lunes, 16 de marzo de 2009
PEQUEÑA CRÓNICA DE UN TEXTO INÉDITO (Primera de dos partes)
Mariana dice que alguien, anoche, dejó un texto en su casa. Estaba en la cocina preparando la cena cuando escuchó un ruido en la puerta, como si una rata tratara de colarse. Tomó una escoba y corrió a la puerta principal. Ahí vio la carpeta que alguien metió por debajo de la puerta.
Siguiendo al pie de la letra “El manual para abrir un libro”, ella tomó todas las precauciones necesarias. Se acercó a la puerta y vio por la mirilla si había algún movimiento extraño en la calle. Luego fue hacia la cómoda del recibidor, abrió una gaveta y sacó la máscara contra gases y los guantes de látex. Se colocó la máscara y enfundó los guantes en sus manos. Se agachó y, con extrema precaución, tomó la carpeta y la depositó en una bolsa negra que selló. Se quitó los guantes y, junto con la bolsa negra, los arrojó en el incinerador sin accionar el aparato. Luego me llamó por teléfono, le dije que no saliera por ningún motivo.
Subí al carro y fui directamente a su casa. Quienes me conocen saben que soy un hombre cauteloso que no asume riesgos, casi casi se podría decir que soy miedoso. Por esto, cuando llegué a la calle donde está la casa de Mariana me quedé adentro del carro. Bajaría hasta estar seguro que no había nada inusual en la cuadra. Al parecer todo estaba tranquilo, tan tranquilo que me alarmé. La cuadra estaba como una pista de hielo a las dos de la madrugada, a pesar de que apenas eran las siete de la noche. Tomé el celular y mandé un mensaje a Javier. Diez segundos después leí la respuesta de Javier, me decía que estaba cerca del lugar y que no me moviera, llegaría en menos de cinco minutos. “Te espero, no tardes”, respondí y luego marqué al teléfono de Mariana. Me pidió que no colgara, se acercó a la ventana y desde ahí me vio. Así, ella en la ventana y yo en el carro, con la comunicación telefónica abierta, esperamos a Javier. Se paró a mitad de la calle, abrió los brazos y gritó que todo estaba tranquilo. Bajé del carro, abracé a Javier y juntos fuimos a la casa. Mariana abrió y nos invitó a pasar, pero Javier se despidió, debía ir a su casa porque alguien lo esperaba.
Me senté en la mesa de la cocina y Mariana me sirvió un té. Después de tomar un sorbo le pregunté: “¿En dónde está?”. Ella se acercó a mí y, en voz baja, de acuerdo con “El manual”, señaló el incinerador. Me paré, tapé mi nariz con mi brazo izquierdo y abrí el aparato. Al fondo estaba la bolsa negra. Iba a prender el aparato pero Mariana, con su mano derecha, me indicó que no lo hiciera. Regresé a donde ella estaba. “¿Sabes qué? -dijo- creo que es el texto inédito que ayer robaron en la casa de Carlos Fuentes”.
En su noticiario, López Dóriga había dado la noticia. Fuentes se mostró molesto y decepcionado por toda la violencia que impera en el país. Dóriga se mostró extrañado. Le preguntó si no tenía respaldo en su computadora o en el USB, pero don Carlos señaló que era un manuscrito escrito en el año de 1957. “¿No se te ocurrió escanear o fotocopiar el documento?”, le preguntó Dóriga al famoso escritor. Se escuchó algo como “A la mierda” y luego don Carlos colgó.
Contraviniendo “El manual” saqué la bolsa negra y puse el texto sobre la mesa. En efecto, el texto era un manuscrito, con una letra elegante, con tinta azul, correcciones en verde, escrito sobre hojas delgadas color oro. Busqué en las primeras hojas el nombre del autor pero el texto no lo consignaba. Miré la última página. Únicamente decía la palabra “Fin”.
Leí en voz alta el primer párrafo: “La mesa estaba limpia, como una pista de hielo a las dos de la madrugada. Pero Martha salió de la cocina y rompió esa armonía al colocar un florero. Sacó una cinta métrica y con ella se ayudó para dejar el florero justo en el centro”.
(Primero Dios este texto concluye el próximo miércoles).