lunes, 9 de marzo de 2009

LOS DÍAS COMUNES Y CORRIENTES



Hay gente que cree en las señales del universo. Dice que si un hombre está atento a lo que sucede a su alrededor puede descubrir ciertas indicaciones que definen por dónde debe uno caminar.
Todo en apariencia estaba normal. Era un día cualquiera, con sol y con el viento jugando sobre las faldas de las muchachas bonitas.
Mariana, quien es mi afecto, y estudia en Tuxtla Gutiérrez, llegó al pueblo para pasar el fin de semana con sus papás y con su novio. Mientras recogía la ropa, puesta a secar en el patio, oyó el ladrido de “Fido”, el perro doberman de la casa vecina. Mariana llenó la cubeta azul y llevó la ropa al cuarto de planchar. Ahí la dejó, ahí escuchó de nuevo el ladrido de Fido, constante, insistente, como si el motivo de su ladrido estuviera frente a él y no lo dejara.
Mi afecto, a las diez con treinta y dos de la mañana, apagó la radio, dejó de escuchar Exa-fm, tomó su bolso y salió con rumbo al centro. Había quedado de verse con su novio a las once de la mañana. Se citaron en la fuente que está frente al templo de Santo Domingo.
Mariana caminó de prisa. Tuvo cuidado de no resbalar en una entrada de carro. Las lajas de las banquetas de Comitán son juguetonas, les gusta atravesar el pie a los caminantes.
Justo a dos cuadras del parque apareció lo insólito: Un hombre caminaba y llevaba una bicicleta sobre la banqueta, venía en sentido contrario al de Mariana. Bastaba que Mariana caminara diez o doce pasos para topar con el hombre. Como el hombre no montaba la bicicleta, él y su aparato ocupaban toda la banqueta. Mariana se detuvo. El hombre siguió caminando rumbo a donde ella estaba. Ella trató de decirle al hombre que era incorrecto lo que hacía (¡sólo eso faltaba, bicicletas en el lugar destinado para los peatones!), pero el hombre, con el rostro como de perro doberman, no parecía dispuesto a escuchar. Mi afecto bajó de la banqueta para impedir que el hombre la atropellara. Cuando Mariana se vio debajo de la banqueta sintió un desasosiego: sobre la banqueta iban las bicicletas y los carros circulaban sobre la calle. ¿Qué espacio quedaba para los peatones? Y digo que sintió desasosiego porque a partir de ese instante ya no pudo subir a la banqueta, porque más hombres, con bicicletas, circularon por ahí. Vio la banqueta de enfrente y pensó que podía alcanzarla, pero la otra banqueta también se llenó de hombres con bicicletas. Los carros no dejaban de circular por la calle. Se quedó parada al lado de la banqueta mientras, como si esa simple calle fuese una autopista, por un lado pasaban los hombres con las bicicletas y por el otro los carros con sus bocinas a todo volumen, con música de banda duranguense.
Ahí la encontré, deteniendo su bolso con ambas manos contra su pecho. Le dije que subiera al carro, corrió por delante y abrió la puerta, no sin dificultad porque los ciclistas de la banqueta pasaban con prisa. Subió, se colocó el cinturón de seguridad y me dijo que acelerara, pero yo no podía hacer nada porque la fila de carros avanzaba a un ritmo constante pero con la pereza asfixiante de los embotellamientos. Yo escuchaba un disco con poemas de Sabines. Mariana llevó sus manos a las orejas y me exigió que apagara eso, como si, inconscientemente, empleara las palabras del poeta. En lugar de mandar “a la chingada las lágrimas”, mandó a la chingada los sonidos en esa mañana caótica.
Llegamos al parque central a las once en punto. Me estacioné unos segundos frente a la fuente. Ahí estaba ya el novio. Toqué claxon y él corrió hacia nosotros. Antes de bajar, Mariana me dijo que ella no le había hecho caso a la señal. Yo quise saber qué señal, pero ella, ofuscada, confundida, me dijo algo acerca de un ladrido como de eco de tormenta.
Ella bajó y abrazó a su novio. El parque estaba luminoso. Yo seguí mi camino, saqué la mano por la ventanilla para despedirme, pero ellos no me vieron. Los vi por el retrovisor, los vi eternamente abrazados: Mariana mantenía la cara recostada sobre el pecho de su novio y él le acariciaba su cabello mientras miraba un grupo de niños que jugaba con un globo.
A mí me pareció que todo era normal en el pueblo. El día era luminoso y el viento jugaba con el cabello de las mujeres que caminaban sobre las banquetas de laja de Comitán. Mariana había dicho algo acerca de una nube densa, sin embargo yo veía un pueblo luminoso, con sus árboles de tenocté llenos de flores blancas, como racimos de esperanzas. Esto, sin duda, fue una buena señal.