miércoles, 11 de marzo de 2009

LUGARES PARA DESCANSAR DE VEZ EN VEZ



No ocurre siempre. Por lo regular ocupo mis días en acomodar los aromas y colores actuales. Tengo un estante de madera donde coloco los frascos novedosos de estos tiempos. Sé que estos frascos también serán aromas viejos algún día, pero, por el momento, son las esencias que me visten, que me dan identidad, que me dicen a cada hora ¡que estoy vivo!
Pero a veces ocurre, como ayer, que algún aroma escondido asoma. Es algo como una niebla, un vapor que asciende desde las hendijas del suelo y me atrapa.
Ayer, por ejemplo, miré una foto de mi papá, quien falleció en 1990, y sentí un aroma de cuarto cerrado. Si alguien me preguntara podría decir que casi casi vi el hilo de luz que salió de la foto y llegó hasta mi nariz, y, como si fuera un conejito, jugueteó en el laberinto de mi olfato. Estornudé. Estornudé como si un polvo antiguo descansara sobre un piso de madera.
Cerré los ojos y hurgué en el recuerdo. El cuarto es el que está al fondo de la casa donde viví de niño. Ese cuarto permanece cerrado casi todo el tiempo. Cuando mi papá lo abre, yo aprovecho y entro a hurgar en medio de la penumbra y de ese olor a madera húmeda que me hiere el olfato. A mi mamá no le gusta que entre ahí, mi papá no me dice nada.
En una esquina que siempre tiene telarañas está una silla de madera. Sus patas están torneadas, son muy delgadas, como si fueran patas de un flamenco con algunas chibolas en la parte de en medio. En el respaldo tiene un dibujo que apenas se distingue.
Siempre que entro a este cuarto veo la silla. No sé qué siento al verla tan vacía, tan castigada en esa esquina. ¿A las sillas también las obligan a permanecer en una esquina cuando se portan mal? ¿Esta silla está castigada porque tiró a una vieja gorda que se sentó sobre ella? A veces pienso que si saliera al patio, a la luz del sol, esta silla se despedazaría por completo. Lleva no sé cuántos años enclaustrada. Yo la he visto ahí desde la primera vez que entré a este cuarto.
Todas las demás sillas de la casa están contentas, las veo retozar en la sala, en la cocina, en la oficina de mi papá y en los corredores en espera de que lleguen las visitas. Cuando llega el tío Víctor se sienta en una silla plegadiza. A mí, igual que al tío Víctor, me gustan esas sillas que se doblan como aquella niña contorsionista que vino en un circo hace muchos años.
La silla del cuarto cerrado es una silla dura, de esas hechas con madera recia. No obstante, ella se ve ¡tan frágil! La navidad pasada le pedí al viejito de la noche buena que me regalara esa silla, pero luego borré mi petición de la carta. No me perdonaría que la silla se evaporara al contacto con el aire. Pensé entonces que le haría bien una compañera y metí una silla del comedor que coloqué a su lado, pero luego me sentí mal porque miré que la silla nueva me miraba con una cara de terror cuando advirtió que yo cerraba la puerta.
No ocurre siempre. Por lo regular ando de un lado para otro, en estancias bien iluminadas. La casa donde vivo ahora es una casa pequeña y no tiene cuartos cerrados porque casi no tiene cuartos. La casa de mi infancia era enorme, tenía muchos cuartos y varios de estos funcionaban como bodegas. En esos cuartos que permanecían cerrados durante mucho tiempo apilábamos las cosas que no eran de uso diario.
De vez en vez, mi papá abría el cuarto del fondo, entraba con un quinqué y buscaba algún documento en la pila de papeles que tenía sobre una cómoda.
A veces, como ayer, vuelvo a entrar a ese cuarto y la bofetada húmeda vuelve a acariciar mi olfato y mi corazón. Por más que intento no logro descubrir qué cuenta el dibujo que está pintado en el respaldo de esa silla olvidada. No saco a la luz esa silla porque se desintegraría. Por esto, también, muchos de mis recuerdos los conservo adentro de cuartos oscuros y tristes.
No ocurre siempre, sólo de vez en vez.