En los años setentas el mito del Che estaba en su cima. Muchos de mis amigos usaban playeras con la imagen del guerrillero o pegaban el cartel en las paredes de sus cuartos. Yo mismo, sin saber bien a bien porqué era tan famoso el Che, copiaba en cartulinas la imagen en blanco y negro. Me fascinaba ver la maravilla de la síntesis en donde, con una simple mancha negra, quedaba plasmado el rostro de aquel hombre enigmático.
Mi palomilla nunca tuvo la "conciencia revolucionaria" que otras palomillas sí tuvieron. Todos nos conocíamos, íbamos a la misma escuela o a la de enfrente. Sin embargo, nunca aprecié que otros compas, de la misma generación, veían al Che como algo más que un mero diseño pop. No es casualidad que muchos años despúes (en el levantamiento de los zapatistas en 1994) algunos de los compas de ese tiempo aparecieran como piezas fundamentales en el movimiento del Sub. La labor que hizo el padre Joel fue decisiva. El padre Joel era, en esos tiempos, un sacerdote que tenía un carisma especial para atraer la atención de los jóvenes. No era gratuito su encanto, ya preparaba el camino de la liberación.
Cuando, en mi oficio de periodista, cubrí los diálogos de San Andrés, en Larráinzar, vi a Bárbara y a Hugo. ¡Supe entonces que para algunos el Che había significado más! Ahí estaban dos hombres de mi generación comprometidos en esa lucha! ¡Deben seguir ahí!
Por fortuna, este mundo tiene muchos ríos.
Para mí, el Che nunca dejó de ser lo que fue. Sigue siendo la imagen pulcra y definida de un maravilloso diseño popular. Tal vez algún día deba conocer más de su vida y de su lucha, tal vez un día deba tratar de entenderlo más, mientras tanto lo miro como un icono cultural ¡sorprendente!