martes, 24 de marzo de 2009

Del árbol del bien y del mal


A veces pienso en qué se necesita para escribir. ¿Qué elementos, qué materiales? Un lápiz, una hoja y un soporte para apoyar la hoja. ¿Se necesita más? Bueno, tal vez una vela si ya está demasiado oscuro.
Hay escritores que realizan rituales, que tienen manías o algunas supersticiones. ¿Yo? No hago nada especial, aparte de no caer en el error de convertir el acto de escribir en un acto trivial. Cada vez que me siento frente a la computadora o que tomo una libreta tomo conciencia de lo que voy a hacer. Mi primer pensamiento va dirigido a esa energía universal que algunos llamamos Dios. Es como una mantra. A partir de ese instante todo es como ver llover con la conciencia del chubasco, de la gota que se cuelga en los dinteles o en las hojas de los árboles.
De ahí en fuera no hago nada más. Puedo escribir en la soledad de mi cuarto, con la misma intensidad y emoción que lo hago en medio de una muchedumbre; en un día a pleno sol que en una tarde lluviosa.
¿Cuál es el prodigio de la escritura? Descolgar cada palabra como si fuera un fruto, como si el árbol estuviera ahí desde siempre, simple y sencillamente para que nosotros, los escritores, alarguemos la mano para elegir el fruto.
Hay ocasiones que los frutos están podridos, que están llenos de gusanos, que están verdes; pero, hay instantes rotundos en que el fruto es una manzana sin nostalgia de Eva o de Adán; sólo con cierto resabio de añoranza del árbol del bien y del mal.