Así fue. El tío, con cuidado tomó la navaja con la mano derecha y fue repasando su rostro como si en lugar de podar estuviese cardando una oveja querida. Ariadna abrió un frasco con alcohol, echó un generoso chorro en sus dos manos y las untó en la piel que lucía como autopista en día de inauguración. Ah, al tío no le bastaron dos noches de arrepentimiento. En cuanto salió al patio, Kalimán (el perro doberman) lo vio, le ladró como si fuese un demonio y se le echó encima. Las hijas que, en la cocina preparaban los tamales para celebrar el día de San Juditas, oyeron los ladridos y salieron a ver qué ocurría. Juana y Toña, las dos hijas vieron que Ariadna tenía una mano en el brazo del hombre y dedujeron que el hombre era un delincuente, ¡un secuestrador!, que trataba de llevarse a la nieta de Patioclo. Ambas gritaron y, sin dudar, corrieron a la cocina, tomaron, con dos trapos, la olla con agua hirviendo y salieron para patear al perro y echar el agua al cuerpo del delincuente. Ah, al tío no le bastaron las dos noches en el hospital donde, después que Ariadna reveló la identidad, fue atendido de las quemaduras de segundo grado, en pecho y brazos. Por fortuna, dijo la tía Hermisenda, su esposo logró cubrirse el rostro, porque de lo contrario, ese cutis de culito de niño recién nacido hubiese quedado como cara de momia de Guanajuato.
En estas anécdotas se advierte la necesidad del ser humano por propiciar cambios, por ser parte de las transformaciones, pero sucede que algunos no resultan como se esperaban. Estos sucesos caseros parecen reflejar lo que a nivel mundial relata la Historia. Las grandes Revoluciones, en lugar de ser esos rostros tersos como nalga de niño, han terminado siendo nalgas aguadas de vieja de ochenta y nueve. A veces más vale rostro barbado que rostro nuevo por conocer.

miércoles, 4 de noviembre de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE HAY UN LLAMADOR




María debe tocar. Debe tocar porque la vocación de una puerta, además de abrirse y cerrarse, es recibir los toques. Si no fuera por el toque, los de casa, los de adentro, no sabrían que alguien desea algo. ¡Ah, qué bonita vocación de la puerta! Se asemeja a la campana. Cuando alguien de casa oye el toque, deja de hacer lo que hace, se limpia las manos con un trapo, camina por el patio (lleno de macetas con helechos) y pregunta: “¿Quién?”. Esta pregunta en apariencia sencilla reúne muchos misterios. Puede sintetizarse en dos caminos: es la vida o es la muerte. Porque en muchas ocasiones (las más, gracias a Dios) la vida es la que ronda la casa, pero, a veces (qué pena) es la muerte. Quien toca responde: “Soy yo”, y quien está adentro reconoce la voz, no hay necesidad de decir más. Quien toca dice: “Soy yo”, no tanto para que quien está adentro lo reconozca, sino para reconocerse ella misma. Decir soy yo, es como decir Sé quién soy.
María debe tocar. Debe tocar porque su mamá le dijo que fuera a casa de la tía Rosalinda y avisara que don Romualdo falleció en la madrugada. María no quisiera ser emisaria de esa noticia. Pero ya dijimos que, a veces, la muerte es quien toca.
María debe tocar, pero se resiste a hacerlo. Desde hace dos minutos, tal vez un poco más, está parada frente a la puerta, está como fuera de este mundo. Mira con atención la puerta. Porque (ya todo mundo la vio), esta puerta no es una puerta común. ¿Ya vieron cuántas hendiduras? ¿Ya vieron cuántas arrugas? Las puertas que hoy fabrican carecen de estos atributos. Esta es una puerta antigua, tiene chapetones fabricados por los herreros del rumbo de Las Siete Esquinas.
María está a punto de tocar el llamador para levantarlo y, con insistencia, tocar. Pero no lo hace, porque está sorprendida ante la belleza de la puerta. Sabe que si toca la mujer de adentro preguntará ¿quién?, y, después de un tiempo breve, abrirá la puerta. Ah, son tan bellas las puertas que están clausuradas, las que, por algún motivo, olvidaron su otra vocación, la de abrirse. Por lo regular, las puertas ancianas son las que olvidan abrirse; son las jóvenes las que, a toda hora, se abren y se cierran. Ah, cómo se parecen las puertas jóvenes a las muchachas bonitas de estos tiempos.
María debe tocar para avisar a la tía Rosalinda que don Romualdo murió esta madrugada, pero no toca, permanece con las manos adentro de las bolsas de su pantalón. Mira la belleza de la puerta, de esta puerta antigua. María se pregunta por qué la llave está prendida. ¿Acaso la dejaron para que ella le dé vuelta y abra? ¿Acaso quieren cambiarle de vocación, también, al llamador? Por lo regular, las llaves permanecían en un bolso y sólo se sacaban cuando las propietarias de la casa estaban frente a la puerta. ¿Por qué esta llave se quedó prendida para siempre?
María debe tocar porque debe cumplir el encargo de su mamá, pero parece que no está dispuesta a cumplir con la encomienda. Ya han pasado más de cuatro minutos y ella sigue allí, parada como estatua, sigue fascinada con la puerta. Sabe que quien fabricó esos rosetones los hizo para que ella los viera, para que los vieran todos los que pasan frente a la puerta.
Cuando la puerta se abre, la puerta pierde su principal vocación: la de impedir el paso. Porque si la vocación original fuera la de ceder el paso, las casas no tendrían puertas, bastaría con dejar un hueco para que la gente (y los animales) entraran y salieran con toda libertad. Pero esto no es así, ¡no! Las puertas tienen como vocación original la de impedir que alguien entre. Por esto, los de adentro preguntan: ¿Quién? Si el que toca es una persona no grata, la puerta sigue clausurada.
Por ello, María no toca, a pesar de que debe tocar. Sabe que está siendo respetuosa con la condición natural de esa puerta magnífica. Por ello, cuando la de adentro, la tía Rosalinda, pregunta: ¿Quién?, María responde: “Soy María. Dice mi mamá que te dijera que hoy en la mañana murió don Romualdo”. María cumple con el cometido y echa a correr. Ya cumplió con el encargo. Corre porque no quiere ver la puerta a la hora que se abra, para que la tía asome la cabeza y diga: “Pero, niña, ¿por qué no pasás? Eh, ¿por qué te vas? Ay, esta niña, se va a mojar bajo este tremendo aguacero”.

lunes, 2 de noviembre de 2015

A MITAD DE UNA CALLE




Tío Manuel se paró a mitad de la calle y me dijo: “¿Qué mirás?”. Yo iba a responder, pero él se adelantó: “Antes, desde acá se miraba la Ciénega”. Antes significa los años cincuenta del siglo pasado. “Ahora ya no se mira nada de eso. Ah, la Ciénega tenía miles de garzas, miles, no es broma. Yo iba de muchachito y me metía a la Ciénega, me arremangaba el pantalón y me dedicaba a buscar shashibes”. Yo iba a preguntar qué cosa eran los shashibes, pero él, de nuevo, me interrumpe: “Los shashibes eran culebras de agua, no hacían nada. Mi mamá siempre me regañaba y hacía que yo las echara de casa, pero yo las llevaba al sitio y ahí las dejaba. En ese tiempo, las casas tenían sitio, lleno de árboles y de tapescos con chayotes. ¿Qué tal ahora? Vivimos como en la Ciudad de México, en casas de interés social, en cuartos tan pequeños como el hoyo de mi culo”.
Regresé a la mañana siguiente, me paré en el mismo lugar y me pregunté: “¿Qué mirás?”. El tío Manuel no lo sabe con precisión, pero su pregunta es la pregunta esencial para la vida: ¿Qué miramos? Cada hombre y cada mujer miran diferente. Cada ser humano hace su propia lectura. Ahora ya no se ve la Ciénega, ahora ya no se ve el espejo de agua que albergaba “miles” de garzas según el decir del tío. Ahora vemos un espejo de tierra, apenas tachonado por el verde de los árboles, porque (diría el tío) ahora ya ni siquiera está tupido de árboles, ahora hay muchas manchas y muchos huecos porque los hombres de estos tiempos escarban las montañas para extraer la piedra y la arena para las construcciones.
El tío habla de un Comitán lejano. Habla de un tiempo en el que no existía luz eléctrica. Cuando el tío se paraba en el mismo sitio veía la Ciénega llena de shashibes, pero no miraba las lámparas que ahora vemos. Acá, en primer plano vemos una lámpara con un foco ahorrador. ¿Qué mirarán los hombres y mujeres en el año 2050 cuando se paren donde nosotros nos paramos?
Si algo podemos rescatar del tiempo del tío Manuel es la techumbre de la casa parroquial y los árboles que están sembrados en el parque.
¿Qué miro? Miro la escultura en metal, con la cúspide retorcida, como si fuese un camino sinuoso que debemos recorrer. Porque un día (o una tarde, vaya uno a saber) a Luis Aguilar (nuestro escultor) se le ocurrió hacer un simposio de escultura en metal y llegaron artistas de muchas partes del mundo, y cuentan los que vivieron esos tiempos (recientes) la ciudad se llenó de oficiantes que hicieron su obra en las calles y plazas de Comitán. Un día, los artistas se fueron y dejaron sus obras, un poco como si dejaran parte de ellos para que el corazón de nuestro pueblo rescatase algo de aquellos miles de garzas que, cuenta el tío Manuel, tuvo la Ciénega.
Si ahora me paro en ese punto, ya no veo el espejo de agua, ahora veo un espejo de tierra, pero, también, que fortuna, un espejo de metal que es como un camino que se levanta en el aire. Porque eso sí, coincidimos con el tío, lo que el tiempo no ha podido robar a este pueblo es su aire. El tío y yo nos paramos a mitad de la calle y él y yo henchimos nuestros pulmones con este aire bendito y en esas inhalaciones nos chupamos todo el cielo de Comitán.
El tío a veces bromea y dice que las culebras de agua subieron al pueblo y ahora andan por las calles y cuando pasa la fulana de tal dice que ella es una de las más chismosas. Yo sigo la broma y pregunto si siguen siendo inofensivas. El tío ríe y dice que las de la Ciénega eran como más calladas. Nada agrego. Inhalo, exhalo. Hay sustancias inalterables. El aire, por ejemplo.

domingo, 1 de noviembre de 2015

MISA DE PÁJAROS




Garrincha y su plebe lo hicieron por travesura. Una tarde amarraron a don Alfonso en el confesionario. Jugando jugando lo llevaron hasta el confesionario y, en bolita, lo amarraron, le pusieron una cinta en su boca y le dijeron: “¡Volvemos!”. El pobre viejo se retorcía como lombriz, mientras los cuatro muchachos corrían por la nave del templo que, a esa hora, estaba sin fieles. Hay una hora en que los templos se quedan solos y sólo se escucha el chisporroteo de las velas. Forzaron las armellas, quitaron el candado y, como si fuese soldados, subieron marchando por la escalera de ladrillos húmedos. “Uno, dos, uno, dos”, hasta llegar al campanario. Ahí, con una tenaza, cortaron la cadena que sostenía el badajo de la campana que, todas las tardes, don Alfonso usaba para dar los repiques llamando a misa. En lugar del badajo colocaron un revoltijo de lazos. Garrincha y su plebe lo hicieron por travesura. La idea nació una tarde en que platicaban y fumaban en una banca del parque, a la hora en que cientos de pájaros se arremolinaban en busca de cobijo para pasar la noche. Ah, qué bulla tan de fiesta, hacían los pájaros.
El tripas dijo que le gustaba el sonido de las campanas, dijo que había crecido con ese sonido, porque su casa estaba a una cuadra del templo. El chanfaina, que siempre ha sido el más molestoso de la plebe, puso su mano sobre el frente de su pantalón y dijo: “Acá está tu badajo, papacito” y todos gozaron la leperada. Fue cuando Garrincha preguntó qué sentían los sordos a la hora que tocaban las campanas. Nada, dijo El Tripas, qué van a sentir, si nada oyen. Y de nuevo, El chanfaina se tocó y dijo: “¿Querés sentir?”. Ya nadie festejó su gracejada, porque Garrincha preguntó cómo sería una campana para sordos. La pasita dijo que era una estupidez pensar en una campana para sordos, para qué serviría. Garrincha sacó una cajetilla de cigarros, tomó uno, lo prendió y echó el humo sobre la cara de La pasita, dijo que los sordos sienten las vibraciones. El chanfaina, ¡ah, qué obsesivo!, volvió a tocarse y dijo: “Acá está tu vibrador, papito”. Todos volvieron a ignorarlo, porque El tripas contaba que vio una película en donde un sordo ponía las manos sobre una bocina para sentir la música. Claro, dijo La pasita, el sonido está compuesto de ondas. ¡Qué onda!, dijo El chanfaina y le pidió un cigarro a Garrincha, quien no le hizo caso, porque estaba viendo la torre del templo y miraba a don Alfonso que, con una mano apoyada sobre la pared y con la otra en el lazo, iniciaba el primer toque para misa de siete. Fue cuando tuvo la idea. ¿Y por qué no hacemos una campana para sordos? Sí, dijo El tripas, hagamos una campana para Emiliano, que por una vez en su vida sienta cómo es el sonido de una campana. Y fue cuando Garrincha dijo que subirían a la torre, quitarían el badajo, harían uno con lazo y llevarían a Emiliano para que pusiera sus manos y sintiera el sonido de una campana para sordos. El tripas levantó los brazos y dijo que sería la primera campana para sordos del mundo. Garrincha tiró la colilla y dijo ¡manos a la obra! La tarde siguiente esperaron que don Alfonso prendiera los cirios y, en bolita, lo llevaron hasta el confesionario. Al principio, don Alfonso rio, pidió que no lo molestaran, pero todavía seguía el juego al que lo obligaban los muchachos; cuando éstos hicieron más pequeño el círculo y tomaron al viejo de los brazos, inmovilizándolo, el viejo comenzó a gritar (sin decir palabras altisonantes, pues no podía ofender al Altísimo), fue cuando La pasita (como lo habían planeado) sacó la cinta de la bolsa trasera de su pantalón y le cubrió la boca. Ya luego, El tripas y El chanfaina lo ataron, como si fuera un tamal de bola, lo llevaron hasta el confesionario y lo aventaron como si fuera un bulto de maíz en una troje. Garrincha, con señas, llamó a Emiliano y los cinco muchachos subieron al campanario. Emiliano nunca había estado ahí arriba, miró el cielo, las frondas de los árboles y los cientos de pájaros que hacían sus circunvoluciones en el aire limpio de esa tarde. Dejó que La pasita le pusiera las dos manos sobre un costado frío de la campana de bronce y esperó, esperó que Garrincha, con una cuerda llevara de un lado a otro el badajo de lazo. Este revoltijo de lazos comenzó a golpear las paredes internas de la campana y el golpeteo leve hizo que el cobre lanzara vibraciones sobre las palmas de Emiliano que sintió un escozor como si cientos de hormigas caminaran sobre sus manos. Emilio sintió cosquillas. El Tripas señaló a Emiliano y, sonriendo, dijo que éste estaba oyendo la música de la campana. El chanfaina dijo que era la primera vez en la historia que sucedía algo semejante y agregó que eso se debía a ellos, que eran unos chingones y abrazó a Emiliano, mientras éste seguía con las manos sobre la campana que seguía resonando por el movimiento del badajo de lazo. La pasita oyó un ruido como de viento y miró hacia el cielo y vio cientos de pájaros que se dirigían al templo, a la entrada. La pasita se hincó, puso las manos sobre el pretil y sacó su cabeza por el arco del campanario y vio que esos cientos de pájaros entraban al templo, en un hecho insólito, más insólito que el propio sonido de la campana de sordos. ¡Están entrando a la iglesia!, gritó La pasita y todos vieron los cientos de aves que volaban y entraban al templo. Garrincha dejó su oficio de campanero, Armando se hincó al lado de La pasita, El tripas dijo que no podía creerlo y el chanfaina dijo que eso también era la primera vez que ocurría en el mundo. La pasita dijo que era como si los pájaros hubieran sido convocados a misa.
Bajaron. Vieron cientos de pájaros. Todo estaba en silencio. Las aves se movían, pero apenas batían las alas. Estaban parados sobre las bancas de madera, sobre los respaldos, sobre los asientos; otros cientos estaban posados en los arremetidos de los ventanales; y cientos, casi miles, estaban en el piso de madera, como si buscaran comida sin buscarla, porque sus cabezas estaban dirigidas hacia el altar. Todas las aves veían hacia el altar. Cualquier creyente podría decir que miraban hacia donde estaba la paloma que, cuentan, simboliza al Espíritu Santo. Era impresionante ver que el único lugar que no había sido invadido por los pájaros era la mesa de mármol donde, cada noche, oficia misa el padre Óscar.
La pasita tomó del brazo a Garrincha y, en voz baja, dijo: Ya es hora de sacar a don Alfonso. El tripas y el chanfaina entraron al confesionario, desamarraron a don Alfonso. Cuando éste estuvo libre abrió la boca para proferir la primera maldición, pero se quedó mudo cuando vio cientos y cientos de pájaros adentro del templo.