viernes, 18 de septiembre de 2015

VIENTO CON POLVO




Una palabra puede activar mil imágenes. Siempre me pasa así. Cuando estaba en la primaria, cuando el maestro nos leía un texto histórico bastaba una palabra para que yo perdiera el hilo de la narración y me fuera por la libre, por otros caminos que, a veces, me catapultaban a mundos irreales. Uf, era penoso bajar a la realidad a la hora que el maestro me daba un zape en la cabeza y los compañeros reían.
Ayer en la mañana algo similar sucedió. Muy temprano, estaba en la universidad cuando escuché una llamada en mi celular: ¡era Geny Cifuentes! Apenas saludó y soltó lo que tenía trabado en la garganta: “¡Murió Laco!”, dijo. Yo alcancé a decir qué pena, antes de colgar, y entonces, como si el teléfono tuviese una interferencia u otra llamada se intercalara, escuché: “¡Viento, viento, viento!” Colgué y entonces todo fue Laco, un viento llamado Laco.
En el patio de la escuela caminaban los estudiantes, ellas con las libretas cubriéndose los pechos, ellos con la mochila en la espalda. Adentro de la oficina el Viento Laco trepó en los archivadores y, con la elocuencia que siempre lo caracterizó, gritó: “Sí, yo también soy jolote”. Estas palabras las dijo una tarde que, en San Cristóbal, dio una conferencia. Manolo Nucamendi, Marcos Puig y yo habíamos viajado especialmente desde Comitán para oír la voz de Laco. Todo había sido como cuando uno está de juerga y decide seguir la pachanga en Puerto Arista. En la mañana de ese día, Manolo dijo que Laco estaría en San Cristóbal, en la Casa de la Cultura, y disertaría una conferencia acerca de la literatura chiapaneca. “¡Vonós!”, propuso Manolo y nosotros dijimos ¡Sí! Al salir del Colegio (lugar donde laborábamos), a las dos de la tarde, subimos a la camioneta de Manolo y a las tres y media ya comíamos en el Tuluk (palabra que, ¡oh, coincidencia!, significa guajolote). ¿De qué año hablo? Hablo de un año del siglo pasado, de cuando no había tantos topes en la carretera Comitán – San Cristóbal y los únicos bloqueos eran los que veíamos por televisión, donde los defensas de Los Patriotas impedían el avance de Los Empacadores de Green Bay.
Al término de su conferencia que, como siempre, estuvo salpicada de conocimiento y de chascarrillos que la audiencia celebró con carcajadas, los tres nos acercamos a saludarlo. Él platicaba con dos muchachas, al vernos movió los brazos (como guajolote, perdón) en señal de que éramos bien recibidos en ese círculo. Nos acercamos y él, como si continuara la conferencia, siguió desparramando conocimiento y chanzas. Cuando hizo una pausa, Manolo dijo que éramos comitecos y entonces él se carcajeó y dijo lo que ya dije líneas arriba: “Sí, yo también soy jolote”. En Comitán, los Zepeda tienen el apodo de jolote, aféresis de guajolote. Don Pepe Zepeda es don Pepe Jolote; por lo tanto, don Eraclio Zepeda era, por decisión propia, don Laco Jolote.
Supe, entonces, que él era un personaje más de la literatura. Así como él creó don Chico que vuela, esa tarde estábamos presenciando el nacimiento (aún jolotío con plumas tenues) de don Laco Jolote. Y pensé que el mundo de los cuentos infantiles se renovaba, porque, ¡ah, qué maravilla!, cuántos cuentos podrían escribirse con ese personaje que era inmenso, con gran tzijnij y argüendero (como son todos los guajolotes en las granjas). Y él, Laco jolote, reía y su panza se movía como una gelatina enorme, como panza de sapo. Y ya sabiendo que era personaje de literatura infantil pensé que también podía ser de literatura erótica, porque el Comitán de los jolotes, también es el Comitán del Cotz; cotz es un vocablo tojolabal que significa jolote, pero también alude al acto sexual y entonces el cándido personaje de don Laco Jolote se convirtió en don Laco Cotz y, para evitar la duplicidad de la sílaba co, el personaje se convirtió en Lacotz, ¡ah, qué bendición!, y digo qué bendición porque esta palabra sonaba como Lacoste, y esta palabra, todo mundo lo sabe, es el nombre de una empresa que tiene un cocodrilo como logotipo, y así fue cómo, en medio del aire gélido de San Cristóbal, don Laco Jolote se convirtió en don Lacocodrilo y entonces lo vi, en medio de ese círculo de muchachas bonitas y de nosotros, barracos ya mayorcitos, abrir su buche de jolote, abrirlo con la fuerza de las mandíbulas de un cocodrilo y lo vi, como tronco viejo, flotar por encima de las aguas del Grijalva. Y supe que ese personaje daba para muchos personajes más y para mil cuentos, pero, viéndolo así, con su abanico de plumas y sus fauces con dientes de bisturí, pensé en quién escribiría esos cuentos y supe que no lo haría él. Ah, qué pena. No lo haría, porque le miré horma como de que ya se había cansado de contar cuentitos y acometería, como si fuese un elefante memorioso, la aventura de escribir cuatro novelas que aludieran a los elementos: agua, tierra, fuego y aire (¡viento!, ¡viento!).
Entonces regresé al día jueves diecisiete de septiembre de dos mil quince, regresé a la universidad y miré a los muchachos que, con paso rápido, porque ya se les había hecho tarde, se dirigían a las aulas. Todo parecía normal, pero no era así, porque Eugenio había dicho: “¡Murió Laco!”. Laco jolote, Laco cotz, Lacocodrilo, Laco fuego, Laco tierra, Laco agua, Laco viento, ¡viento! Me di un zape, entré al salón y comencé a dar mi clase. ¿Se valía leer un cuento de Laco?

miércoles, 16 de septiembre de 2015

EL ALMA DE ALMA




La actriz Alma Muriel murió un día de 2014. Era un día luminoso, pero luego se enredó en una bufanda de neblina. Alma tenía que llamarse, como decir Mahatma (alma grande).
El edificio que acá se ve, era el edificio que veíamos todas las mañanas. En este edificio vivía Alma. Es un edificio que está en la calle Tlacotalpan, de la colonia Roma, en la Ciudad de México. Nosotros vivíamos en la casa del frente. Bastaba cruzar la calle para llegar a la banqueta donde, una mañana, vimos a Alma barrer. Ahora que acabo de escribir estas dos palabras “Alma barrer” pienso en cómo puede barrerse un alma.
¿Quiénes veíamos a Alma? Miguel, Enrique y yo, que habíamos ido a la Ciudad de México para estudiar en la universidad. Los tres en la UAM, de recentísima creación. Miguel en Xochimilco, Enrique en Azcapotzalco y yo en Iztapalapa. Después de un trimestre fallido, malogrado, me cambié a la UNAM y por ahí anduve cinco años, en la Facultad de Ingeniería.
El día que vimos a Alma fue prodigioso. El cuarto de Miguel daba, precisamente, frente a ese edificio. El cuarto nuestro daba a un patio interior. Miguel, la mañana del prodigio, entró corriendo a nuestro cuarto y nos dijo que fuéramos, rápido. Enrique y yo nos paramos y seguimos a Miguel por el pasillo hasta llegar a su cuarto. Se llevó un dedo a la boca, indicándonos que guardáramos silencio, y con su mano derecha nos convocó a acercarnos a la ventana. Así lo hicimos. En la banqueta de enfrente, una muchacha barría. Enrique fue el primero que descubrió de quién se trataba, dijo: “Es Alma Muriel”. Yo me pegué al cristal de la ventana y dije que sí, que era Alma. Nos quedamos en silencio, admirándola. A la distancia era una mujer común y corriente, con dos piernas, dos manos, un torso no muy generoso y una escoba, pero nosotros sabíamos que ella era como una diosa, era Alma, la famosa actriz. Nada dijimos. En Comitán habíamos visto su película “Bikinis y rock”, en donde, por consenso, nos quedamos con las imágenes de los bikinis.
Vimos a Alma barrer la banqueta, nos quedamos embobados, casi casi como si estuviésemos en el cine y la viéramos en una película (como sí la vimos después, ya en 1978, en la cinta “Amor Libre”, donde el asqueroso de Manuel Ojeda, muy galán, muy piloto de aeronave mexicana, la seduce y ella, tonta, mil veces tonta, cae redondita y deja que el Ojeda le meta la mano, y tal vez algo más, en la cabina de un avión, mientras vuelan quién sabe a dónde).
El otro día, por esas cosas de la nostalgia, entré a Google Maps y busqué la primera casa en donde Enrique, Miguel y yo vivimos en aquella ciudad. Y “caminando” a través de las cámaras de Google logré llegar al edificio de departamentos de Alma. Acá en este edificio vivió esa maravilla de mujer. ¿De qué murió en el 2014? No lo sé. El día que supe que había muerto estuve triste un rato. Ah, pensé, mi vecina se fue.
¿Por qué salía a barrer? ¿Qué nos quería decir? No sé si debo entenderlo como un acto de humildad o como un acto snob. Voto por lo primero. Y voto por lo primero, porque Alma no vivía en el Pedregal de San Ángel, ella vivía en un modesto edificio de la colonia Roma. Tal vez, muchos años después, ya con más paga vivió en otra colonia y en otra casa, dejó el modesto departamento de la Roma y fue a vivir a donde viven los artistas glamorosos, porque ella estuvo en medio del glamour, pero cuando la vimos una mañana barriendo la banqueta era tan común como nosotros.
Miguel dijo que bajáramos a pedirle un autógrafo, un poco para que, cuando regresáramos a Comitán, lo enseñáramos a los amigos y dijéramos que nosotros vivíamos frente a la casa de Alma Muriel. Enrique y yo fuimos al cuarto por un cuaderno y Miguel se adelantó, bajó las escaleras, cruzó el zaguán y salió a la calle. Alma ya no estaba. (Ahora que escribí “Alma ya no estaba”, algo se me quedó trabado en el teclado). Cuando Enrique y yo bajamos sólo encontramos a Miguel. Éste propuso que, la próxima vez, bajaríamos los tres con escobas y barreríamos nuestra banqueta, seguro que ella sonreiría y sería el pretexto ideal para acercarnos a platicar con ella. ¡Uf, sería grandioso estar cerca de Alma! Pero las clases en la UAM comenzaron y debíamos tomar nuestro camión temprano, en las tardes íbamos al boliche y luego al cine. A veces llegábamos tarde a la casa, tatarateando porque habíamos comido en algún restaurante de carnitas al estilo Michoacán y tomado cervezas y dos o tres cubas. Antes de meter la llave en la cerradura de la puerta mirábamos el edificio de Alma y Enrique proponía que le lleváramos serenata. ¿Lo imaginan -decía- que le diéramos una serenata con marimba? Cerrábamos los ojos tantito y lo imaginábamos, pero, como dijera doña Lolita Albores: “Caso hay”. Además no sabíamos en qué departamento vivía, tal vez su departamento era uno de los departamentos interiores. Ah, hubiera sido tan bonito que su departamento diera a la calle.
El otro día me ganó la nostalgia y caminé, virtualmente, por esa calle de Tlacotalpan, la calle de Alma Muriel.

lunes, 14 de septiembre de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE ESTÁ UNA BANDERA




¿Tres en una? ¿Acaso el propietario de esta azotea quiso representar en cada escudo un correspondencia para cada color de nuestra bandera?
La lectura es sencilla, como sencillos los elementos: un mazo de flores, un atado de cables, el pretil de una azotea, el asta que detiene la bandera con un lazo, y el cielo. De fondo, siempre, el cielo.
Se sabe que el territorio natural de las banderas son los espacios de altura. En esta temporada, los cielos de México se inundan de banderas. Se ha dicho que la bandera pareciera ser propiedad de las autoridades en el resto del año, cuando sólo la izan en escuelas y edificios públicos. En septiembre, la gente común compra una bandera y la coloca en las paredes, ventanas y azoteas de sus casas. La bandera de esta fotografía tiene la característica de tener tres escudos. Mariana dice que el propietario de la casa compró un lienzo propio para pendón y no para bandera. Existe una ley sobre el uso de la bandera, del escudo y del himno nacional, que son nuestros símbolos patrios. Esta ley indica que la bandera mexicana consta de tres franjas colocadas de manera vertical, con los colores verde, blanco y rojo y un escudo al centro. Así que esta bandera tricolor con tres escudos no corresponde al ciento por ciento con las especificaciones legales, pero, en serio ¿quién se fija? Si a esas vamos, la banda presidencial tiene sus alambres chuecos.
El propietario de esta bandera sólo cumple con su pasión mexicana; se equipara un poco al mexicano que en la noche del grito le agrega el ¡cabrones!, al grito protocolario de ¡Viva México!, que es enunciado por la primera autoridad de la patria, del estado o del municipio.
Por supuesto que esta bandera de tres en una no podría tener cabida en otro mes que no fuese septiembre. En septiembre los excesos se apoderan de nuestro nacionalismo y la pasión va más allá de lo permisible.
Mariana dijo que si ese caos de alambres no era algo como una metáfora que envolvía la bandera de nuestra patria en nuestros tiempos. Dije que no, dije que ese caos sólo representa el caos de las ciudades que crecen sin orden y sin aplicar las leyes. Ella (Mariana, no la patria) dijo que entonces sí le daba la razón. Dijo que aún en septiembre (mes de los excesos patrios) esta bandera no podría estar ondeando por estos rincones, porque sólo contribuía a engrandecer el caos. Entonces, Mariana me preguntó (siempre sabe cómo desarmar mis argumentos) ¿qué mensaje se envía a los escolares al colocar una bandera diferente a la que todos los lunes izan en el patio de su escuela? Estaba a punto de responder cuando ella agregó, ya con la sonrisa en su boca: “¿Acá debe uno saludar tres veces? ¿Hacerlo con tres manos? Iba a decir que la bandera era simpática y que era una bandera sencilla colocada en una modesta azotea de un modesto pueblo mexicano; iba a decir que la confusión de la patria no está en las azoteas de las casas de los mexicanos honestos ni en sus intentos de celebración; iba a decir que esta bandera no era una bandera oficial, de esas bordadas en hilo de oro que penden de los edificios gubernamentales, pero ya nada dije, ¿qué podía decir?
La fotografía es sencilla, como sencillos los elementos que contiene, pero las disquisiciones de Mariana la enredaron un tantito, como enredados los cables que pasan frente a ese mazo de flores que, contagiado del mes patrio, se elevan con gallardía con sus verde hoja y rojo flor.
Nada más dije, sólo vi cómo la bandera, sin hacer caso a la reflexión de Mariana, se desplegaba con emoción al ritmo que le imponía el viento, un viento que sube desde la Ciénega y baña esta azotea que, sin pudor, refrenda su gusto de ser mexicana y de gritar: ¡Viva México, cabrones!

domingo, 13 de septiembre de 2015

CARTA A MARIANA, CON UN PASEO POR LA FERIA DE LA VIDA




Querida Mariana: Encontré a Paco y a su papá en la Feria del Libro que organizó Coneculta, apenas el mes pasado. Paco es mi amigo y su papá fue mi maestro del cuarto grado de primaria, en la Fray Matías de Córdova. Impartía las materias que todo curso exige, pero, a la hora que ya la matemática nos había puesto como zanates acalorados, él nos decía que sacáramos nuestro cuaderno de dibujo y copiáramos lo que en el pizarrón dibujaba. Con una gran facilidad dibujaba un loro y luego, con gises de colores, le daba vida. Nosotros, muy aplicados y contentos por el respiro, nos empeñábamos en hacer nuestro trabajo lo mejor posible. No recuerdo que alguno de mis compañeros haya superado al maestro (a veces sucede que en un grupo aparece un Miguel Ángel que pinta mejor que el maestro), pero tampoco recuerdo que alguien haya pintado una mesa o una silla en lugar del loro. El loro que dibujábamos tenía panza de danta y cabeza de toro, pero era verde y estaba parado en una rama de árbol.
Ya luego supe que mi maestro Javier impartía clases de modelado en la escuela preparatoria y los muchachos se divertían modelando el loro en plastilina. Era la consecuencia lógica: pasar del plano, al mundo en tercera dimensión.
Mi niña, vos sabés que mi memoria es como un trozo de plastilina azul expuesta al sol del mediodía, pero conservo dos recuerdos de mi maestro Javier. El primero es el día en que nos dijo que guardáramos los útiles y nos acercáramos al escritorio de madera. Todos le hicimos caso (en ese tiempo, los alumnos respetábamos las indicaciones del maestro). Cuando todos estuvimos sentados en el piso, alrededor del escritorio, él sacó un radio portátil, forrado con una carcasa de piel en color café. La carcasa tenía muchos hoyitos en el lugar donde estaba la bocina. Prendió la radio, escuchamos el himno nacional y luego la transmisión del partido México-Francia, en el mítico estadio de Wembley. Era el 66 y en Inglaterra se celebraba el Mundial de Fútbol. A mí nunca me ha llamado la atención el fútbol, ni oído, ni visto, ni practicado, pero esa mañana me volví parte de ese grupo y grité a la hora que Enrique Borja anotó el gol del empate.
El otro recuerdo que tengo es la tarde en que, cinco o seis integrantes del equipo de básquetbol, fuimos a la casa del maestro Javier y le pedimos favor que nos pintara un águila en nuestras playeras. Él colocó todas las playeras sobre el escritorio que tenía en su estudio y, con gran habilidad, dibujó, con un plumón, la cabeza de un águila en cada playera blanca. Ya a nosotros nos tocó ponerles color con pintura café. Ahí fue donde estuvimos a punto de echar a perder el trazo magistral. La playera de Mario quedó como si el café de la taza la hubiese manchado.
Paco tiene la bendición de tener a su papá con vida. Así lo ha entendido. Siempre que puede se da el tiempo para acompañarlo. El día de la Feria del Libro los vi juntos. Mi maestro estaba con las manos agarradas por encima de su estómago, una actitud cotidiana en él. Si alguien no lo conoce, sabrá que ese rasgo lo describe a la perfección: un hombre ecuánime, casi sabio.
Querida mía, he escuchado muchas historias donde los hijos lamentan no haber estado más tiempo con sus padres. Paco es excepción a la regla. Paco, siempre que puede, va a casa de su papá y sale con él. Mi maestro disfruta la compañía del hijo, sigue modelando su figura. Casi puedo verlo, Paco aún es como un trozo de plastilina, pero ya casi es mármol y el maestro Javier es un Miguel Ángel que cincela el espíritu de su David.
Cada vez que veo a Paco al lado de su papá siento que un aire fresco, como pajarito, se para en mi árbol. Sonrío, porque los veo sonreír. Ellos modelan la vida y lo hacen de manera sosegada, con la actitud del sabio: ¡con las manos unidas al frente!

sábado, 12 de septiembre de 2015

CARTA A MARIANA, CON AROMA A NOSTALGIA




Querida Mariana: a veces hago ejercicios memorísticos. ¿Cómo se llamaba aquella niña que fue mi vecina en los años sesenta? Recuerdo que era muy bonita, cuando reía se le hacían dos hoyitos en sus mejillas; rengueaba. Debe seguir rengueando en el pueblo donde viva actualmente. Recuerdo que una mañana un camión de mudanza se paró frente a la casa y tres cargadores subieron mesas, sillas, armarios, cajas de madera y de cartón. Mi vecina se marchaba de Comitán. ¿A dónde iría? Le pregunté a mi mamá, pero ella no supo. Mi mamá no había hecho migas con la familia de la niña de los hoyitos. Tal vez fue una de las primeras veces que conocí la tristeza. Yo jamás había hablado con la niña, pero, todas las tardes me asomaba al balcón y pedía a Dios que me permitiera verla. En ocasiones mi petición me fue concedida. La puerta de la casa vecina se abría y la niña asomaba con una canasta de mimbre en la mano. Iba por el pan. Ella salía sola. ¿Cuántos años tenía? Tal vez cinco o seis. Yo tenía ocho. Ella cerraba la puerta y caminaba por la banqueta, rengueaba, caminaba con paso de pato, de pato feliz. Jamás la vi seria, ella sonreía siempre y en cuanto lo hacía dos hoyitos aparecían en su cara. Es lo que recuerdo de ella, que era una niña muy bonita, que yo me paraba horas y horas en el balcón para verla de lejos, de vez en vez. ¿Nunca supe cómo se llamaba? Sí, lo supe algún día, esto es lo que aún me duele. Lo supe, pero una tarde (tampoco sé por qué) mi memoria se nubló y olvidó su nombre. Ahora, qué pena, sólo puedo referirme a ella como la niña bonita de los hoyitos en las mejillas. ¿Cómo supe su nombre? Una tarde llamé a Sara y le di un billete que había robado del escritorio de mi papá. A Sara le dije que ese billete era el pago anticipado para que averiguara el nombre de la niña. Sara tomó el billete, lo metió entre sus pechos y dijo que sí, que ella averiguaría el nombre de la vecina. En cuanto cerró la puerta pensé que tal vez ella sí sabía el nombre y, en la tarde, me diría que le había costado trabajo averiguarlo, pero que ya lo tenía y me diría el nombre de la niña bonita. En la tarde, Sara tocó la puerta de mi cuarto, entró y dijo que ya sabía el nombre, se acercó, me puso una mano en mi oído y, con voz bajísima, me dijo cómo se llamaba la niña. Yo sonreí. Sara, en el mismo tono de voz, dijo que para conseguir la información había dado el billete, ¿podía darle otro para ella? Dije que sí, que el domingo le daría mi gasto. Caro me salió el descubrimiento y ahora, cincuenta años después, ¡no recuerdo el nombre! Vos sabés, mi niña, que mi memoria es endeble, pero no tanto. ¿Cómo es posible olvidar el nombre de una niña que me gustaba? Recuerdo que, en un cuaderno, con letra pequeña, escribía su nombre, una y otra vez, lo repintaba, le ponía colores. ¿Cómo entonces lo olvidé? Tal vez, ahora lo pienso, fue porque Sara me lo dijo en voz casi inaudible, tal vez por eso su nombre se fue deslavando con el tiempo.
Por eso, querida Mariana, el otro día algo se me trabó en la garganta y sentí un asfixio pero lleno de colores, como si un arco iris se derramara sobre mi corazón. Un amigo me invitó a casa de su papá, me senté en un sillón en la sala, mientras una muchacha de la servidumbre me servía un vaso de limonada. Platicábamos, mi amigo y yo. Las paredes de la casa están llenas de fotografías en color sepia, con marcos dorados, a la usanza comiteca. El papá de mi amigo entró (él tiene más de ochenta y cinco años), caminó con paso cansino y, viendo a mi amigo, preguntó: “¿Dónde está mi mamá?”, mi amigo dijo que se estaba bañando. Dudé si había escuchado bien, ¿de verdad había dicho “mi mamá”? Mi amigo dijo que sí, que yo había escuchado bien. Su papá busca a su mamá (ya fallecida hace quién sabe cuántos años). Dios mío, al señor lo vi como un pichito, con aflicción, buscando a su mamá. Mi amigo dice que es su mayor obsesión. Cuando supo que ella estaba bañándose se tranquilizó, pero siguió caminando, con rumbo al patio, tal vez en donde está el baño de la casa. Mi amigo me confió que la búsqueda va más allá, me dijo que el otro día le pidió que lo llevara a la Cristóbal Colón, quería comprar un boleto para viajar a Comitán, porque quería ir a ver a su mamá. ¿Mirás qué belleza? Como en su casa no encuentra a su mamá, tal vez cree que él vive en otra ciudad y desea ir a Comitán para regresar a su casa y hallar a su mamá y abrazarla y platicar con ella, sentados en el corredor, tomando una taza de café, acompañada con una rosquilla chuja. Dios mío, mi corazón se puso como ciruela pasa. Mi amigo dice que su papá tiene más de ochenta y cinco años, casi noventa o más, pero yo lo vi como si fuese un niño de cinco; un niño de cinco que quedó solo en casa y ve que su mamá no regresa y la busca por todos los cuartos y no la encuentra, porque, ¡Dios mío!, el niño no lo sabe, pero ella no volverá. ¿Cómo recuerda el rostro de su mamá este niño de más de ochenta y cinco años de edad?
Pero hay más historias en este mundo de Comitán. Historias que tienen que ver con esa cuerda que siempre se enreda en nuestra garganta y que nos oprime el corazón. La nostalgia por lo perdido hace que la memoria se convierta en ese animalito que se llama cuyo y que se sube a una rueda giratoria y da vueltas y vueltas sin descanso. Mi memoria es así, estoy como cuyo dando vueltas y vueltas y no logro aprehender rostros y actitudes de mi infancia. Todo aparece envuelto como en una niebla. Estoy seguro que si lograra pasar del otro lado de esa capa todo sería tan claro y tan diáfano, pero no alcanzo a traspasar y las imágenes son borrosas. ¡Ay, yo supe un día cuál era el nombre de esa niña de hoyitos y hoy no logro pepenarlo!
Y digo que hay más historias sublimes que tienen que ver con el recuerdo y con la aprehensión de imágenes. La otra tarde, estaba en la entrada del auditorio del Centro Cultural y me puse a platicar con la mamá de un amigo. Ella es una mujer bondadosa, con un gran ánimo y un carácter de lorito, porque pareciera pasar de una rama a otra con gran alegría. Una alegría opacada por un reciente suceso: no hace mucho falleció su compañero de vida. Me quedé mudo cuando ella me dijo que escribe cartas a su esposo desaparecido, dijo que en la noche, después que echó llave a la puerta de calle, que tapó la jaula de la cotorra y rezó sus oraciones, saca un cuaderno del buró y le escribe cartas a su difunto amado. Me dijo que le cuenta cómo le fue en el día, narra los sucesos más importantes del pueblo, le confía sus alegrías y desesperanzas, haciendo énfasis en las primeras. Me dijo que, con letra manuscrita y pluma de tinta negra, le cuenta cómo están las vidas de sus hijos. Le dice que se alegraría si supiera que fulanito logró tal hazaña y ella, llena de optimismo, le promete que seguirá velando por ellos, como si él estuviese todavía en casa. Mucho de lo que hace lo hace en nombre de su compañero difunto. Mientras me lo contaba, pensé que era bueno que lo escribiera. Es muy conocido aquel proverbio que dice: “Lo oral vuela, lo escrito permanece”. Ella todo lo fija en su cuaderno, con hojas de rayas. Ahí está su vida compartida. A la hora que escribe es como si tomara de la mano a su compañero y lo invitara, como lo hizo tantas veces cuando él vivía, a caminar juntos ese sendero que se llama vida.
Yo escribí muchas veces el nombre de la niña. Igual que la mamá de mi amigo, en la noche, ya a la hora que la casa estaba en silencio, a la hora en que sólo un grillo se asomaba en una hendija, sacaba la libreta que tenía guardada bajo llave en la gaveta y, alumbrado con la lámpara del buró, escribía su nombre. Lo hacía con cuidado, intentaba que el nombre quedara lindo. Una vez escrito el nombre lo repintaba una y otra vez, hasta que el nombre tomaba un relieve y era como una marquesina anunciando el nombre de la actriz principal. Y delimitaba el nombre con un rectángulo, a manera de marquesina, y en todo el borde pintaba puntitos con destellos, simulando lámparas. Y pensaba que si ella, la niña bonita, viera su nombre en mi cuaderno, sonreiría y en su carita se le harían los dos hoyitos que siempre aparecían cuando ella estaba contenta, y siempre estaba contenta, por eso, cuando la veía caminar, yo también sonreía al verla rengueando, con su pasito de pato.
La quise mucho. ¿Por qué entonces no recuerdo su nombre? ¿Por qué no lo grabé en mi memoria si lo escribí tantas veces? Tal vez me equivoqué y hay situaciones en la vida en que no bastan las hojas de los cuadernos, tal vez los seres humanos debemos grabar, con cincel, los actos más sublimes en otra superficie. Tal vez no tuve la suficiente pasión para bordar su nombre en la orilla de mi corazón. Algo me faltó. Sé que tengo una memoria de pumpo, pero esto no justifica este olvido. Sé en dónde estaba cuando ocurrió el temblor de la ciudad de México, en el año 1985; sé qué hacía cuando cayeron las Torres Gemelas, de Nueva York.

Posdata: los sucesos brutales e inesperados que nos ocurren no los olvidamos jamás. Los momentos sublimes también los grabamos para siempre. ¿Por qué entonces no recuerdo el nombre de aquella niña? ¿Por qué, Dios mío, a veces soy como el papá de mi amigo y busco en todos los cuartos de la casa?

viernes, 11 de septiembre de 2015

EN TIEMPO DE PAZ




Iban en un camino de terracería. Martha sacaba la cabeza por la ventanilla y el aire movía sus cabellos. Pepe, en la parte trasera, jugaba un juego en su teléfono portátil; mientras Margot jugaba a encontrarle formas a las nubes. “¡Un armadillo!”, gritó la tía Elena y Margot buscó en el cielo, pero ya el tío Armando frenaba de golpe, todos se iban hacia adelante y, con las manos, impedían chocar contra el cristal o contra los asientos delanteros. ¡Un armadillo!, repitió la tía y señaló hacia la derecha del camino. Más allá del límite cercado con alambre de púas ¡estaba un armadillo, pequeño!
La tía chasqueó los dedos y pidió la cámara. ¡Apúrense, se va! Pero el armadillo avanzaba lento, como si fuese un panzer francés en territorio ruso. Martha sacó más la cabeza y, emocionada, dijo que jamás había visto un animal así. El armadillo ya subía por una pequeña colina y mostraba su caparazón brillante.
Margot colocó sus manitas sobre el cristal trasero y vio cómo el armadillo, como si fuese un tanque de la segunda guerra mundial, ya corría por la segunda sección del terreno. Estaba claro que su objetivo era alcanzar la cima de la colina, donde se alcanzaba a ver un sembradío de plantas de maíz. Su visión era nítida, a pesar de que ya el animal ponía distancia. Margot daba pequeños brinquitos sobre el asiento, estaba emocionada. Ella, igual que Martha, jamás había visto un armadillo, ni siquiera en los zoológicos. Los zoológicos del mundo, por lo regular, tienen preferencia por animales exóticos enormes, como elefantes, jirafas, tigres, leones, osos y panteras; o por animales simpáticos como changos, pingüinos, koalas y venados.
De pronto, Margot vio lo que ya todos habían visto: los alambres de púas, los vio tendidos de manera horizontal, detenidos por postes que se asfixiaban con los amarres. Preguntó si el animal se había lastimado al pasar. No, dijo, Martha, cómo crees, el animalito pasó por debajo, pero por la perspectiva, la niña vio que el animal rozaba el alambre, sí, ahora mismo estaba rozando su caparazón con la tira de púas, escuchó el rechinido del alambre contra el caparazón y un lamento, muy similar a cuando su perro fue atropellado. Margot dijo que salvaran al animal, soltó el cristal, abrió la puerta, bajó y corrió hacia el territorio donde el armadillo avanzaba. Martha gritó, el tío bajó apresuradamente y corrió hacia donde, ya pecho a tierra, Margot también avanzaba.
El armadillo ya estaba a punto de alcanzar la cima, Pepe pensó que al llegar a la cumbre, el panzer podría camuflarse en medio de la milpa. Ahí no podría verlo el enemigo. El tío cogió de un pie a Margot y le gritó que se detuviera, que no se pusiera de pie, porque encima de ella estaban los alambres de púas. Margot se detuvo, pero, casi llorando, pidió al tío que salvara al armadillo. Así, repegada al suelo levantó su cara y vio que el armadillo ya estaba en la cima de la loma y vio que ya había librado la alambrada, ¡estaba salvado! Pepe pensó lo mismo, ahora, el panzer sólo tenía que avanzar por en medio de la milpa y el enemigo no podría descubrirlo, pero justo cuando la sonrisa aparecía en el rostro de Pepe y en el rostro de Margot y también en el del tío, que ya jalaba a la niña hacia este lado, se escuchó un disparo, un disparo que salió de detrás de la milpa. ¡El enemigo!, pensó Pepe y cerró los ojos. El tío se paralizó un segundo, pero al siguiente jaló a la niña sin importar que su caparazoncito se lastimara leve con el alambre. Se paró, abrazó a la niña y corrió hacia la camioneta, a unos cuantos pasos gritó que se subieran todos, que cerraran las puertas, que subieran las ventanas, que se tiraran al piso. Dio vuelta a la camioneta, subió de prisa, casi tiró a Margot sobre el asiento delantero, ahí donde Martha se cubría la cabeza con las dos manos, encendió el motor, metió primera y avanzó. Otro disparo se escuchó. Pepe supo que el enemigo también los había descubierto a ellos y sintió miedo y gritó para que el tío imprimiera más velocidad, pero ya escuchaba un tercer disparo y la camioneta parecía avanzar de manera muy lenta, como si fuese un panzer francés en medio de la estepa rusa.

miércoles, 9 de septiembre de 2015

SERÉ TU AMA




La mujer bajó de la camioneta y pidió ver al rotulista. Un joven que pintaba una manta en el piso, sin levantar la vista, gritó: “Moncho, te buscan”. Moncho sacó la cabeza, detrás de una puerta y preguntó: “¿Qué quieren?”. El joven iba a hablar, pero la mujer dijo: “Quiero que me pinte un letrero”. Moncho salió por completo, se limpiaba las manos con un poco de thiner y un pedazo de estopa. La mujer le mostró la camioneta estacionada. La mujer vestía botas (llenas de lodo) y tenía las cejas unidas, como las tenía Frida Kahlo. En la cadera derecha llevaba colgado un fuete. Moncho titubeó y dijo: “Ay, jefecita, llegó en mal momento”. “No -dijo la mujer- vos sos el que está en mal momento”. Moncho sonrió y preguntó: “¿Qué va a decir?”. La mujer salió, esperó que Moncho hiciera lo mismo y, con el fuete, señaló la parte trasera de la camioneta: “Quiero que diga: ¡Seré tu ama!”. “¿Nada más?”, preguntó Moncho y tiró el pedazo de estopa. La mujer se acercó al rotulista y lo señaló en el pecho con el fuete: “Quiero que sea con letras rojas”.
En este país los choferes de camiones y camionetas tienen costumbre de colocar letreros en las defensas, en los toldos, en los laterales, en todas partes. Es una manera de personalizarlos y, además, una forma de mostrar algo de la personalidad del propietario. Los creyentes colocan: “Si no regreso, ya estoy con Dios”. ¡Dios mío! ¿Quién sube a un colectivo que tiene tan funesto mensaje? Los calientes libidinosos mandan a rotular: “¿Qué sientes cuando me voy?”. ¡Qué letrero tan vulgar y tan de doble sentido! Los cínicos escriben: “No te quedas, ¡me alejo!”.
La mujer dijo que regresaba en dos horas y dejó un billete de cien sobre la mesa de madera adornada con manchas de mil colores. El joven rió y dijo que la vieja era bragada y la imitó: “Vuelvo en dos horas, que ya esté listo” y luego, con voz de loro enojado, agregó que Moncho se había topado con su ama. No, dijo Moncho, a mí nadie me manda. El joven se paró y dijo: “¿No? ¿Y por qué temblaste ante la doña?” y agregó que ya le quedaba menos tiempo, que se apurara, porque la doña estaba a punto de volver y que se acordara del fuete. Moncho tomó un bote de pintura roja, una brocha media y delineó las letras: “¡Seré tu ama!”, luego con la pericia de tantos años, comenzó a repintar el letrero. En dos ocasiones dio dos o tres pasos hacia atrás y observó el delineado. Como siempre, había hecho un trabajo de excelencia.
Es un hecho que hay más choferes hombres que mujeres, por ello, son los hombres quienes tienen la preferencia por colocar letreros en los parachoques. Hay muchos que prefieren letreros religiosos. En las carreteras de todo el país circulan camiones con citas bíblicas. Muchos prefieren el salmo 23: “El Señor es mi pastor, nada me faltará”. Algunos maldosos aprovechan los letreros y, con pintura en aerosol, hacen agregados. En una carretera de Veracruz, iba un camión con el letrero que reproducía un fragmento del salmo 22: “Dios mío, clamo de día, y no respondes” y algún joven le agregó: “Es que no es territorio Telcel”.
A las dos horas en punto, la mujer entró al taller. El joven, sentado sobre la mesa, balanceaba sus piernas. “Moncho”, gritó el joven, lo hizo con cierta sorna. Esperaba la reacción de la mujer. Moncho asomó la cabeza por la puerta y dijo: “Ya quedó, doña”. “¿Cuánto debo?”, preguntó la mujer. El joven vio a Moncho, esperaba la respuesta. “Con los cien está bien”, dijo Moncho, refiriéndose al billete que la mujer había dejado sobre la mesa. La mujer dio media vuelta, subió a su camioneta, la prendió y dejó una nube de polvo. El joven agarró el billete, se lo dio a Moncho y dijo: “¿De cuándo acá los rótulos los das a cien pesos? No cabe duda que te topaste con tu ama”. “¡Pinche vieja! Es un billete falso”. El joven rió, se hizo para atrás, quedó tirado sobre la mesa, retorciéndose de la risa. Ya, en la calle, la nube de polvo se había desintegrado.

lunes, 7 de septiembre de 2015

POR LOS CIELOS DE LOS CIELOS




A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como un bisturí y mujeres que son como una nube.
A una mujer nube ningún amante la satisface porque éste no puede prometerle bajarle las estrellas. ¿Para qué quiere una estrella la mujer nube? ¡Para nada! A la mujer nube le basta alargar la mano para tener a la ídem todas las estrellas de la Vía Láctea. De igual manera es difícil invitarla al mar o al bosque para un picnic. El amante de una mujer nube debe entender que ella está acostumbrada a viajar por uno y otro lado sin que algo la estorbe, viaja a donde el viento la conduce. Llora a cada rato, es comprensible: siempre está llena de agua.
Tampoco se puede jugar con ella a encontrar formas a las nubes. Se pondrá furiosa pues pensará que el amado está coqueteando con las demás nubes. Nunca se le puede decir, por ejemplo: “Aquella nube tiene forma de pez”, porque ella odia todo lo que viene del mar. Los científicos no lo han documentado con profusión, pero lo cierto es que todo lo que vive en el cielo odia lo que vive en el mar. Y esto se debe a la prepotencia de los peces voladores que no se conforman con nadar. ¿Cuándo han visto que un ave nade? Lo más que hacen las gaviotas es darse un chapuzón para coger algún atún. La mujer nube se pregunta siempre: ¿Por qué las estrellas de mar plagiaron ese nombre celeste? ¿No pudieron llamarse pulpos de arena o cefalópodos arenilleros?
¿Cómo entonces seducir a una mujer nube? Bueno, lo primero que debe tomarse en cuenta es que nunca debe decírsele que está pachoncita o que se parece a un algodón de París. Por la tendencia de moda ahora las nubes tienden a ser delgadas y casi etéreas.
Se le puede contar chistes y ella, botada de la risa, echa chisguetes de agua, como si sufriera incontinencia, pero esto no le molesta, porque a final de cuentas le sirve como válvula de escape para que no se sienta como modelo de Botero. La mujer nube tiende a ser muy sociable y se mueve en grupos. De hecho, el dicho de que “toda mujer va acompañada por otra al baño”, se aplica perfectamente a ella: “Toda mujer nube llueve acompañada por otras”. Siempre viaja en grupo.
El cielo de Comitán tiene la característica de estar limpio de nubes con inusitada frecuencia. Esto sólo significa que la mujer nube es escasa. Si el amado no logra seducirla, la mujer nube viaja con rumbo a la Selva. Ahí se estaciona sobre los árboles altísimos y desahoga sus frustraciones.
En síntesis, la mujer nube desea un hombre que sea no un águila sino un humilde papalote hecho con papel de china. Con esto queda perfectamente explicado el poder de la mujer nube, porque cuando algo le molesta, de inmediato lanza rayos y centellas o, simplemente, orina y el papel de china se deshace.
No obstante que está acostumbrada a vivir en medio del aire y levita como lama del Tibet necesita el afecto de algo terreno. Esto es así porque su vocación está definida por el servicio que brinda a los terrícolas. Ella (qué contradicción) no justifica su existencia por su vuelo sino porque alguien, en la Tierra, la ve volar o da gracias a Dios cuando llueve sobre las milpas.
Toda ella es armonía, siempre y cuando no la hagan enojar. Ya se dijo que ella, fuera de sí, lanza rayos y centellas y provoca inundaciones.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son como la realidad metida en un túnel de sueño y mujeres que son como la página del libro que nunca se acaba.

domingo, 6 de septiembre de 2015

UN ÁRBOL DIFERENTE




Es un recuerdo de hace muchos años. El tío Romeo nos llevó a Los Lagos. Por la tarde de un día anterior llegó a la casa y le dijo a mi papá que iría a Montebello y pidió permiso para que yo fuera. Yo no sabía nada del viaje. Mi papá dijo que sí. Yo no quería ir, porque significaba cambiar la función de matiné por la salida. Mi mamá me preparó un itacate con paquitos de frijol y no me quedó que, contra mi voluntad, el domingo a las cinco de la mañana, subir a la camioneta del tío. En el asiento del copiloto iba Angustias (Dios mío, qué nombre eligieron para mi prima) y en el asiento posterior estaba Romeito, quien era apenas un niño de dos años. ¿Cuántos años tenía Angustias? Creo que la misma edad que yo, siete, más o menos.
Llegamos a Montebello, después de un viaje de más de tres horas, a través de un camino de terracería, que dividía en dos el bosque lleno de pinos y de cantos de pájaros. El tío estacionó la camioneta en un claro del bosque, ya en las orillas de un lago y dijo que era hora de desayunar. Todo mundo sabe que desayunar, sentados sobre el césped húmedo, debajo de las sombras de pinos verdes, es muy disfrutable. El aire limpio renueva todo. Abrí la servilleta donde mi mamá había colocado los paquitos de frijol y ofrecí a todos, tal como me habían enseñado en casa. Mi tío sacó huevos duros, salsa verde y más paquitos (con chorizo y huevo) y me dijo que tomara lo que deseara. Tímido alargué la mano y tomé dos tortillas con chorizo y huevo. Ah, me supieron a gloria.
El tío dijo que en cuanto termináramos de desayunar iríamos a pescar al Lago Esmeralda. En el compartimento de las maletas de la camioneta el tío traía cañas de pescar (improvisadas con varas de membrillo, cáñamo y clavos en forma de anzuelo, que preparaba en su herrería) y una buena dotación de lombrices que había arrancado en el sitio de su casa. Angustias y Romeito gritaron de alegría y subieron sus brazos demostrando emoción. Yo, que nunca me he distinguido por expresar emociones de alegría, dije que sí, que estaba bien, cuando el tío me preguntó si estaba de acuerdo. Al terminar de desayunar, Angustias se hizo para atrás y quedó acostada, boca arriba; su hermanito hizo lo mismo. Angustias colocó sus manos detrás de la cabeza, Romeito lo imitó. Fue cuando mi primo abrió los ojos como boca de olla y dijo: “¡Mirá, papá, un árbol de gotas!”. Mi tío vio el árbol y sonrió. Sí, dijo, son gotas de rocío. Las ramas del árbol estaban llenas de cristales. El árbol era como una gigantesca lámpara. Romeito ya no preguntó más, porque el tío se levantó y nos apuró a ir a la camioneta para preparar los aperos de pesca. Angustias abrió un frasco y sacó las lombrices que ensartó, casi satisfecha, en los anzuelos. Me dio una caña y echó una carrera, pocos metros adelante se paró y gritó: “¿A que no me alcanzás?” y continuó con la carrera. Yo caminé a paso normal, pensé que no la alcanzaría ni me interesaba ese tipo de competición. En realidad ni me importaba la actividad pesquera. Algo en mi cabeza había quedado sonando: “¡Un árbol de gotas!”. Y es que sí, cuando mi primo señaló el árbol y lo vi pensé lo mismo, pensé que esas gotas crecían en cada una de las ramas. Pensé entonces que los papás (los tíos, sobre todo) son quienes se encargan de cancelar los sueños. Aunque, el tío no había dicho nada más. Se concretó a decir que era el rocío. ¿Y qué era el rocío?

sábado, 5 de septiembre de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE HABLA DE LA PATRIA




Querida Mariana: septiembre es un mes limpio. Tal vez el más limpio del año. Claro, cuando las fiestas patrias asoman, el cielo se llena de humo por los cohetes y los fuegos de artificio. ¡Ah!, cómo se torna gris lo que pretende ser pulcro, pero no nos molesta, porque sabemos que nuestro pueblo mexicano alborota su emoción con el tronido de cohetes. A muchas personas les hierve el buche cuando los vecinos alimentan su espíritu patrio con la quema de triques y cohetes. Dicen que los “quemacohetes” son inconscientes porque los animalitos sufren mucho ante tal desenfreno. Es cierto, el mes más limpio lo contaminamos, contaminamos sus cielos con humo y sus suelos con vómitos de borrachos. Quién sabe qué asociación misteriosa corre por nuestras venas al creer que el nombre de México tiene una red de vasos comunicantes conectada con el tequila y el mezcal.
La tía Enedina tenía palomas en su casa. Siempre que iba me gustaba correr detrás de las palomas y ver cómo alzaban el vuelo en parvada. Se paraban en el borde del tejado y me miraban desde su altura. Siempre tuve la impresión de que ellas se burlaban de mí, yo no tenía alas. Una tarde de septiembre encontré a la tía sentada debajo de un árbol de durazno, bordaba un trozo de tela. Me dijo que estaba tejiendo un traje para Elpidio. Sonrió y luego explicó que Elpidio era el palomo que estaba, en ese momento, caminando alrededor de la fuente del patio. El traje tenía broches en la parte de abajo y dos huecos para que las alas pudieran quedar libres para el vuelo. Me causó curiosidad. Le pedí a la tía que me permitiera ver el proceso, que no le pusiera el traje al palomo sin que yo lo viera. La tía hizo mi gusto: una tarde llamó por teléfono a la casa y dijo que yo fuera, que tenía pay de manzana. Cuando llegué a su casa cogió a Elpidio con ambas manos (era sorprendente ver cómo las palomas obedecían a sus indicaciones, bastaba ponerles un poco de maíz para que volaran hasta la palma de la mano de la tía). Elpidio se dejó colocar el suéter, que era una manta blanca bordada con los tres colores de la patria. Elpidio quedó en posición de firmes y esperó que la tía, con ambas manos, lo impulsara hacia el cielo, Elpidio voló, un poco titubeante. Era comprensible, el traje tenía cierto peso; por eso, la tía lo hacía con manta delgada, para que fuera lo más liviano posible. Apenas Elpidio aleteó y voló hacia el pretil de la fuente, la tía, emocionada, dijo: “Ahí va la patria” y señaló con su dedo índice.
¿La patria es esa profusión de banderas y el desborde de gritos de ¡Viva México!? Por supuesto que no, la patria es algo más que el sombrero de palma y la botella de licor. La patria está más allá de esta temporada en donde la radiodifusora que, durante todo el año trasmite música en inglés, destina una hora para poner música de mariachi. La patria es más que un plato de pozole estilo Jalisco; es más que un contingente desfilando; más que la mención de Hidalgo y demás héroes. ¿Qué es la patria?
Para nombrar a la patria usamos ¡la palabra!, y en esta temporada le agregamos ¡el grito! No basta decir: ¡Viva México!, hay que adicionarle el ¡cabrones!, como si fuese necesaria esta imprecación para dejar en claro que como México no hay dos. ¿Qué necedad de repetir lo obvio? Es lógico que como México no hay dos, así como no hay dos Francia ni dos Italia. Una amiga regresó de Estados Unidos de Norteamérica hace poco y me dijo que aquel país tiene un gran desarrollo, y noté en su cara que me decía un poco que el nuestro está medio jodido, mas luego agregó: “Pero acá hacemos muchas fiestas, allá son muy aguados”, y entonces imaginé a nuestra nación como una mujer arreglada para el festejo de la Independencia y la imaginé con sus trenzas amarradas con listones tricolores y vi a hombres y mujeres llenando las plazas, caminando por calles llenas de luz, donde, a los lados, están los cazos llenos de aceite con las chalupas poblanas (que son muy diferentes a las nuestras). Y vi a las parejas caminando abrazados, a los papás llevando a sus hijos de caballito, encima de sus hombros. ¡Ah, qué galanura de festejo! Celebramos nuestra independencia y nos enorgullecemos de ser mexicanos; por ello, millones de aficionados, cuando la selección de fútbol gana, salen a las calles a aturdirse con los cláxones de los autos y con el sonido agudo de las trompetas de plástico.
La noche del quince, ¡damos el grito! La gente responde a la convocatoria de reunirse en la plaza central de los pueblos para bailar, escuchar la participación de cantantes de música ranchera y para corear el ¡Viva México! que encabeza la autoridad del pueblo, del estado o de la nación. Grupos de ciudadanos críticos, molestos con la actuación de las autoridades, invitan a no acudir a las plazas centrales, “Los dejemos solos con su grito”, dicen, pero el pueblo no hace caso. En la noche del grito las plazas se llenan. ¿Por qué? Muy sencillo. La noche del grito no es exclusividad de los gobernantes, esa noche es propiedad del pueblo, del que se siente orgulloso de su patria. ¿Por qué damos el grito? ¡Ah!, eso sí ya es materia de sociólogos expertos. ¿Cuándo el hombre grita? Por lo regular el grito aparece en un momento sublime, que puede ser de alegría o de dolor, es la válvula de escape, lo que permite la catarsis. Es (perdón por la comparación tan burda, mi niña), es un poco como el vómito del espíritu. Si la gente no grita queda frustrada. Los amigos que son aficionados al fútbol me explican que cuando su delantero favorito mete un gol el grito que se expande en el estadio no es más que la válvula que ayuda a sacar todo lo acumulado, no sólo por la tensión del partido sino toda la basura interna que es el residuo del trabajo, de la escuela, de la rutina, de la incomprensión y de la frustración. Rocío coincide con la teoría de mis amigos futbolistas, me cuenta que tuvo un amante inexperto. El pobre compa jamás logró anotar un gol y ella terminaba frustrada, con el disgusto del aficionado que asiste a un encuentro que termina cero a cero. El acto amoroso también exige el grito liberador.
Niña mía, la Historia (con mayúscula) da cuenta de naciones que son dictaduras y que son como mamás impositivas que siempre les dicen a sus hijos: “¡A mí no me gritas!”, y, por supuesto, lo dicen con un grito y con una cachiporra en la mano. En las democracias, los gritos están exentos de cadenas. Los hombres y mujeres pueden gritar, pueden vomitar sus rencores, sus frustraciones y sus esperanzas.
He de ser sincero. No acudo al Grito, no voy a la plaza central. Vos sabés que siempre me acuesto temprano. A las once de la noche, hora en que la plaza está llena de personas que gritan, yo duermo. A veces, despierto y escucho el rebumbio de los cohetes y triques; en medio de la niebla de mi sueño oigo los gritos de ¡Viva México!
Una vez, sólo una vez, fui al zócalo de la ciudad de México, a celebrar El Grito. Bueno, no fui, me llevaron, mis tíos y mi mamá, yo era un niño de seis o siete años de edad. Mi tío, cariñoso, me subió a sus hombros y desde ahí yo vi la multitud con banderitas, trompetas y silbatos. Los edificios circundantes tenían imágenes luminosas, ahí estaban las siluetas de Hidalgo, de Morelos y de doña Josefa. Todo era una sinfonía de color, matizado con el murmullo agobiante de miles de personas. Mi mamá me compró un antifaz. Cuando los fuegos de artificio comenzaron yo elevé la mirada y vi, emocionado, ese despliegue de color que era como la cola de un pavo real que se deshacía en mil luces de bengala. De pronto sentí un piquete en el ojo: “Mi ojo”, grité y dos segundos después apareció el grito de mi mamá: “¡Se quemó su ojo!”. Me llevé la mano al ojo, pero el antifaz estaba ahí. Mi tío me bajó de inmediato, me quitó el antifaz y abrió mi ojo. ¿Qué vio? ¿Qué podía ver en medio de esa penumbra sólo iluminada por el reflejo de mil destellos en el cielo? Me ordenó que abriera el ojo y sopló. ¡Parpadea!, dijo y yo lo hice. Ya nada sentía. Nada tenía, nada había pasado. La explicación posterior, ya cuando íbamos en el auto rumbo a la casa de mi tío, fue que el antifaz había rozado mi ojo. Pero hubo un instante en que mi mamá pensó que un rescoldo de fuego me había dejado ciego. A mí no me sucedió algo, pero sé de personas que, en medio de la multitud, han sufrido accidentes con consecuencias fatales. Hay niños que se queman las manos a la hora que lanzan los triques a mitad del patio; hay otros que sufren una herida en el cuero cabelludo cuando les cae una vara de cohete.

Posdata: procuro no gritar, pero cuando algo me molesta ¡lo hago! ¿Qué celebra la gente cuando acude al Grito? ¿Por qué gritan las personas al ritmo de matracas? ¿Son gritos de alegría, de dolor, de coraje? No me gustan los gritos. Es preferible la palabra mesurada, la que suena como un riachuelo de agua limpia. Septiembre es el mes más límpido. A veces lo ensuciamos con tanta cohetería, con tanto barullo, con tanto sentimiento patriótico, pero ¡que Viva México, cabrones!

viernes, 4 de septiembre de 2015

LA MASCOTA MÁS RUIDOSA DEL MUNDO




Margarita recibió el regalo que pidió: una mascota, ¡un cuyo! Era como un vagón de tren de juguete, pero con una consistencia suave, con ojos como canicas negras. Como fue su regalo de cumpleaños, la mamá de la niña no pudo echarlo de casa cuando descubrió su problema: ¡era un cuyo pedorro! ¿Pedorro? Sí, pedorrón. Por fortuna, sus soplados poseían las tres características del agua: eran incoloros (se dice que los pedos de las marmotas expiden un aire gris), no tenían sabor y eran, ¡qué bueno!, inodoros. El problema era su sonoridad. Ah, los pedos de Cuyorrón (que así bautizó la niña a su mascota) sonaban como si una fragata inglesa lanzara salvas de diez cañones o como si el propio Big Ben enloqueciera y marcara una hora como si fueran doce.
La niña fue feliz cuando tuvo el animalito en su poder. El cuyo, en la palma de la mano de su ama, movió su nariz como si reconociera un campo lleno de flores. Ya en confianza caminó por su brazo y trepó al hombro. Ahí se quedó un buen rato. Margarita imaginó que su mascota quería decirle algo, como si en voz baja le dijera un secreto, pero lo que no tuvo en cuenta fue que Cuyorrón tuvo ganas de echarse un pedo. ¡Oh, Dios! El cuyo alzó la colita y se echó un sonorísimo soplado. La mamá, que lavaba un plato en la cocina, tiró el plato y corrió hacia el patio gritando: “Está temblando, está temblando”; el papá, que en ese momento estaba en el taller, al fondo del patio, se machucó un dedo con el martillo y, chupándose el dedo martillado, también corrió, saltando sobre un macizo de claveles. Padre y madre se encontraron a mitad del patio y se abrazaron; un segundo después se separaron, se quedaron viendo y, al unísono, preguntaron: “¿Y Margarita?”. Corrieron hacia la casa y ahí encontraron a su hija muerta de la risa. La niña se espantó al principio, porque ella escuchó el bombazo y su eco repetido en forma estruendosa, pero pasado el temor inicial le cogió un ataque de risa que pareció agradar al animalito, porque subió y bajó por el brazo de su ama, como si estuviera en un juego de tobogán. La mamá preguntó qué había sucedido y la niña contó. Sus papás no creyeron y tampoco dieron esta explicación a los dos vecinos que se acercaron a preguntar qué había sido ese estruendo que parecía haber salido de su casa.
Margarita entendió que su mascota era única en el mundo. Cuando el cuyo se echaba uno, los cristales de las casas vecinas se cimbraban como si en una montaña cercana una compañía carretera desintegrara rocas con explosivos o como si un cantante de ópera alcanzara las más altas notas.
La niña llevó su mascota a la escuela. La escondió muy bien, en un compartimento de la mochila. A la hora de matemáticas, sacó al cuyo y lo enseñó, debajo de los pupitres, con todos sus amigos. A la hora del recreo le dio migajas del pan de su sándwich y, cuando vio que el animalito paraba la colita, lo colocó debajo de su suéter. El animalito se echó un pedo sonorísimo, parecía feliz entre tanto niño. La maestra Eugenia, vestida con su suéter amarillo de siempre y con medias negras, se recargó en el tronco de un árbol, llamó al conserje y lo instruyó para que fuera al campo de entrenamiento a decirles a los integrante de la banda militar que no tocaran tan fuerte los tambores. Los amigos de Margarita disfrutaron esa muestra de poderío del pequeño animal.
Pronto, muchos vecinos se enteraron del prodigioso animal y de su habilidad. ¿Era posible programar al animal para que, por ejemplo, la noche del día de la Independencia, a la hora de la pirotecnia, él lanzara las salvas de honor? ¿El sonido espectacular podrían emplearlo como arma para ahuyentar a la plaga de zorros que azolaba la región? Como nunca falta el aprovechado que traduce todo acto a dólares, un hombre pensó que podía convertir al animal en una atracción espectacular. Imaginó estadios llenos de personas (cada boleto costaría un dólar) en espera del animal que, traído directamente del Amazonas, emite el sonido de mil monos aulladores. Pasen, pasen. Si antes de la creación todo estaba en silencio, ese animalito, de no más veinte centímetros de largo, emitía el sonido cuando el Big Bang explotó.
Así pues, una noche, un hombre se introdujo en la casa de los papás de Margarita y fue directo al cuarto de la niña y sacó al animalito que dormía plácidamente en su rueda de ejercitar. El animalito no pudo defenderse. ¿Cómo puede defenderse un cuyo que está atenazado en una manaza de un hombre de más de un metro con ochenta y cinco centímetros de estatura?
Al día siguiente, Margarita buscó a su mascota y no la halló. Sus papás lo buscaron por todas partes, en medio de los macizos de flores, tiraron toda la basura de los botes y subieron al techo, al lado del tiro de la chimenea. ¡Nada! Margarita no fue a la escuela ese día, dedicó toda la mañana en pegar, en los postes de luz, copias fotostáticas donde aparecía la foto del animal y el monto de la recompensa; mientras su papá fue a la estación de radio y a la emisora de televisión local para solicitar la ayuda de los moradores del pueblo. Toda la ciudad se preocupó, los niños y niñas decían: “Se robaron a Cuyorrón”. Los amigos más cercanos, después de las clases, fuero a casa de Margarita y le dijeron que organizarían brigadas para ir por toda la ciudad. Colocaron un plano sobre la mesa y se distribuyeron las zonas que marcaron con diferentes colores. Ya estaban a punto de salir a la calle cuando el papá de Margarita los detuvo. “No, no, niños, la ciudad es muy grande, no podrán dar con él”, y les explicó que la solución era simple, bastaría tener paciencia. El cuyo se echaría un pedo y todo mundo sabría dónde estaba retenido. Apenas acabó de decirlo cuando se escuchó un estruendo mayúsculo. Todos salieron a la calle, aplaudieron y escucharon con atención. Ahí estaba el animalito, sin querer, emitiendo su llamado de auxilio. ¡Ah!, nunca un pedo causó tal alegría a tanta gente. Dos policías echaron a andar las torretas de sus patrullas y se dirigieron al lugar de donde provenía esa andanada de salvas. Los vecinos de la casa donde estaba el epicentro del sonido acudieron de inmediato y hallaron al animalito encerrado en una jaula. Nadie más había en la casa. Después se supo que el secuestrador huyó del pueblo y olvidó sus sueños de grandeza.
Ahora, todo mundo está pendiente de la hora en que el animalito avienta sus salvas, es un poco como el grito de los vigilantes del siglo pasado que decían: “Las once y sereno”.

miércoles, 2 de septiembre de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA CON ESCENA INOCENTE




No lo es tanto. Fue la tarde de presentación de un libro. La imagen pareciera cándida. Al fondo se ve un mural, una mesa con mantel azul donde estuvieron los presentadores; más cerca la cabellera de una señora con blusa negra y, en primer plano, las manos de un niño y el hombro y cuello de su mamá. ¿Qué tiene el niño en las manos? ¡Un par de soldados de plástico, de color verde bandera! Uno de los soldaditos tiene una bandera y el otro porta un fusil. A la hora que comenzó la presentación del libro, el niño (en automático) sacó los dos soldaditos de las bolsas de su pantalón. El primer soldado fue el de la bandera, el niño se hincó, colocó el soldadito en la base de la silla y, como si pidiese permiso al Jefe de las Fuerzas Armadas, llevó su mano derecha a la frente e hizo el saludo militar. Luego, en movimiento impensado, tomó los dos soldados y los subió al hombro de su mamá y ahí jugó. La mamá se sorprendió al principio, volvió la mirada hacia donde su hijo jugaba con los soldaditos, pero luego regresó su mirada hacia el frente donde estaban los ponentes y siguió escuchando. La mamá vio al frente, sin imaginar que el frente verdadero, el frente de batalla, estaba en su hombro izquierdo.
La escena parece inocente, pero no lo es. Tiene de origen, una cierta malicia. El niño no hace más que repetir paradigmas. Juega a la guerra. Claro, es preferible que los niños del mundo jueguen a la guerra a que estén inmersos en ella, como sí sucede con los niños de países donde hay conflictos bélicos. Pero lo ideal sería que los juegos de los niños fuesen otros, que, por ejemplo, jugaran a la paz, pero ¿cómo se juega a la paz? ¿Cómo la paz se convierte en un juego tan atractivo como el juego de la guerra en donde se trata de exterminar al enemigo?
Acá, el niño (en voz baja) imitaba el sonido de metralletas; de vez en vez, los soldados avanzaban y disparaban hacia abajo, hacia donde el enemigo estaba oculto, también disparando. ¡Trrrr trrrr trrrr!, decía el niño y sonreía cada que los soldados enemigos caían abatidos.
Yolanda me dijo una tarde que el mundo será mejor el día que las mujeres gobiernen en todos los países. Hizo la comparación de los juegos de los niños con respecto a los juegos de las niñas. Dijo que ellas juegan a la comidita, a las muñecas y a saltar la cuerda; mientras los niños juegan a la guerra, a indios y vaqueros y a trepar a los árboles. Las niñas reciben muñecas en diciembre y los niños ¡pistolas!
Por eso, esta imagen tierna, donde un niño juega en el hombro de su mamá no es tan inocente. Pero el niño no tiene la culpa, sólo repite paradigmas.
El tío Armando fue un hombre pacifista, por eso, cuando nos regaló presentes en navidad, siempre regaló libros y carritos. Siempre buscó que los libros llevaran imágenes sin violencia y contaran historias bellas donde los valores estuvieran por encima de todo lo demás. Pobre el tío Armando, decía Marina, cuando miraba que la sobrinada prefería los aviones y pistolas que eran los obsequios preferidos de los demás tíos y dejaban tirados los libros que él nos obsequiaba.
Mientras en la mesa de honor, una señora leía un poema, el niño jugaba a la guerra en el hombro de su mamá. La imagen, vista así a distancia, es una imagen bella. El niño jugaba y la mamá lo toleraba. Se veía que ella estaba contenta por tener cerca al hijo y éste también disfrutaba la compañía de su mamá, porque había elegido su hombro para edificar su fortaleza. Pobre el enemigo, qué esfuerzos para tratar de llegar y asaltar el fuerte donde los soldados estaban protegidos.
Trrrr, trrrr, trrrrr, decía el niño en voz baja y yo pensaba en todos los soldados enemigos que, escalando por los pechos de la mamá, caían muertos. Después de varios minutos imaginé que la falda de la mamá estaba llena de cadáveres, decenas de cadáveres que habían caído bajo los disparos de la metralleta de dos valientes soldados, vestidos con uniformes verde bandera.
Cuando la presentación terminó, el niño guardó los dos soldaditos y la mamá, en acto reflejo, desarrugó el frente de su falda. Yo supuse que estaba tirando los cadáveres. Ninguno de los asistentes se dio cuenta que decenas de soldados enemigos quedaron tirados sobre ese campo donde se presentó un libro. Sólo el niño (y ahora los lectores de este textillo) saben que esa tarde un par de valientes soldados defendió el honor de la patria, un poco como para reafirmar ese verso que dice: “un soldado en cada hijo te dio”. Uf. ¿Cómo se juega a la paz?