jueves, 6 de agosto de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA QUE EN COMITÁN HUBO UN CONGRESO NACIONAL




Querida Mariana: tío Lacho fue cronista. Inventó un verbo raro: “Todo lo cronico, hijo”, decía.
El pasado domingo 2 de agosto decenas de cronistas de todo el país llegaron a Comitán, participaron en el Trigésimo Octavo Congreso Nacional de Cronistas de Ciudades Mexicanas. Sin duda, fue el acto más importante de los tres últimos años. ¿Por qué? Imaginá a decenas y decenas de cronistas reunidos en un solo lugar. Los cronistas son hombres y mujeres relevantes en sus lugares de origen. Lo saben casi todo de sus pueblos y consignan los hechos actuales más importantes. Siempre se dice que sin la presencia de Bernal Díaz del Castillo, cronista natural de la España conquistadora, las personas de estos tiempos no tuviésemos el relato de La Conquista.
Los cronistas señalaron que no son historiadores, pero sí consignan los hechos que servirán para que los historiadores formen la Historia, que, por lo regular, se escribe con H mayúscula, porque es la que corresponde a todos.
El Congreso fue un acto magno. Decenas de cronistas de todo el país llegaron a Comitán. Jamás había sucedido tal conjunción de talentos. ¿Vos sabés de algo similar? No. En nuestra ciudad, ¡por fortuna! se celebra, año con año, el Congreso Médico Internacional México-Guatemala, al que acuden médicos del sureste mexicano y médicos del país vecino, pero ahí debés parar de contar. No hay más. Por eso, los comitecos convirtieron en botana el tema de que el Salón de Convenciones jamás albergó una convención. El Salón de Convenciones sirvió para festejos de quince años, bodas y para graduaciones escolares.
Los comitecos conocemos a nuestros cronistas locales. Todo mundo sabe que doña Lolita Albores fue la cronista, durante muchos años, hasta el día de su muerte. Ella tenía una memoria privilegiada (parece que esto debe ser un requisito indispensable, para recordar fechas, personajes y acontecimientos). Actualmente existe un Consejo de la Crónica y, además, hay cronistas naturales que se han autodenominado independientes. Estos últimos no se meten en ajos grupales, vuelan libres, como ancolines, pero realizan una importante labor: la de preservar nuestros rasgos de identidad. Asimismo identificamos a los cronistas de Chiapas. Entre los asistentes a este trigésimo octavo Congreso estuvo Marco Antonio Orozco Zuarth, flamante Presidente Nacional de la agrupación, asimismo José Luis Castro Aguilar (quien recientemente obtuvo el Premio Nacional por obra publicada, con su libro “Bosquejos históricos de Tuxtla Gutiérrez”) y la tonalteca Sofía Mireles Gavito. También anduvo revoloteando Agustín (Tincho) Duvalier, periodista chiapaneco que celebró el año pasado cincuenta años de ejercer su oficio periodístico. Agustín es hijo del poeta chiapaneco Armando Duvalier, creador de la poesía alquimista. ¿Quién no recuerda su poema “La niña y su hipotenusa”? (“La niña llega al jardín; / sonríe y se pone a cantar con su lampiña hipotenusa. / Niña aligera; hipotenusa cúbica…”).
Tío Lacho, todas las mañanas, sacaba una silla al corredor y escribía en la libreta de turno. A Mario y a mí nos decía: “Vayan al patio y díganme cómo amanecieron las piedras”, y nosotros corríamos. Al regreso informábamos que todo estaba bien, que las piedras aún dormían, y él reía, se retorcía el bigote y escribía, escribía. ¿Qué tanto escribís, tío?, preguntábamos y él decía que contaba de las cosas del mundo, “cronico todo”, aseguraba.
Los cronistas se fascinaron con el pueblo. Comitán es un pueblo seductor. Estuvieron contentos y se fueron contentos. Estoy seguro que permanecerán contentos durante toda su vida. Nuestro Presidente Municipal les dio la bienvenida en el Teatro Junchavín y se quedó durante todo el acto protocolario. Los cronistas de toda la república agradecieron el gesto de que la primera autoridad de nuestro municipio los acompañara.
Casi al final de la declaratoria inaugural (antes de que los cronistas fueran a sus mesas de trabajo), el maestro de ceremonia dijo que, de acuerdo con el orden del día, era momento para que los cronistas que tuvieran gusto donaran libros para la Biblioteca Regional Rosario Castellanos Figueroa. Ah, qué rebumbio de manos alzadas, que de libros en el aire como palomas. Los cronistas mencionaban el nombre de sus estados: “Zacatecas”, “Baja California”… y caminaban hacia el escenario donde el Presidente de Comitán, con una sonrisa a punto de lluvia, recibía esos libros, en medio de la alegría y de los aplausos de esos hombres y mujeres que bendecían esta tierra con sus palabras envueltas en libros.
Y Agustín Duvalier me preguntaba por el maestro Julio Avendaño, a quien había saludado apenas dos o tres minutos antes. Ah, era tanta la gente que todo mundo se perdía. “¿Y Julio?”, preguntaba Agustín y yo le decía que ya no estaba, y quería bromear y le decía que ya se había ido y que estábamos en agosto. Y él, nervioso, rascándose una pierna, insistía: “¿Y Julio?”.
Y julio se había ido y ya agosto mostraba su cara, no detrás de la cortina sino a mitad de un escenario, donde el Maestro Orozco Zuarth entregaba el pergamino donde Comitán fue declarada Capital Nacional de la Crónica y el Presidente y el Secretario Municipales recibían emocionados tal distinción, en nombre del pueblo comiteco.
Tres ciudades de Chiapas tuvieron el privilegio de recibir a los cronistas del país: San Cristóbal de Las Casas, Tuxtla Gutiérrez y nuestro pueblo. Todo ello fue gracias al trabajo de Marco Antonio Orozco Zuarth.
Mi niña, ya los cronistas de Comitán se encargarán de hacer la crónica de ese día memorable. Qué lástima que tío Lacho ya no vive. Nos mandaría a Mario y a mí a que fuéramos a ver cómo estaban las nubes para que lo consignara en la libreta en turno. Ah, conjugaría el verbo que inventó: “Yo cronico, tú cronicas, él cronica,…” Sí, querida Mariana, el tío cronicaba todo, todo, incluso relataba la vida de las piedras y de las hierbas.

miércoles, 5 de agosto de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA CON UNA PLANTA DE LUZ ATRAPADA




La cuadrilla de empleados llegó. Mazos, martillos y destornilladores aparecieron. Las indicaciones eran precisas: encerrar a la planta. Pero ¿qué había hecho la planta para merecer tal castigo? Hubo dos versiones, la primera decía que era una planta carnívora; la segunda versión decía que era la planta del pie de Hulk. Las dos versiones eran contundentes. La población estuvo temerosa. Caminaban por la otra banqueta. Los niños, tomados de las manos de sus mamás, preguntaban si esa planta era mala y podía comérselos y las mamás decían que sí, que si no se portaban bien, se los comerían. Los niños temblaban, cerraban los ojos y decían que no querían morir. Ah, bueno, decían las mamás, entonces deben terminar toda la sopa. ¿Entendido? Y los niños cuando llegaban a casa, se lavaban las manos, se sentaban ante la mesa y las mamás les servían el plato hondo con la sopa de berros, cerraban los ojos, cogían la cuchara y tomaban la sopa hasta terminarla. Algunas arcadas aparecían, pero ellos las superaban, todo con tal de no morir en manos (perdón, el término es incorrecto), todo por no morir en los gajos de esa planta carnívora.
La cuadrilla de albañiles comenzó su labor. Un albañil se colocó unos guantes de cuero y un traje metálico (semejante a los trajes que usaban los buzos a principios del siglo XX); con un pico abrió un hoyo a mitad de la banqueta, en el corazón de la piedra laja, alrededor de la planta que, como si fuese un pulpo gigante, movía sus gajos de un lado para otro. Cuando el hueco estuvo listo, otro albañil, en un movimiento exacto de jugador de ajedrez, colocó el tubo metálico que aprisionó a la planta maligna. De inmediato, los demás albañiles se tiraron sobre las lajas y sujetaron la celda. El jefe de la cuadrilla pidió un destornillador eléctrico y, como si fuese un cambiador de llantas de autos de fórmula uno, atornilló los ocho tornillos de tungsteno. La multitud que, desde la banqueta contraria veía cada movimiento, aplaudió a rabiar. La planta maligna había sido atrapada. Las personas ya podían caminar sin problema. Las mamás se alegraron, pero luego dijeron que se habían quedado sin un pretexto para obligar a los niños a ser obedientes. A las mamás no les quedó más que hacer uso del tradicional chicote para lograr que los niños terminaran la sopa de berros.
Durante mucho tiempo la gente del pueblo vivió tranquila. La televisión nacional transmitió un reportaje (en horario estelar) donde narró, paso a paso, cómo la comunidad había logrado vencer ese peligro. Todo era armonía, en las fiestas sonaba la marimba, la gente bailaba y tomaba copitas de licor. Hasta que una mañana, en el noticiario radiofónico, el Doctor Armando De León Hidalgo (reputado investigador de la UNAM) lanzó una pregunta: ¿Por qué la planta no muere? Si la planta había sido encapsulada, lo más lógico era que la falta de aire y de alimento provocara su muerte. Tres años habían pasado y la planta (según se ve en esta fotografía) seguía “vivita y coleando”. El investigador dijo que dos de los tornillos ya habían cedido a la presión interna y estaban a punto de salir expulsados como si fuesen corchos de botella de vino espumoso. Además, el investigador dijo que la tonalidad de la planta había cambiado, esas vetas amarillas indicaban que la planta estaba en un proceso de regeneración y, como si fuese volcán, estaba a punto de hacer erupción. La armonía del pueblo cesó. Los niños volvieron a temer y las mamás aprovecharon para que, bajo chantajes, terminaran la sopa de berros.
La cuadrilla de empleados llegó. Las instrucciones eran precisas: con un destornillador eléctrico, debían volver a atornillar los tornillos a punto de expulsión. El jefe de la cuadrilla se colocó una máscara antigases y un par de guantes de cuero, tomó el destornillador, lo prendió e hizo presión. ¡Nada! El tornillo no se movió. El hombre hizo presión, inclinó más su cuerpo, pero nada sucedió. Bueno, sí sucedió algo, el hombre vio que la planta se removía como si fuese un sargazo, como si el aire comprimido de la celda fuese un mar. El hombre se dio por vencido.
Ayer, la televisión nacional transmitió un reportaje alarmante: la planta está viva, crece y hace presión hacia arriba. El Doctor De León fue entrevistado y dijo que la posible solución puede ser colocar encima de la trampa un pilote de cemento, pero existe el riesgo de que la planta, con la fuerza acumulada tumbe dicho pilote y éste, al caer sobre las líneas de conducción de la energía, provoque un corto circuito que deje sin energía eléctrica a toda la población y provoque incendios que arrasen con la ciudad.
Los niños, temerosos, terminan la sopa de berros que, ahora, tiene un color amarillo, un color de hoja de planta carnívora.

lunes, 3 de agosto de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE UN PIE FLORECE




Es un arriate del parque. Es día de feria. Las personas suben al arriate para ver los carros alegóricos. Dos muchachas bonitas llegan y se paran. La más cercana lleva tenis. Los tenis son zapatos que tienen forma de lancha. Los tenis son como cayucos y las piernas de las muchachas son las velas que ayudan a moverse. Los tenis (nos enseñaron en la escuela primaria) sirven para hacer deporte. Cuando nos tocaba la materia, el maestro (siempre con camiseta ajustada y sudadera) nos decía que debíamos portar el uniforme y los zapatos tenis. En los años sesenta todo mundo buscaba el diseño clásico que hoy sigue ostentando el tenis Converse. En ese tiempo, los tenis más buscados se llamaban Tenis Súper Faro. El otro día, Mariano dijo que los Súper Faro eran como la versión pobre de los Converse. ¡Ay, Señor! Ahora, hay mil marcas y algunos tenis son tan sofisticados que parecen breves naves espaciales. Ahora es tal la confusión que no sólo sirven para el deporte. Esa mañana de feria, después de la muchacha bonita de los tenis de lancha, subió una muchacha con “tenis para fiesta”. Ya hubiese querido ver la reacción del Maestro Víctor a la hora que una estudiante asomara con un par de tenis ¡con tacones! Recordé el diseño de los zapatos de los años sesenta, porque, después de todo, ostentaban el diseño clásico.
¿Cuál es la diferencia entre un zapato común y un zapato deportivo? Aparte del diseño, ¡la tela! Los tenis siempre han sido de loneta. ¡Esa es la gran diferencia! En Comitán fabricaban botines y zapatos ¡de piel! El tío Ramiro, en su talabartería, diseñaba zapatos con piel de víbora o de cocodrilo. Una vez, Raúl caminó por las calles de Comitán con un par de zapatos que compró en Holanda (zuecos) hechos totalmente ¡de madera! Ah, fue casi casi la atracción del siglo. A diferencia de los tenis que usan agujetas kilométricas, los zuecos de Raúl no necesitaban cordón alguno.
A los jóvenes y a los viejos les encanta usar tenis. A los primeros porque son casi sexis y a los segundos porque son tan cómodos. No imagino a Raúl (de viejo) usando zuecos. Debe ser muy difícil levantar los pies con tanto peso.
Los primeros tenis que subieron al arriate no me llamaron la atención. Mi atención fue concentrada en ese par de chamorros que sostenían unas piernas bellas. El segundo par de tenis sí llamó mi atención. Llamó mi atención el hecho de que fueran tenis y llevaran tacones. Además, me sorprendió que la loneta tuviese un diseño floral, era como si se integrara a la perfección en ese espacio lleno de verdes y de ramitas. Los chamorros de esta muchacha no eran tan sugerentes como la de la primera niña. La primera niña tenía un par de calcetines cortos especiales para este tipo de calzado. Apenas se veía el borde de la calceta. Imaginé que lo mismo sucedía con su pants ajustado. No pude evitarlo. Subí mi mirada y, ¡eureka!, en la cintura aparecía el borde de una pantaletita de color azul. Todo era una sugerencia, en medio del festejo de la feria.
El inventor del tenis jamás imaginó que este tipo de zapatos tendría tacones. El maestro Víctor jamás imaginó tal exceso. Bueno, el maestro Víctor jamás imaginó que un par de tenis llegara a costar casi cuatro mil pesos. Hoy existen mil marcas que pelean el mercado. Los jóvenes de hoy buscan los Converse, los Nike, los Puma y los Mercurial.
A mí me sigue gustando el diseño de los Converse (los Súper Faro de mi tiempo). Y no me desagrada (ya lo pensé bien) un par de tenis con tacón y diseño floral si la propietaria tiene un clásico par de chamorros bien puestos.

domingo, 2 de agosto de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE APARECE EL MUSHUC DE COMITÁN




Querida Mariana: vos sabés que mushuc significa ombligo o cordón umbilical. Acá, en esta fotografía, se ve el ombligo de Comitán. Disculpá, pero este es el Comitán que es como mi mushuc, como mi cordón espiritual, el centro que me definió.
Esta fotografía la subió Francisco Gordillo, tal vez con el mismo sentimiento con el que muchos la vemos. El sentimiento de haber tenido algo que ahora ya no existe. Basta ver un pilar de esos, un letrero de esos, un arco, para descubrir que una vez tuvimos algo que era bello y que era nuestro. ¿Mirás al señor que camina con rumbo a la presidencia, el que está a punto de subir un pie a la banqueta? Bueno, pues así, con igual donaire caminé esas calles, esas banquetas, esos portales. Uso la palabra donaire porque es una de las palabras más bellas del idioma español. Donaire, casi como si dijéramos: don del aire. ¿Cuál es el don del aire? ¿Cuál es el don de ese hilo invisible que permite la vida?
Lo tuvimos. Ah, qué verbo tan en pasado, tan sin futuro. Este espacio fue como mi abuelo. Mi abuelo ya no existe físicamente, un día murió, como dicen los sabios que muere todo lo que tiene vida. Ah, si uno fuera piedra, si fuera de piedra, no habría necesidad de recurrir a la muerte. Pero como no somos piedra ni nube, como somos varitas llenas de aire que al menor pinchazo nos desinflamos, por ello es que una fotografía sencilla nos catapulta a lo más alto de la cima de nuestra alma. Porque, niña mía, la tía Eugenia decía que nuestro espíritu es como una montaña, pocos son los que alcanzan lo más alto. Ella decía que cuando nacemos, hay algunos espíritus selectos (los Almas Grandes) que nacen muy cerca de lo más alto. Ah, pobres aquellos que nacen en la falda del espíritu, ¡les cuesta tanto ascender! Lo más que logran es llegar a la mitad, al lugar donde nacen los grandes de espíritu. Por esto, en la calle, en los cafés, en los parques, en las escuelas, ¡en los trabajos!, vemos tantos y tantas que parecen arrastrarse, saben que jamás alcanzarán la cima. Por eso tienen una cara de fastidio.
Nosotros (no lo supimos en ese entonces), los que caminamos el Comitán de esta fotografía, nacimos con el espíritu inflamado. La luz fue una sustancia que nos era común y que nos era apreciada. ¿Alcanzás a mirar cómo se derrama la luz en esta fotografía? Se derrama de tal manera que la sombra del hombre es apenas una cinta y la sombra del auto estacionado no es más que una casilla para jugar rayuela. ¡Éramos felices! Hoy, recordamos al abuelo que tuvimos, al que nos contó cuentos y nos llevó a jugar volados en ese mismo espacio y que, una tarde, nos invitó un chocolate en el negocio de don Arturo Rivera Alfaro. ¿Si ves el anuncio pintado en lo alto del arco? ¡Ara! “Ara” era el nombre de la negociación. En ese tiempo, la gente no se quebraba la cabeza para bautizar sus negocios: Ara: Arturo Rivera Alfaro, y punto y aparte. ¿Los negocios de hoy? Los negocios de hoy deben llevar (según los cánones de la mercadotecnia) un apóstrofo y algún término inglés para que suene chic. ¿Qué significa Oxxo? ¿Quién sabe? Ara tenía un significado muy cercano, eran las iniciales del señor que respondía a nuestro saludo cada vez que entrábamos a su negocio. Era un hombre de carne y hueso, tenía una personalidad propia. Entrábamos y decíamos: “Buenas tardes, don Arturito”, y él respondía. Así, de la misma manera, era nuestro diálogo con este espacio. Nosotros le hablábamos al Centro y éste nos respondía. No nos moríamos por ver (como ahora) la fachada del templo. ¡No! Nos gustaba el misterio que guardaba esa manzana que derruyeron. Caminábamos y de pronto, al dar vuelta a la esquina, nos topábamos con un remate visual insólito: ¡la fachada del templo! Era como si el juego consistiera en hallar lo que estaba detrás del baúl. Ese era el juego de la vida, de nuestra vida.
Perdón, sé que a vos nada te dice esta fotografía, porque vos ya naciste en estos tiempos en que el parque es amplio y permite ver la fachada del templo sin “estorbos”. Dios mío, ¿cómo decirte que ese estorbo era el corazón de nuestro Comitán y que cuando tiraron la manzana casi casi nos dejaron sin ese latido? ¿Cómo explicarte que ese Comitán caminaba con los signos de modernidad, pero acunaba eso que ahora se llama tradición? Ahora, ¿en dónde está la tradición? Da pena decirlo, da vergüenza reconocerlo, pero nuestro pueblo cada vez más toma facha de esos pueblos planos llenos de lugares uniformes. En cada esquina encontrás un Oxxo. ¿Cómo podés tener referentes si todo es tan pan revuelto en la misma harina?
Acá, niña querida, quedó enterrado nuestro mushuc. Duele saber que el mushuc se entierra. El ombligo debía ser como un papalote, volando por todos los cielos.
Así como ves a este señor, cruzando la calle, a punto de subir a la banqueta, así estuve yo una tarde, muchas tardes, muchas nubes. ¿Cómo puedo caminar con donaire ahora si ya el don del aire está enrarecido, como si alguien vomitara smog, como si alguien pinchara nuestros globos?

sábado, 1 de agosto de 2015

CARTA A MARIANA, CON VUELO DE PAPALOTES



Querida Mariana: ¿cómo se define a un barrio? ¿Quién determina los límites y los nombres de los barrios? Uf, son muchas preguntas, por eso nada más hago otra: ¿por qué ahora ya no aparecen barrios sino colonias o fraccionamientos?
Pregunto esto porque el otro día vi un programa de feria del año 1937 en donde “La junta procuradora de mejoras materiales” invita a la gran feria del Barrio de La Corregidora. En 1937, el barrio que hoy conocemos como barrio de San Sebastián llevaba el nombre de La Corregidora. ¿En qué momento se cambió? Ah, no sé, esto es materia de investigación de los cronistas. Pero sí llama la atención que cuando todo apuntaba a cambiar los nombres religiosos por nombres civiles, en este caso haya sido al contrario. Recuerdo que cuando era adolescente iba a San Francisco, comunidad cercana a Comitán que ahora se llama Abelardo L. Rodríguez.
Si me preguntás yo digo que me gusta la palabra barrio, como que ayuda más a la idea de pueblo mágico que ostentamos. Los términos de colonia o de fraccionamiento van más con las grandes ciudades. La ciudad de Guatemala se divide en Departamentos y la ciudad de París se divide en Arrondissements, así como la Ciudad de México se divide en Delegaciones. ¿Cómo se divide Comitán?
No comprendo bien a bien cómo se establece un barrio. Entiendo que un barrio es el segmento de una población. Sin duda que los nombres de los barrios nos dicen mucho de la historia de las poblaciones. En San Cristóbal de Las Casas encontramos el nombre del barrio de San Ramón (que alude a un santo católico) junto a nombres como el de barrio del Cerrillo (que debe referirse a su conformación topográfica), así como el barrio de Mexicanos (andá a saber por qué se llama así). En Comitán también hallamos una mezcla sabrosa de nombres de barrios. A mí me gusta mucho el nombre del barrio de La pilita seca (¡Dios mío!, ¿para qué sirve una pila seca?). Asimismo me encanta el nombre del barrio de Nicalococ, porque alude a nombres originales. ¿En qué parte del mundo, aparte de Comitán, hay un barrio que se llame Las Chilcas? ¡En ninguna otra parte! Es un nombre auténtico, maravilloso. Vicky dice que la chilca es el nombre de una planta cuyas ramas las usaban para hacer escobas, con las cuales barrían el interior de los hornos. Asimismo dice que se sigue usando para evitar que el frijol se pique, maceran las hojas de chilca y el polvo lo meten en las bolsas de frijol y los gorgojos no se atreven a entrar. ¡Ah, qué prodigio! Estos nombres son bellos, nuestros, únicos.
Si reviso mi credencial del IFE (ahora del INE) encuentro que mi domicilio está en el barrio de Guadalupe. En México no necesitamos decir más. Todo mundo sabe que este Guadalupe se refiere a la Virgen de Guadalupe. Vivo en el barrio donde está el templo de la Virgen. Cuando es su fiesta (mes de diciembre), mi barrio se llena de antorchistas con las caras llenas de hollín, con vestidos de manta que al inicio fue blanca. Ah, las calles de mi barrio se llenan de orines, de caca; su cielo se llena de cohetes y de un rebumbio ajeno a la tranquilidad cotidiana. No me quejo. Sé que lo mismo sucede en miles y miles de pueblos de México. Sí me sorprende el número de personas que llega a la basílica, en la Ciudad de México. Los noticiarios dan cuenta, año con año, de que los visitantes superan los cinco millones. El tío Romeo hace cuentas y dice que si cada peregrino da, en promedio, una limosna de diez pesos, entonces las autoridades de la basílica pepenan más de cincuenta millones de pesos. El tío sonríe con sorna y dice que para recaudación de un día ¡no está mal! ¡Nada mal!
Cada barrio tiene sus características propias. ¿Qué es el famoso “Herraje? ¿Ahora es una colonia, un barrio o un fraccionamiento? No lo sé. Pero hubo un tiempo en que fue algo así como un campito en donde las parejas iban a hacer travesuras en carros. El Herraje fue tan famoso como famosa fue la curva de la Zeta, con rumbo a Las Margaritas. Los novios calenturientos de los años ochenta iban al Herraje o a la curva de la Zeta a beber unos tragos, jugar cartas y, cuando ya entraba la noche, jugaban de prendas para tactearse. Ahora no creo que las parejas vayan a lugares descampados, debe ser muy peligroso. Por eso, en estos tiempos proliferan los moteles, lugares que han sustituido las aventuras en asientos posteriores de autos.
Digo que cada barrio tiene sus peculiaridades. Todo mundo sabe que Yalchivol es tradicional porque hay muchas personas que se dedican al oficio de hacer ladrillos y tejas. En los patios de las casas, al lado de la calle, se ve el tendal de ladrillos puestos a secar. De fondo están los zanjones con sus características laderas de color amarillo, de color barro. En la bajada al barrio de San Sebastián es tradición hallar las talabarterías. El caminante recibe los tufos de la piel recién curtida, piel que se convertirá en cinturón o en un porta navaja.
Cuentan que en el barrio de La Cruz Grande muchas personas se dedicaban a la matanza de cerdos, por eso, el ingenio popular llamó a ese barrio como barrio de los Cushes.
Rosario Castellanos menciona que en el barrio de Nicalococ, la gente iba a volar papalotes en los llanitos que antes había por ahí.
En el programa de feria de 1937 se anuncia, con bombo y platillo, las corridas de toros. La tauromaquia fue tradición del barrio. Se sabe que ahí, en donde ahora está el Centro de Salud, estuvo el patio de toros, al lado del famoso árbol de chulul. Posteriormente, la plaza de toros estuvo donde ahora está el parque infantil. Ningún otro barrio de Comitán se caracterizó por ello. Por eso, hoy todavía, algunos habitantes del barrio de San Sebastián, que en el mencionado programa se llamaba barrio de La Corregidora, se sienten orgullosos de haber propiciado los festejos taurinos en esta ciudad. Festejos que, Rosario Castellanos (¡de nuevo!), dice que se convertían en algo esperado, porque, año con año, la plaza hecha con tablas de madera, se derrumbaba, con el consiguiente saldo de mujeres y hombres golpeados, en medio de una polvazón de padre y señor mío. Ha quedado en la memoria colectiva el recuerdo de la tarde en que los aficionados se inconformaron con un grupo de toreras y, en multitud, subieron hasta el parque central, quemaron una patrulla de la policía y estuvieron a punto de hacer destrozos en el hotel donde estaban hospedadas las causantes del agravio.
En nuestro pueblo no pueden faltar los barrios con nombres de nuestros personajes más reconocidos: Mariano N. Ruiz y Belisario Domínguez. Para quienes están hasta la coronilla del nombre de Rosario Castellanos y se quejan porque la hallamos hasta en la sopa, pueden estar tranquilos porque no se sabe que haya un barrio con su nombre. A lo más que ha llegado es a un fraccionamiento, que construyeron por rumbo del Polideportivo, con casitas bien pequeñas, en medio de un lodazal.
Otro de los barrios con nombre exclusivo es el barrio del Puente Hidalgo. No creo que este Hidalgo tenga algo que ver con el Padre de la Patria, no, debe ser algo más modesto. Tal vez Amín Guillén Flores sepa el origen de tal nombre. Se sabe que el apellido significa “Hijo de algo o de alguien”; es decir, gente que pertenece a la nobleza. Los Hidalgo no eran hijos de cualquiera, eran hijos de familias de abolengo. Este barrio es modesto, pero es un barrio simpático. Los puentes, por lo regular, tienen nombres rimbombantes. El puente de este barrio es un puente sencillo, pero bello, y el toque singular está en su nombre. No creo que existan muchos puentes que se llamen Hidalgo. ¿Por qué Puente Hidalgo? ¿Amín nos puede ilustrar?
¿Y qué decir del barrio de El Cedro? Hay barrios en donde los moradores o las autoridades no se quiebran la cabeza para hallar sus nombres. En este barrio está sembrado un gran cedro, pues lo llamemos barrio de El Cedro y sanseacabó. Este barrio también es tradicional, es la entrada de la gente que vive en Los Riegos, de quienes traen flores y verduras para vender en los mercados. Este movimiento intenso de personas ha provocado que dicho barrio esté plagado de cantinas y de “restaurantes familiares” donde pululan las muchachas de muslos gruesos, con vestidos mínimos.

Posdata: Julio Gordillo Domínguez se enoja cuando alguien menciona que en Comitán hay nueve barrios tradicionales que aluden a las nueve estrellas del nombre Balún-Canán. Julio sostiene que los barrios comitecos son menos. Uf, le diera un soponcio si se enterara del registro que existe en la Dirección de Desarrollo Urbano, la que contempla decenas de barrios. ¿Cómo se define a un barrio? ¿Quién decide qué nombre debe llevar? No lo sé, mi niña. A mí me gustaría que existiera un barrio que se llamara Barrio del tenocté, pero esa es una mera chaqueta mental.

viernes, 31 de julio de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE ESTÁ UNA CANCHA DE BÁSQUETBOL




Al principio no lo creí. Sonaba como un absurdo: ¿una cancha donde jugaban una variante del básquetbol que incluía guineos? Debo aclarar que en Comitán, cuando vamos al mercado, a la hora que un amigo del Distrito Federal nos pide comprar plátanos, nosotros solicitamos guineos, como si esta fruta fuera exclusiva de Guinea y algún día un marinero africano hubiera llegado a Comitán, quién sabe en qué navío, y, en compensación por haberle dado posada, hubiese entregado una planta de plátano a la vieja Herlinda.
No lo creí, pero cuando llegué al lugar y vi que al lado de los tableros y de los aros había un platanar, pensé en la posibilidad. Y comencé a creerlo en el momento en que la gente llegó, colocó asientos al derredor de la cancha y comenzó a echar porras a un equipo y a otro. Un grupo de niñas, con pompones amarillos en las manos, y con una coreografía bien ensayada, movían los pies de uno a otro lado y luego brincaban, en el momento en que gritaban: “¡Guineos, guineos, ganarán!”. En el otro lado de la cancha, otro grupo de niñas, éstas con pompones rosas y con calcetas azules, brincaban y motivaban al equipo contrario: “Chinculguajes, chinculguajes, ¡ganarán!”. Romeo, el amigo que me invitó, me dijo que si nos sentábamos con los guineos nos ofrecerían platanitos deshidratados como botana y que si elegíamos la porra de los chinculguajes comeríamos estas deliciosas tortaditas rellenas de frijol. Elegimos a los guineos, porque eran los de casa y porque a mí me gustan los plátanos deshidratados que me recuerdan a una amiga colombiana de mis tiempos universitarios de la Universidad del Valle de México.
El árbitro se colocó en medio de la cancha, lanzó una moneda, dio a elegir cancha al vencedor, abrió los brazos e invitó a los capitanes a reunirse con sus compañeros en los límites de la cancha. Los equipos quedaron debajo de los aros. El árbitro levantó la mano, colocó un plátano macho en el círculo central y pitó. Los dos equipos, todos con rodilleras, corrieron para levantar el plátano. El choque de ambos equipos fue tan fuerte que yo esperaba que deshicieran el plátano, pero uno de los integrantes de los chinculguajes se apoderó del plátano y comenzó a correr hacia donde estaba la canasta donde debían meter el plátano. Romeo me explicó que el plátano del juego (un poco como decir el balón) era de madera, de hormiguillo, por esto no se deshacía y soportaba los embates de los jugadores. Lo que sí era fruto natural era el plátano que los demás integrantes aventaban al suelo. Fue cuando me di cuenta que cada jugador llevaba atado al cinturón un pequeño depósito de plástico lleno de plátanos dominicos. Los jugadores no podían detener al contrario con las manos, para evitar un enceste lo que hacían era aventar plátanos a los pies del corredor. Ya podrán imaginar cómo estaba la cancha apenas cinco minutos después del inicio del partido. Todo era como una pista de patinar y los jugadores, descalzos, resbalaban y caían. Cada caída provocaba alegría y carcajadas en los espectadores. Yo no salía de mi asombro, hasta que un enceste, casi de media cancha, causó el gran alborozo del respetable. Las muchachas porristas se levantaron, alzaron sus pompones y gritaron la porra. Una de ellas (morena, sonriente, con dientes blanquísimos y pechos que se movían a cada salto) me abrazó y dijo, en mi oído, que los chinculguajes ganarían. Sí, dije yo, y la abracé también, aplaudí y grité: “¡Chinculguajes, chinculguajes, chinculguajes!”. Ella sonrió, pero la porra brava de los guineos comenzó a verme feo. Romeo me dijo que mejor nos retiráramos, porque la gente de por ahí es gente bronca. Cuando salimos me recriminó. Me dijo que debía ser congruente. ¿Qué no había elegido la porra de los guineos? ¿Entonces por qué le iba a los otros? Mientras caminábamos rápido, le expliqué que la muchacha bonita… Sí, dijo mi amigo. Te tomó el pelo. A lo lejos oí otra porra y aplausos, sin duda que algún jugador había encestado. Pensé en la muchacha que era porrista de los guineos y que le iba a los otros. Y pensé que yo, al ser fuereño, era de los otros. Y pensé que tenía pechos lindos e imaginé que una tarde jugábamos, ella y yo, una variante de este maravilloso guineobásquet y la vi corriendo, en cámara lenta, y sus pechitos se movían como dos pompas de jabón y yo aventaba guineos a sus pies, pero lo hacía como si le aventara pétalos. Ah, deseé que resbalara tantito, sólo tantito, sin golpearse.

miércoles, 29 de julio de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA CON CRUZ A CUESTAS




“Caminante no hay ciclo vía. Se hace al pedalear”. Es una carretera sin guarniciones. Este dato es importante para saber que es una carretera de Chiapas. Es un tramo bendito, porque no tiene baches (más adelante brotan como hongos). A los lados hay montones de arena, que la gente de ahí emplea para construir bloques de cemento (en la foto logra verse algunas hileras de bloques). Además de la arena (qué bueno) hay árboles y muchos cables. Los cables sirven para indicar que ahí ya llegó la civilización, aunque quién sabe si los moradores pagan el consumo de energía eléctrica, porque (también es costumbre) muchas comunidades chiapanecas están en rebeldía y no pagan el servicio.
Si la fotografía sólo tuviera los elementos anteriores sería una fotografía común. Lo que hace atractiva a esta foto es la presencia de los ciclistas. Bueno, como decía el tío Armando: “Eran muchos y no hacían yunta” o como decía la tía Artemia: “Estamos arando dijo la mosca” (La mosca, aclaraba la tía, iba parada en la oreja del toro). Pareciera que quien realiza el esfuerzo es el que pedalea la bicicleta que tiene las llantas bien puestas en la tierra (porque la otra bicicleta desvió tantito su vocación y no rueda ¡vuela!), pero si se ve bien, el niño que va en la retaguardia también hace el esfuerzo, un esfuerzo doble: guardar el equilibrio y cargar una bicicleta. No sabe uno, entonces, quién hace más esfuerzo. Uno puede imaginar el cansancio del niño que pedalea. No debe ser sencillo ir en una cuesta (ligera, pero subida al fin) con un niño atrás y con el agregado de una bicicleta.
La pregunta inicial (aparte de otras que asoman) es: ¿por qué hacen lo que hacen? Uno entiende que si un auto se descompone es preciso llamar una grúa de “Servicios Castillo” (la que brinda el mejor servicio en la región), pero si la paga es escasa entonces no queda más que llamar a un amigo con camioneta, hacer uso de una cuerda resistente y jalar el auto descompuesto al amparo de las sombras de la noche, porque si el Federal de Caminos se entera, ¡uf! Pero, ¿por qué el “copiloto” de esta bicicleta carga el aparato que se supone está descompuesto? No hay una razón de peso (bueno, de peso sí, el peso que carga el niño de la gorra). ¿No pudo llevarla rodando? ¿Es imposible hacerlo en el supuesto caso de que tiene ponchadas las dos llantas? Tal vez sí. Aunque, viendo bien la foto, tal vez estos niños no hacen más que jugar al transbordador y saben que para que éste vuele es necesario trepar el aparato sobre el lomo de un avión que lo lleva a la estratósfera para que agarre impulso. Sí, tal vez es lo que hacen estos niños, ¡juegan! Tal vez la bici de atrás es un papalote y lo que hacen es avanzar, como el aire, para alcanzar el viento y soltarla a volar por esos cielos azules apenas matizados con cintas blancas que parecen lagos de cebolla. Esto debe ser, porque los niños van divertidos, se escuchan sus risas que se mezclan con los cantos de los pájaros que, bulliciosos, también alebrestados, ya buscan sus camas en los árboles, porque ya van a dar las seis de la tarde, aunque la sombra del árbol sobre la carretera y la sombra de los dos niños dice que son apenas las cinco. Pero en horario de verano la cosa se transforma y hay muchos pájaros que lo respetan, aunque, siempre, la mayoría de pájaros se rebela y sigue con la hora “de Dios”.
De todos modos, esta fotografía no es una fotografía que aparezca todos los días y en todas las carreteras. Es un hallazgo encontrar en un camino vecinal a dos niños que juegan el juego sencillo y simple de “la bici descompuesta”. Por lo regular, los niños de la ciudad van al parque, dan de comer a las palomas, se mojan con el agua de la fuente, comen elotes asados con limón y polvo juan o revientan pompas de jabón. Los niños de la ciudad no tienen la costumbre de inventar ciclo vías. ¡Hay tantos carros ya en Comitán!

lunes, 27 de julio de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE HAY CONSTANCIA DEL DÍA EN QUE APARECIÓ UN MILAGRO




Querida Mariana: desde siempre me gustó la fotografía. La busqué por todos lados. Acá, en esta fotografía que tomé en algún paraje de los Lagos de Montebello, un milagro asomó.
Hoy todo mundo tiene celulares y toma fotografías. La mayoría toma las fotos de la misma manera que yo las tomaba. Nunca tuve pretensiones artísticas. Tomaba fotos sólo por el gusto de hacerlo y dejar en papel constancia de algún instante. Sabía que esos momentos eran únicos, así fuese el acto más sencillo, el más simple. Tal vez hoy mi vocación de escritor busca lo mismo: dejar constancia de la vida.
En los años sesenta, ¿cuántos niños tenían cámaras? Pocos, muy pocos. Todo mundo tenía baleros, canicas, cochecitos de madera o trompos, pero no todo mundo tenía cámaras fotográficas. Así como pocos eran los poseedores de pistas eléctricas. En el mundo de los adultos sucedía lo mismo: no todo mundo tenía teléfonos en su casa (uf, los números en Comitán no llegaban a mil). De igual manera, pocos adultos tenían carros (por ello, caminar por las calles comitecas era un deleite). Con las cámaras sucedía lo mismo, no todos los adultos las poseían, porque no todo mundo tenía esa aprehensión por capturar instantes. No todo mundo quería dejar constancia de los instantes, si era necesario conservar un recuerdo de la familia ¡para eso estaban los estudios fotográficos! Hoy vemos fotografías tomadas en los estudios del señor Crócker o de don Enrique Cancino o del señor Martínez o de don Roberto Gordillo.
Don Polo Torres no sólo era uno de los pocos que en los años sesenta tenía un aparato de televisión en su casa (blanco y negro, por supuesto), además poseía cámaras fotográficas, porque su negocio era ese, precisamente: vendía (entre otros chunches) cámaras y rollos y ofrecía el servicio de revelado, porque, mi niña querida, en aquellos tiempos se tomaban fotografías y luego había que mandarlas a revelar para tenerlas en papel.
La tarde de esta fotografía, yo jugaba a levantar piedrecillas cerca de donde este grupo de “señores” platicaba y tomaba un aperitivo. Desde temprano había visto a don Polo con una cámara que colgaba de su cuello. Con ella captaba las fotos del instante al grito de “Vean el pajarito”. Con ese grito aparecían las bromas aludiendo al pajarito.
Puedo asegurar que sólo don Polo y yo teníamos cámaras esa tarde. Por ello, ahora puedo presumir que nadie más tuvo una fotografía de ese día, como la que acá se observa. Alguien le sirvió un poco de licor y él recibió el vaso metálico con la mano izquierda, dijo ¡salud! y se lo tomó de un solo trago, porque así estaba medido. Así era el juego que estos hombres jugaban, contaban hasta diez en voz alta, mientras el chorro de la botella caía en el interior del vaso y luego ofrecían el vaso a quien aún no había bebido. Todos bebían, todos decían salud, como un homenaje a la vida. Don Polo, esa tarde, bebió el trago y regresó el vaso, pero, en lugar de que uno de ellos volviera a rellenarlo, él les indicó que hicieran un grupo más compacto, que don Jorge, por ejemplo, que acá aparece separado, se uniera a quienes estaban sentados o recargados en el tronco y vieran hacia la cámara, pero don Polo no usó la cámara que había estado usando toda la mañana y parte del mediodía, ¡no!, fue hasta un árbol donde había dejado un maletín y sacó otra cámara. Yo, que estaba a dos o tres metros, me acerqué a ver el nuevo dispositivo. Don Polo, con ambas manos, tomó la cámara y dijo que vieran hacia el pajarito y oprimió un botón. El clic fue casi similar al que mi cámara hacía, pero luego algo como un ruido de motor de rasuradora apareció y por una hendija que la cámara tenía al frente comenzó a aparecer una lengüeta. Don Polo me vio y dijo: “Es la fotografía”. ¡Dios mío! ¿Qué era eso? Todas las cámaras llevaban un rollo cuya película se enredaba en un extremo y era preciso hacerlo avanzar para que pudiera tomarse otra fotografía. Los rollos que mi cámara usaba permitían tomar doce fotografías. ¡Nada más! Don Polo dejó que la lengüeta de papel quedara colgada como si fuese lengua de vaca, la retiró y, con su mano izquierda, con la misma que momentos antes había usado para beber el trago, comenzó a abanicar el papel como si hubiese mucho calor o intentara alejar a los moscos. Los compas ya bromeaban, ya servían otro trago, ya lo ofrecían a otro tertuliano, ya reían. Sólo don Polo y yo permanecíamos serios, él abanicando el papel y viendo, de vez en vez, una de sus caras; y yo sin perder ninguno de sus movimientos. ¿Qué había vomitado el aparato? Don Polo había dicho que era la fotografía y, en efecto, hubo un momento en que don Polo comprobó que todo estaba bien, me llamó y me enseñó la fotografía: ahí, frente a mis ojos, estaba revelada la fotografía. ¡Milagro, milagro! Apenas habían bastado unos minutos para tener frente a mí la prueba del instante vivido. “Es una polaroid”, me dijo don Polo y luego se acercó a sus compas para enseñarles la foto. Sé que ninguno de ellos se asombró como yo, porque, ya lo dije, no todo mundo reconocía la magia.
Después de haber conocido el prodigio de lo que hacían esas máquinas, me fue más fácil entender el milagro de Lázaro. Supe que todo era posible.
Por desgracia mi máquina no era polaroid, así que al día siguiente debí llevar el rollo al negocio de don Polo para que lo revelara. Tres o cuatro días después pasé a su negocio y pude ver todo lo que había tomado en ese viaje a Los Lagos. Entre ellas, estaba esta fotografía que hoy comparto con vos, mi niña.
Sé que igual que aquella tarde, vos no reconocerás el prodigio de lo que te cuento. Y esto es así porque hoy todo mundo tiene celular con cámara que no tiene límites en el número de las tomas. Ahora, todo mundo toma una fotografía y, de inmediato, la observa, pero en aquel tiempo ver lo que vi era inusual. Por eso hoy la gente no cree, duda en la posibilidad del milagro. Hoy todo es tan cotidiano.
En el instante en que don Polo, el fotógrafo oficial del grupo de mi papá, toma un trago, con la mano izquierda, yo, con la mano derecha, oprimí el botón de mi pequeña cámara. En el acto que hice también hubo un milagro, un milagro que hoy revive. Si yo no hubiese estado ahí ¡nada habría! Eran otros tiempos.
Me sigue gustando la fotografía. Por ello reconozco cuando un ojo mira lo que los demás no miran. Cuando, por ejemplo, veo una foto de Carlos Gordillo o de Antonio Barro o de Toño Aguilar o de Carlos Mario Delacruz o de Ángel Gabriel digo que ellos son cuelgan sus hilos en árboles de luz, árboles diferentes a los que en el bosque son tan comunes. Pero aún, los árboles comunes tienen mi admiración porque algún día, a finales del siglo XXI serán muestra de que hubo una mano izquierda que llevó el vaso a la boca y brindó ¡por la vida!

domingo, 26 de julio de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DE UN TIEMPO EN QUE RAMBO NO EXISTÍA



La fotografía es sencilla, con pocos elementos. El niño que sostiene una metralleta ¡soy yo! ¿De veras? Pero si Alejandro es un poco lo que Cortázar decía de su nacimiento: “un nacimiento sumamente bélico que dio origen a uno de los hombres más pacifistas que ha conocido la humanidad”. Y es que, todo mundo lo sabe, Julio Cortázar nació en medio de la pólvora, lanzada por el inicio de la Primera Guerra Mundial. Alejandro nació en un tiempo plácido, en un mediodía lleno de sol y alejado de bombardeos y de trincheras. ¿Por qué entonces, este niño sostiene una metralleta en las manos y apunta al tipo que le toma la fotografía? Alejandro parece haber descubierto a un enemigo y le apunta. Tal vez segundos antes le dijo: “¡Alto ahí!” y el fotógrafo alcanzó a tomar la fotografía, pero nada más hizo. Tal vez, después de este instante (congelado para siempre), el fotógrafo se agachó, dejó la cámara sobre el piso, se paró y levantó las manos, porque el niño de la metralleta le ordenó: “¡Manos arriba!”.
Los vencidos debían levantar las manos, a la altura de la cabeza. Mostrar las palmas al frente, mostrarlas para indicar que nada llevan, que están vacías. Bastaba la indicación: “¡Manos arriba!”. Era como un código de ética.
Si me fijo en la foto veo que es un montaje. ¡No puedo estar vestido así, en medio de la batalla! Mi pantalón está limpio, limpia mi camisa, limpio mi rostro. Tal vez es una fotografía que captura el instante previo en que saldré de la casa para recibir los vítores del pueblo. Sí, ¡eso es! El pueblo me espera en las calles, ha llenado de banderitas mexicanas todas las fachadas de las casas. Las personas están en los balcones y en las banquetas, levantan las manos, esperan el momento en que Alejandro pasará por en medio, sobre un jeep descapotable, recibiendo la bendición de la gloria a su regreso de la guerra. Alejandro ¡es un héroe! En el instante en que el ejército enemigo (¿eran alemanes?) asaltó el campamento y todos los soldados mexicanos soltaron las armas y levantaron las manos en señal de rendición, el niño (casi el niño héroe) se tiró al piso, pasó, como topo, por debajo de la manta y, en un movimiento de compás, con su brazo izquierdo tomó al general por detrás, le puso la metralleta en la sien derecha y le dijo: “¡Ríndase!”. La acción fue tan rápida que los soldados enemigos nada hicieron. El general, lleno de sudor, con voz de ganso, ordenó a sus soldados: “¡Suelten sus armas!”. Mis compañeros bajaron sus brazos, tomaron sus armas y apresaron a los soldados enemigos. Fue el momento de mayor gloria para el ejército mexicano. Si ahora la historia no lo consiga, si ahora la historia sólo honra la batalla de Puebla y enaltece el nombre de Ignacio Zaragoza es porque, todo mundo lo ha dicho, este pueblo no tiene memoria. Comitán tampoco conmemora ese día, ya nadie recuerda. Pero acá está la fotografía que congela ese instante, la tarde en que un hombre pacifista debió tomar la metralleta en sus manos para salvar la honra de su patria.

sábado, 25 de julio de 2015

CARTA A MARIANA, CON ALAS PARA EL VIAJE




Querida Mariana: la vida es un viaje. Eso dicen los que saben. Al nacer comienza el viaje, un viaje que no elegimos. Tal vez por ello me gusta la palabra viaje, el concepto. Quien viaja ¡elige! Ahora que estamos en vacaciones de verano, veo que muchos de mis amigos salen a pasear. Algunos van a Cancún (¡ah, privilegiados!); otros (los menos) van a Europa (¡París, ciudad bendita!); y la mayoría programa viajes más cercanos. Quienes tienen papás o abuelos que poseen o viven en ranchos viajan para allá. Mi tía Rome viaja a la Ciudad de México cada año, por estas fechas. Va a la Basílica de Guadalupe, a cumplir una manda.
A nosotros no nos tocó elegir nacer o no. Nacimos y punto. Pero, a partir de ese instante, el viaje nos da opciones de elección. Bueno, de pichitos tampoco tuvimos mucho margen para decidir. Los papás, en una carreola, orgullosos y felices, nos llevaban al parque o a Los Lagos de Montebello. Ya más grandes sí pudimos elegir. En compañía de amigos decidíamos ir a uno o a otro lugar. El ser humano, conforme crece, adquiere la capacidad para dar forma a su vida. Algunos eligen viajar a lugares con aires limpios y aguas cristalinas; otros eligen lugares llenos de smog. Los primeros son reductos poco habitados; los segundos están llenos de gente. Juan viajó a la India el mes pasado y a su regreso me contó lo impactante que fue todo lo que vio. Dice que en Delhi, un guía de turistas lo llevó a una zona donde era casi imposible pasar de una banqueta a otra, los carros, como cucarachas, transitaban sin orden alguno. El guía le dijo que no temiera, pero mi amigo no estaba temeroso, estaba deslumbrado. ¿Cómo los automovilistas lograban salir de ese laberinto que ellos mismos construían? Se mareó con el ruido de los cláxones, el humo de los tubos de escape y los gritos de las personas que, en las banquetas, ofrecían infinidad de productos. Como agregado apareció la bofetada del olor de las comidas y fritangas callejeras. Dice que el olor es muy penetrante, algo que hiere al olfato. Fue como estar metido en una cloaca donde miles de ratas iban de un lado a otro y él era una rata más. Después de registrar en su memoria ese caos cotidiano le pidió al guía que lo sacara de ahí. Pregunté: “¿Era como la Ciudad de México?”. No, dijo, eso era más alucinante, todo era como si alguien hubiese aventado mil objetos en un callejón y todos se movieran por inercia, con un movimiento continuo.
A mí jamás me ha tocado una experiencia similar. Como las multitudes me agobian elijo estar en lugares sosegados, donde la presencia humana sea casi imperceptible. Si viajo a Los Lagos de Montebello, casi al llegar busco un espacio donde pueda estar solo. A veces me imagino como un pescador. Veo que los pescadores practican un deporte solitario (¿es deporte?), que no requiere más que un bote lleno de gusanos, como carnada, y una buena caña de pescar. Claro, ¡el río! o la laguna son imprescindibles.
No imagino cómo es caminar por una ciudad como Tokio. Y no puedo imaginarlo porque Ramón, la otra tarde que lo acompañé a su casa, dijo que Tokio es la ciudad más poblada del mundo y dio una cifra que me dejó frío: ¡más de treinta y cinco millones de habitantes! No lo creí, pensé que bromeaba, pero él aseguró que es cierto. ¿Cómo poder imaginar una ciudad así si nosotros vivimos en una ciudad de cien mil y a veces ya se me hace grande? Tokio debe ser como un amontonamiento de bloques de cemento enredados con cintas neón y sus habitantes deben moverse con la misma habilidad con que las hormigas llevan hojas a sus nidos. No, no puedo imaginarlo, no quiero imaginarlo. A mí me gusta (siempre te lo he dicho) la imagen de la última escena de la película “Sueños”, de Akira Kurosawa: la imagen muestra a un joven que llega a un lugar donde hay un río que mueve ruedas de madera en medio del rumor del aire y de los pájaros. El joven cruza un puente de madera en cuyas riveras hay mazos de flores que parecen crecer como si estuviesen plantadas a mitad de una nube. Hay un instante en que la cámara se desplaza por el río y se ve el fondo, todo claro, todo puro, casi intocado por la mano depredadora del hombre. Estos lugares me gustan. Ya quedan pocos en el mundo. En Comitán (¡qué pena!) los lugares intocados ya no existen. Basta como muestra los botones de Los Lagos o del Río Grande. ¡Dios mío, qué le estamos haciendo a nuestro entorno!
Vos sabés que no he pasado de Chacaljocom, pero tengo amigos que sí han viajado. Cuando regresan me cuentan lo que vieron. Algunos me cuentan que escucharon un concierto en un teatro monumental; otros, alumbrados, me cuentan de la visita que realizaron a un museo y describen a la perfección uno de los cuadros, el de Matisse, y comparan sus azules con los azules de nuestros cielos y cuando vuelvo a encontrarlos, ellos tomando un café en “La Techumbre”, cerca de la mesa donde Marco Tulio Guillén escribe, y yo caminando con rumbo al Palacio Municipal, alzan el brazo y me dicen que vivimos bajo un cielo Matisse y sonreímos, ellos porque recuerdan su viaje y yo porque vivo un cachito de lo que ellos vivieron.
Los viajes ilustran, decían los mayores. Yo no sé si el viaje tenga la misión de ilustrar. Más bien creo que un viaje sirve para lo mismo que sirve caminar, cantar, reír, llorar, correr, treparse a los árboles y ver llover; es decir, el viaje es la vuelta a la esquina en ese camino que llamamos vida. Sí, los viajes están llenos de vida, como llenos de vida están los espacios en los que viajamos. Recuerdo con claridad el viaje que hice en tren, en compañía de mis papás. Viajamos de la Ciudad de México a Guadalajara. Mi papá me dijo que él se encargaría de enseñarme a viajar en todos los transportes habidos y por haber (bueno, parece que lo único que nos faltó fue subirnos a un elefante o a un dromedario. Mi papá me quedó a deber el viaje a África). Ese viaje lo recuerdo, porque no dormí. Subimos al tren a las nueve de la noche y buscamos el vagón que nos correspondía. El boletero nos explicó que debíamos pasar al siguiente vagón e indicó que ahí llegaría a solicitarnos los boletos. Yo tenía las imágenes vistas en el cine. Esperaba hallar un gabinete, con asientos y camastros en la parte superior, especial para nosotros tres. Cuando llegamos al vagón correspondiente hallé que todo era como una galera. Muchas personas ya estaban sentadas, frente a frente, porque los asientos eran bancas para dos viajeros y estaban acomodadas de tal modo que yo quedé sentado frente a una señora gorda, que se secaba el cuello a cada rato y tosía como si algo se le hubiera trabado en la garganta. Mi papá se sentó al lado de ella. Mi mamá y yo quedamos frente a ellos, mi mamá frente a mi papá y, ya lo dije, yo frente a la señora. “Duérmete”, dijo mi mamá. ¿Cómo iba a dormir con la luz prendida? Toda la noche, el vagón permaneció con las luces encendidas. No podía, ni siquiera, ver por el ventanal amplio, ver la oscuridad y las siluetas oscuras de la montaña, no podía hacerlo porque si miraba la ventana sólo veía el reflejo de los cuatro que estaban sentados en las bancas de mi izquierda. Si cerraba tantito los ojos, el grito de un niño o un tosido (tal vez un pedo) hacía que los abriera de nuevo y al abrirlos me topaba con la mirada de la mujer que se secaba el cuello y me veía como si esperara que yo cerrara los ojos para abalanzarse sobre mí y ahorcarme. No dormí. Ni siquiera lo hice cuando estaba muy cansado. Tal vez el sueño llegaba por el agotamiento, pero tenía pesadillas donde sentía cansancio porque subía a la cima de una montaña, con la esperanza de llegar a un pueblo, pero subía a lo alto y más montañas aparecían, montañas que debía ascender. Llegamos a Guadalajara a las nueve o diez de la mañana. Ese día, en cuanto mi papá metió la llave en la puerta del cuarto de hotel, dejé la maleta en el piso y me tiré a la cama. No sé cuántas horas dormí, pero cuando desperté un rayo de sol se filtraba por el ventanal, ya estaba amaneciendo. Juré jamás volver a subir a un tren. Bueno, a menos que ellos sean como los que aparecen en las películas, esos trenes que circulan por los valles de Francia o en la ladera del Fujiyama.
Poseemos la capacidad de elegir a donde viajar. ¡Qué bueno! Unos amigos y familiares de Paco elijen, cada semana santa, viajar a Comitán, para ir a su ranchito que está en el entronque de la carretera internacional y la que va a Villa de Las Rosas. Tienen capacidad económica para viajar a París, a Montreal, a Tokio o a Sidney, pero eligen viajar a un pequeño ranchito porque ahí, como dijera el poeta, están “lejos del mundanal ruido”. Ellos deciden, ¡qué bueno!, vivir la vida sosegada, la que permite oír el canto de los pájaros, respirar aire puro y caminar por en medio de las hojas secas. El rumor de los pasos por las hojas secas es como un retorno al origen.

Posdata: a la tía Elvira le gustaba decir: “¿Por qué viajo? Viajo para no hacerme vieja”. Viajó mucho y vivió más de noventa años.

viernes, 24 de julio de 2015

JUEGO DE IMAGINACIÓN




“Tía, tía, llévame al parque”, dijo Sonia, saltando de un lado a otro. Su tía Aurora preparaba la harina para hacer unas galletas. Ya tenía prendido el horno y una bandeja. Sonia insistió, jalándola del mandil. La tía precisó: “¿Quieres galletas o ir al parque?”. La niña, por supuesto, dijo que quería las dos cosas, brincó y dijo: “Galletas y parque” y luego, muy seria, dijo que podían hacer las dos cosas: vamos un rato al parque y luego venimos a terminar las galletas. Lo dijo como si ella estuviese ayudando a hacerlas.
Bueno, dijo Aurora, se quitó el mandil, fue al cuarto y sacó un suéter para la niña. Está bien, dijo. Vamos al parque. Bastó que caminaran dos cuadras para llegar al parque de San Sebastián. En cuanto llegaron, Sonia corrió por donde se ponen los vendedores de raspados y de salvadillos con temperante. Espera, espera, dijo Aurora y fue detrás de ella. Sonia llegó frente al templo, levantó la vista y dijo: “Mira, tía, mira”. Aurora vio: dos ayudantes de albañil, encaramados en sendas escaleras, raspaban la pared de la fachada. Aurora pensó: ¡vaya, por fin, le darán su manita de gato!
Sonia dijo: “¿Por qué no tienen cabeza esos señores?”. Aurora explicó que las imágenes de yeso, adentro de nichos, no tenían cabeza porque alguien las había quitado. “¿Por qué?”. No sé, dijo la tía. Tal vez fue en tiempos de Los Mapaches y explicó a Sonia (quien, con los brazos cruzados, seguía viendo el nicho donde estaba la imagen sin cabeza), que Los Mapaches eran personas que combatieron en época de la revolución y hacían desmanes por todas las ciudades. Aurora explicó que doña Nelita le contó que ella era niña cuando llegaron Los Mapaches a Comitán y que su mamá metía a todas las niñas en el fondo del fogón de la casa para que los alzados no las hallaran.
“¿Y por qué no les ponen cabeza de nuevo?”. No sé, dijo Aurora, debe ser porque las autoridades no lo permiten. “¡Qué tontas las autoridades!”, dijo Sonia. “¿Jugamos, tía?”. ¿A qué, niña?, preguntó Aurora. “A ponerles cabezas a esas estatuas”. Y Sonia le pidió a su tía que cerrara los ojos y que imaginara a un animal. “¿Cuál?” ¡Mapache!, dijo Aurora, ya instalada en el juego. Y Sonia le pidió que describiera al animal. “¿Cómo es? ¿Tiene bigotes?”, y Aurora dijo que el mapache tenía como un antifaz en la cara. “¿Cómo?”. Como si fuera un pirata con dos parches. “Ah, qué bonito. ¿Y qué más?”. Bueno, tiene una cola como de gato, con rayas negras y grises. “¿Cómo?”. Ah, es como una bufanda para un gatito en invierno. “¿Y el gatito se calienta?”. Sí, ya queda calientito, como si estuviese en brazos de su mamá. “¡Sí, tía, le pongamos cara de mapache a esa estatua!”. Y Aurora dijo que sí y logró ver, así con los ojos cerrados, cómo, en lugar del vacío, la imagen tenía una cara de mapache. Pero apenas estaba viendo cómo el mapache movía su nariz húmeda, como de aceituna negra, cuando abrió los ojos y se persignó y pidió perdón a Dios por la irreverencia. “¿Qué pasó?”, preguntó Sonia. Nada, nada, hijita, me acordé que debemos regresar a casa para hacer las galletas. “Sí, sí, vamos a hacer las galletas”. Sonia tomó de la mano a Aurora y la apresuró. En el trayecto, Sonia besó la mano de su tía y le dijo que era muy buena. “¿Verdad que se veía bien bonito el señor con cara de mapache?”. Aurora dijo que sí. Y se apuraron porque Aurora dudó si había apagado el horno.

miércoles, 22 de julio de 2015

REGALO DE CUMPLEAÑOS




¿A Buenos Aires? “Sí”, me dijo Armando. Yo estaba en casa y había levantado el aparato telefónico en cuanto sonó. “Quiubo, carnalito”, me dijo y luego de preguntar por la familia y contarme cómo le iba, soltó la invitación: me invitaba a ir a Buenos Aires, ¡Argentina!, todo pagado; iríamos a un concierto de Joan Manuel Serrat; y escucharíamos a millones de argentinos hablar de vos. Esto lo dijo al final, lo dijo como broma: “Millones de argentinos hablarán de vos”. Siempre, desde la universidad, Armando ha hecho broma con ello, porque una vez, en casa de sus papás, en la Ciudad de México, le conté el chiste de doña Lolita Albores, el chiste del extranjero que visita Comitán y pregunta: “¿Acá es donde hablan de vos?, y la mujer responde: “Hablarán de su abuela, porque yo soy niña”.
¿A Buenos Aires? ¿Así, sólo porque sí? Sí, dijo Armando, sólo por el mero gusto de compartir la vida con vos, y recalcó lo de vos (iríamos a Argentina, así que más nos valía ponernos en la misma línea). Dijo que ya tenía los boletos de avión (que no necesitábamos visa para entrar a Argentina), que ya estaban hechas las reservaciones del hotel y los boletos del concierto. Dijo que todo lo de allá había quedado en manos de Manú, un primo que vive en Buenos Aires. “¿Tienes pluma y papel?”, preguntó. Dije que sí y anoté el número de la reservación del boleto de avión, de Tuxtla a México. “Tu vuelo sale el cuatro, a las nueve veinte”. ¡Dios mío, era sábado santo! “Dios estará con nosotros”, dijo y sonrió.
A mi Paty le comenté y dijo que aprovechara el viaje, era como la lluvia. Era el regalo generoso de Armando por mi cumpleaños (dos o tres de mis lectores saben que mi cumpleaños es el 4 de abril). El concierto de Serrat era el domingo cinco de abril de 2015. Redacté un oficio comunicando a la Presidencia Municipal que me ausentaría por dos días (lunes y martes) y preparé una maleta (una maleta para llevar en los compartimentos de arriba, porque Armando me dijo que, por el horario, ya no alcanzaría a documentar alguna maleta mayor).
El viernes, a las cinco de la mañana, Fidel hizo favor de llevarme al aeropuerto de Tuxtla. Hacía un calor de los mil demonios. En cuanto llegué a la Ciudad de México, antes de marcarle por teléfono a Armando, fui a una librería y busqué una novela. Compré “Le llamé corbata”, una novela de Milena Michiko, que estaba en la mesa de novedades. Saqué un billete de quinientos, pagué y quité el plástico que cubría el libro. Le marqué a Armando. En cuanto contestó, me dijo que ya me había visto, lo busqué en la sala de Aeroméxico, él tenía el brazo levantado. Nos abrazamos en cuanto llegué. El vuelo estaba programado para las once con treinta y cinco. Me ofreció un té que había comprado y me dijo que ya debíamos pasar a la sala. Estábamos justo a tiempo. Me preguntó qué estaba leyendo y le dije que apenas lo había comprado y le mostré la portada. “Ah, sí, habla acerca de un hikikomori”, dijo y me apuró. Lo seguí hasta el mostrador donde una muchacha bonita, con traje azul y mascada alrededor del cuello, nos dio la bienvenida y los pases de abordar. ¡Dios mío! En cuanto subimos al avión pensé que jamás había volado tantas horas. Un sonido como de armónica en do retumbó en mi columna. Buscamos los asientos y coloqué mi maleta en el compartimento de arriba.
¿Qué se hace arriba de un avión en un viaje de diez horas? Lo que Armando hizo, colocarse los audífonos, un cubre ojos y ¡dormir! Yo abrí el libro y leí a Michiko. En la página ochenta y cuatro recordé que era mi cumpleaños. Estaba sobre las nubes. Vi los asientos del derredor, todos, con excepción de una muchacha bonita, dormían. La muchacha veía una película, comía cacahuates, de vez en vez se acomodaba el cabello con la mano derecha y volvía la mirada para ver si alguien la veía.
Pusimos los pies sobre el aeropuerto Ezeiza a la una de la mañana. Manú ya nos esperaba. Ellos se abrazaron, Armando me presentó, cambié el libro de mano y extendí la derecha. “¿Vos también hablás de vos?”, dijo y sonrió. Yo hice lo mismo. Era la primera ocasión que, en suelo argentino, escuchaba el clásico tono de ellos. Pensé, ¡qué bobera!, que hablábamos el mismo idioma. Armando me jaló para integrarme a ellos y dijo: “Acá no te toparás con algún hikikomori” y sonrió. Manú hizo lo mismo y abrazó a Armando, Armando me abrazó a mí y caminamos por debajo de una nave con estructura convexa metálica, como si fuese una extensión del avión en el que habíamos viajado. Llegamos al estacionamiento. Manú abrió la cajuela y dejé mi maleta. Yo estaba cansado. Armando se veía fresco, como si el viaje hubiese sido de la Ciudad de México a Puebla, con escala en Tres Marías, para comer quesadillas de huitlacoche y para pasar a los sanitarios. Abrí la puerta de atrás del auto y miré la estructura del aeropuerto. Manú dijo: “Che, hasta hace poco era el aeropuerto más grande del mundo”. Y lo vi iluminado, como una lámpara gigantesca que era como un hongo dando luz para gnomos lectores. Manú tomó por General Paz, yo recliné mi cabeza sobre el cristal y vi los edificios del otro lado de la autopista, como si alguien apagara la luz, caí rendido. Volví a la hora que Armando entró al cuarto que me habían asignado y me habló: “Alejandro, Alejandro, ya nos vamos”. Me costó un poco reconocer que estaba en Buenos Aires y que íbamos a un concierto de Serrat, en una vieja terminal de trenes, llamada Estación Tigre. El concierto era gratuito, algo así como si un precandidato a puesto de elección popular en México contratara al Komander. Pero Manú tenía boletos especiales para nosotros. Cuando entramos a la explanada respiré el aire de ese Buenos Aires querido. Ah, fue como si todos los afectos argentinos fueran gaviotas y volaran sobre mí: los libros de la Editorial Austral, así como los libros de Borges y de Cortázar; el mate, La Maga, las librerías, el tango y una compañera que tuve en la Facultad de Arquitectura, de la Universidad del Valle de México, plantel roma, y que era de Colombia pero decía que besaba como las argentinas. ¡Quién sabe qué quería decir, pero besaba rico!
El espacio estaba llenísimo. Una noche antes Joan Manuel debió cantar en Mar del Plata, pero tuvo un problema de salud (una simple gripe, que en un cantante es como si un basquetbolista sufriera un esguince en la mano derecha). Pero, la información es que acá, en esta Estación Tigre, ¡sí cantaría! Vi el cielo. Manú me apuró. Nos sentamos: fila cinco, casi bastaba extender el brazo para tocar el escenario. Ya dije: el espacio estaba llenísimo. Siempre me ha impresionado un lugar lleno de gente. ¿Cuántos éramos? He estado en pocos espacios con multitudes. Las multitudes me apabullan. No sé cómo miles y miles de personas se concentran para escuchar a un cantante, para oír el mensaje de un político (me apabullan esas fotos donde Martin Luther King habla ante miles y miles de personas). Asimismo me sorprende ver videos donde Los Beatles tocan y cantan y decenas de muchachas, en la histeria total, gritan y se desmayan al ver a sus ídolos. Ahora, un día después de cumplir cincuenta y ocho años, gracias a Armando, estaba en medio de una multitud para ver y oír a Serrat. Nunca lo hubiera imaginado en los tiempos de la Ciudad de México cuando con Enrique escuchábamos “Aquellas pequeñas cosas” y nos ganaba la nostalgia, porque, en efecto, uno creía que las había matado “el tiempo y la ausencia”, pero esas pequeñas cosas estaban ahí, para saltar en cualquier instante y pasaban sobre nosotros como un tren, como una avalancha y nos sacudían y nos mandaban a un pozo y, no sabíamos por qué, si dos minutos antes estábamos tan bien, teníamos ganas de llorar.
Nos tocó sentados. Después de un cierto número de filas hacia atrás, una valla dividía dos secciones, quienes estaban en la otra sección les tocaba estar parados. Me sentí mal. No me gusta recibir privilegios cuando alguien no está en las mismas condiciones, pero ya estaba ahí, no iba a pararme y ceder el asiento, ¡no!, pensé, después de todo que era algo así como una cortesía para un mexicano. A finales de los años setenta estudiaba en la Facultad de Arquitectura y ahí recibimos cátedra de argentinos exiliados. Nosotros, los mexicanos, siempre generosos, habíamos abierto la puerta de la casa para que ellos entraran, ahora ellos, también generosos, me brindaban un asiento de quinta fila para ver y oír a Serrat.
Armando, con un vaso de café en la mano, preguntó a Manú: “¿Cuántos somos?”, y Manú dijo que las autoridades esperaban más de sesenta mil personas y que tal vez la cifra había sido rebasada. Sí, éramos miles y miles.
Y, de pronto, lo esperado. Los músicos entraron al escenario, iluminado en tonos azules y rojos. Al fondo una cinta con luces de neón que entendí era la firma de Serrat. La firma de Joan Manuel. La gente expectante, esperando el instante esperado. Sólo el escenario estaba iluminado. El director hizo una señal y el guitarrista, como si fuera un integrante de Los Rolling Stones, comenzó a tocar un solo y el baterista, adentro de algo como una pecera, azul, azul como el mar, tocó las tamboras y tarolas y todo comenzó a ser la gran fiesta. Vi a quienes estaban sentados delante de nosotros y vi que eran personas de nuestra edad más o menos, a mi lado también estaba sentada una mujer de más de cincuenta años, tenía un bolso sobre el regazo y repasaba sus manos una y otra vez, como si fuese la lámpara de Aladino y la urgiera a cumplir el deseo. Mientras el guitarrista, con una gorra de beisbolista, seguía guiando el camino por donde también caminaba el pianista y el del sintetizador, por donde aparecieron las primeras notas de “El carrusel del Furo” y, en medio de la penumbra, apareció ¡Joan Manuel! Entendí que así debió ser el instante en que el ángel se le apareció a María, el rostro de María debió ser el mismo que puso la mujer que tenía al lado. Ésta aplaudió en forma frenética y miles y miles de personas hicimos lo mismo. Algunos (así lo habían preparado) sacaron pañuelos blancos y los extendieron como gaviotas en ese playón que de día está lleno de nubes, sol y aves. Todos, sin excepción, levantaban los brazos y aplaudían. Serrat también dio palmadas y sonrió. Se acercó al centro, donde estaba el micrófono en un pedestal, y cantó. Así, como si fuese un duchazo de agua tibia, su voz (ya desgastada, ya cansada, apenas recuperada de la gripe) nos mojó y su lluvia fue como de pétalos tiernos. Debajo de un saco abierto, aparecía una camisa y debajo de ésta: una playera con cuello alto, ¡claro!, para proteger su pecho. Serrat nunca ha sido un gran cantante, pero interpreta con gran emoción las canciones que ¡sí son grandes letras! El primer instante es el inmortal. Siempre es así. Cuando alguien baja del tren el abrazo del otro suelta todas las emociones, ya luego como que todo entra en un sendero donde lo cotidiano asoma. Así fue acá. A la hora que Serrat apareció, aplaudimos con intensidad y botamos lo que teníamos acumulado. La mujer que estaba a mi lado sacó un pañuelo de su bolso (así lo había preparado) y se secó las lágrimas. Yo no tenía un desechable, así que dejé que mi emoción corriera sobre mi cara. “Cuando la llama de la fe se apaga y los doctores no hallen la causa de su mal señoras y señores, sigan la senda de los niños…”, fueron las primeras palabras que brincaron sobre el escenario. En un instante, en el momento en que Serrat cantó: “…no se sorprenda si al girar la luna le hace un guiño, que un par de vueltas le dirán cómo alucina un niño…”, él hizo lo mismo que había hecho yo al llegar: ¡vio el cielo! Y pensé que ese momento era un privilegio: estaba cobijado por el cielo de Buenos Aires, por su aire, y estaba al lado de Armando, de Manú, ¡de Serrat!, y por más de sesenta mil almas que ahora aplaudían el final de la primera canción y ya Serrat daba las buenas noches y decía: “Bienvenidos a esta fiesta que es la suya”, y fue la nuestra y entonces cantó: “De vez en cuando la vida”, y supe que en ese instante la vida “me besaba en la boca” y me sentía “en buenas manos”. Y ahí estaba el gran Nano y yo estaba a pocos pasos, estaba abajo y él arriba, pero en ese instante todo era como una mera casualidad, porque, al otro día, yo estaba arriba y él, tal vez, seguía en el suelo de Buenos Aires. Yo, al lado de Armando, iba en avión, sobre las nubes, de regreso a mi pueblo. Armando, con los audífonos y el cubre ojos, dormía, y yo intentaba leer a Michiko, pero leía dos o tres líneas y luego entrecerraba los ojos y recordaba, recordaba los brazos abiertos de Serrat mientras cantaba, los brazos abiertos de miles y miles de espectadores que, fieles, aplaudían cada canción de Serrat.
Cuando Armando me despidió en el aeropuerto para que yo regresara a Chiapas, me dijo que un día de éstos me invitaría a un concierto de Bublé, siempre y cuando fuera en París. Yo nada dije. Lo abracé y él, en voz baja, dijo que todo era por la vida, por compartir la vida. En cuanto subí al avión olvidé lo que Armando dijo. ¿París? ¡Uf, sería tanto! Lo olvidé porque lo único que no puede olvidarse es lo vivido y lo vivido era Serrat y Buenos Aires y el cielo y la multitud congregada, mientras, a lo lejos, cientos de carros pasaban por la autopista y esos cientos y cientos de automovilistas ignoraban lo que en El Tigre acontecía, ahí el aire movía la cabellera de Serrat y, como si fuese una barca lo azotaba directo en su pecho y la multitud le cantaba “que los cumplas feliz”, porque en una pausa del concierto había dicho que estaba cumpliendo cincuenta años de estar en escenarios. Y entrecerraba los ojos para volver a ver el negro intenso del cielo de Buenos Aires, que, a final de cuentas, es primo hermano del cielo de París y del cielo de Comitán.
De broma digo que de Chacaljocom no he pasado. Mis paisanos saben que Chacaljocom es una ranchería cercana a Comitán, que está con rumbo a San Cristóbal, a México, a Estados Unidos, a Canadá. Pero por rumbo al Sur, ah, el Sur, gracias a Dios sí he pasado. Ya comprobé lo que dijo Benedetti: ¡El Sur también existe!
Todo fue como una pausa, como un suspiro. El miércoles 8 ya estaba de nuevo en la oficina. Había vuelto a mi ciudad, a mi Paty y a mi mamá, y a mi trabajo. Todo estaba como intocado. Nadie volteaba a verme. ¿Quién sabía que yo había estado a escasos metros de Serrat, el autor de Penélope? ¡Nadie!