Tenían su encanto especial. Eran tacos de carnitas que preparaba Belis. Por algún tiempo, Belis tuvo su taquería al lado del cine Comitán, luego, una tarde desapareció y lo fuimos a hallar como ayudante en la cantina de Tío Tavo. Le preguntábamos por sus tacos, porque los extrañábamos, pero él, por ese tiempo, no estaba dispuesto a darnos gusto. Le perdimos la pista, hasta que un día Javier llegó y nos dijo, con emoción, casi casi como si hubiera hallado un tesoro, que había hallado la pista de Belis. Javier -que siempre ha sido un fanático de los tacos bien hechos- nos dijo que Belis había puesto su "puesto" en la salida a Margaritas. Le dijimos a Javier que nos llevara. A esa hora, ya casi las siete de la noche, nos subimos a su carro y Javier nos llevó. Llegamos a una calle sin pavimento apenas iluminada con una lámpara a mitad de la calle. El local de Belis estaba en una calle perdida a media cuadra de la carretera que va de Comitán a Las Margaritas. Bajamos del carro, hallamos a Belis, detrás de un cristal empañado y un foco cubierto por la parte de arriba con un pedazo de papel estraza. "Que sean dos de maciza, Belis", dijimos todos a la vez. Nos sentamos mientras un hijo de Belis nos servía un plato con rábanos y otro plato con sal y limones partidos a la mitad. Belis puso las tortillas sobre el comal y comenzó a cortar la maciza sobre una rueda de madera de pino.
Belis había cambiado de religión y siempre que llegábamos a su galerón de madera lo oíamos entonar alabados.
A veces estábamos tranquilos en el parque y alguien de nosotros comenzaba con el antojo: "¿cómo les caería unos taquitos?". Nuestras papilas gustativas comenzaban a llenarse de deseo, de carne de cuch, pero de la que preparaba el Belis. No importaba que no tuviéramos carro a la disposición, abandonábamos la banca del parque central y bajábamos hasta La Pilá, ahí torcíamos a la derecha y caminábamos sin parar hasta llegar a la calle que desembocaba en la carretera a Margaritas y bajábamos, como si estuviéramos en un tobogán, hasta llegar al local de Belis. Entrábamos en tropel, nos peléabamos las sillas de madera pintadas en azul, Belis le subía el volumen a la grabadora y le pedíamos cuatro de maciza y dos de surtida. Belis, detrás del cristal empañado, con su rostro sudoroso, con su mandil sucio, calentaba las tortillas mientras cantaba los alabados. Así, oyendo alabados, cenábamos esos tacos que eran como maná. Javier bromeaba, decía que si alguien nos propusiera cambiar de religión con tal de seguir probando los tacos de Belis, él estaba dispuesto a hacerlo.