sábado, 3 de octubre de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE EL LIBRO ES COMO UN ÁRBOL




Querida Mariana: vos y yo vivimos entre libros. Los libros son como árboles y nuestro entorno es como un bosque. ¿A qué se juega en un bosque? ¡Uf, no alcanza la vida para jugar todos los juegos! Ahora recuerdo cuando mi primo Memo iba al rancho de su papá, cuenta que al término de la temporada de vacaciones él lloraba, porque sabía que debía dejar ese espacio y volver al engorroso territorio de la escuela. ¿Qué niño puede preferir el encierro entre cuatro paredes al generoso espacio abierto de los bosques y de las montañas?
Me gusta el término “montaña de libros”, así como también disfruto el término “torre de libros”. ¿Mirás cuánto puede hacerse con los libros? Los libros son como árboles que forman bosques, pero también son como chinchibules que juegan en medio de las frondas. ¿Cantan los libros como chinchibules? ¡Por supuesto que sí! ¡Ah!, basta abrir un libro de poesía para oír cómo la palabra echa gorgoritos, a veces son gorgoritos como los que aventaba Pedro Infante cuando ya sólo le quedaba un chisguete de voz, pero a veces, ¡genial!, son verdaderas arias que suenan como la voz de La Callas o la de Plácido Domingo.
Vivimos entre libros. Así lo decidimos. El otro día recordé un par de libros que me obsequió mi papá. Eran dos tomos de pasta dura que contenían la selección que hizo José Vasconcelos para que los niños mexicanos de 1924 tuvieran contacto con textos de Andersen, Homero, Cervantes y Wilde (¡Ah!, Wilde, ahí leí el cuento de “El príncipe feliz”, un cuento que disfruté enormidades y que llenó de placidez y ternura mis tardes en aquella casa inmensa donde vivimos). También leí textos de Tolstoi, Shakespeare y muchos más escritores de gran altura. Los libros se llamaban “Lecturas clásicas para niños”. En esos tiempos no existían esas absurdas luchas sexistas de lenguaje. Ese “para niños” incluía a todos: niñas y niñas, adultos y “adultas” con el corazón fresco.
Mi papá, niña querida, siempre me obsequió chunches mágicos. En una navidad me regaló un carro de pedales que hizo que yo fuera el “Checo” Pérez, de mi generación. Las crónicas de esos tiempos dirían que en los amplios corredores de la casa se vio a un corredor de autos ganar todos los premios de carreras habidos y por haber (mi auto era plateado, casi casi como un descapotable que usaba Santo, el enmascarado de plata). En otra navidad, recibí el regalo de una marimba (acá entre nos disfruté más el auto que este chunche, pero debo reconocer que mi papá, con ese obsequio, me dijo que la marimba era una vena importante que siempre bombearía vida a mi corazón). Luego, otro obsequio fantástico fue ese par de libros que me permitió acercarme a buenas lecturas.
El otro día, un amigo comentó que los actuales libros de texto gratuitos tienen chistes, en las páginas correspondientes a la materia de español. Él dijo que, cuando estudió la primaria, sus libros traían poemas y fábulas clásicos. Fue cuando pensé que yo, de niño, gracias a mi papá, conocí a Wilde y a Cervantes, entre otros grandes. Parece que José Vasconcelos andaba bien encaminado, sabía qué debían leer los niños de los años treinta. Julio Cortázar recomienda no hacer concesiones en el terreno literario; es un poco como decir que los lectores deben ser tratados como lo que son: ¡personas inteligentes! Vasconcelos pensaba, entonces, que los niños debían leer lo mejor de la literatura. Ahora, medio mundo se queja de los textos malhechos que redactan los niños y jóvenes. Bueno, no conozco los libros de texto actuales, pero si creo lo que mi amigo dice, los chistes son mal ejemplo para los niños lectores. Juan dice que todo es un plan con maña, insiste que a los gobernantes no les interesa que los niños y jóvenes de esta patria sean grandes lectores, porque, se sabe, el lector se convierte en un ser reflexivo y pensante, y, a los gobernantes, les interesa que los mexicanos no reflexionen. La ignorancia de la población es buen caldo de cultivo para la explotación. Yo conocí el caso de Monchito, quien era un empleado analfabeta. ¡Ay, Dios mío! Su jefe le hacía las cuentas equivocadas y a Monchito no le quedaba más que aceptar las cuentas que su jefe le hacía, cuentas que siempre estaban a favor del cabrón explotador. ¿Será que nos está haciendo falta espíritus con la marca Vasconcelos?
Ah, si la gente que no lee supiera toda la maravilla que encierran los libros, con seguridad se volverían lectores.
El otro día fui a la librería Lalilu (uf, es maravilloso que en Comitán exista una librería atendida por propietarios que son lectores y amantes de los libros. Una vez que estuve en Xalapa y caminé en la Feria del Libro al lado del escritor Sergio Pitol, éste me dijo que en el país hacían falta librerías, pero además faltaban libreros con conocimiento. Sol y Samy -propietarios de Lalilu- sí son como esos antiguos libreros que amaban su oficio y contagiaban el amor a los libros). Ahí en Lalilu me topé con Ornán Gómez, escritor, lector y maestro promotor de la lectura. Bastó que abriera su morral de tela para que viera dos libros recién adquiridos, estaba a punto de hincarles el diente a “Los detectives salvajes”, del escritor chileno Roberto Bolaño y “La tristeza extraordinaria del leopardo de las nieves”, del escritor brasileño Joca Reiners Terron. ¿Mirás qué prodigio? En esa pequeña bolsa, Ornán llevaba dos grandes bosques, un chileno y otro brasileño. El libro de Bolaño ya lo leí. Bolaño es muy buen narrador. Harold Bloom, reputado crítico literario (pucha, qué palabrita me aventé: reputado, ¡ah, la reputada!), cuando le preguntaron qué pensaba de la obra literaria de Bolaño, dijo: “Hay algo ahí, ya veremos”, y, niña mía, cuando algún lector profesional encuentra “algo” en la obra quiere decir que algo hay ahí que puede dar luces. ¿Quién es Joca Reiners Terron? ¡Quién sabe! Ya Ornán anda en camino de saberlo. ¿Habrá algo ahí? Espero que sí y espero que Ornán encuentre también algo que le ayude a descubrir su propio camino literario. Ornán es generoso, porque parte de su vida la dedica a promover la lectura, a hacer que niños y jóvenes se acerquen. Lo hace, tal vez, con la misma intensidad con que el maestro Florio hace florituras a la hora de contar cuentos, porque Florio anda en el mismo camino que Ornán, y Florio ya está reconocido como uno de los grandes cuenta cuentos de la región.
Vos y yo vivimos entre libros. Igual que los demás lectores del mundo, no salimos de casa sin un libro en la mano, en el bolso. Los libros son lo que el cigarro para el fumador y lo que la botella de “Charrito” para el teporocho. Ellos, desde que Dios amanece están con el cigarro en la mano o empinándose la botella de alcohol. Cuando el fumador no tiene cigarros, se tira debajo de la mesa y busca una “chenquita” para saciar la ansiedad; cuando el bebedor amanece sin un poco de trago siente que se muere. Los lectores también somos de la misma estirpe. Claro, la lectura está colocada en el extremo opuesto del vicio dañino. Algunos lectores dicen que su vicio es ¡la lectura! Esos lectores se equivocan, la lectura no es un vicio, porque éste es un hábito que hace daño. Si bien la lectura es perniciosa, porque causa daño a los poderosos y tambalea la estructura de los explotadores, la lectura es un hábito, es una dependencia. El fumador depende de la nicotina, así como el bebedor de Coca Cola depende del ingrediente secreto que esta agua negra contiene (algunos expertos dicen que es una pizquita de cocaína). De igual manera, el lector depende de la luz de la palabra, pero hay kilómetros de distancia entre depender de la muerte o depender de la vida. Los seres humanos dependemos del aire, del agua y del sol. Estos tres elementos están presentes, de manera singular, en los bosques, y los libros, querida mía, conforman los mejores bosques del intelecto. ¡Ah!, qué sabroso pasear por esos caminos donde todas las estaciones del año están presentes. Qué sabroso caminar por encima de las hojas secas, qué rico ver cómo las hojas que aún penden de los árboles aglutinan el rocío de la madrugada. ¡Qué divertido mover una rama y mojar al que está debajo! Qué prodigio observar cómo se cuela la luz del sol por en medio de la fronda. Qué deleite cerrar tantito los ojos y escuchar el canto de cientos de chinchibules que brota de las simples hojas de papel.
Lloré, mi niña. Lloré cuando leí el cuento de Wilde. La golondrina (golondrinita, le dice el Príncipe Feliz), en lugar de volar hacia Egipto, país al que volaron sus hermanas, se queda al pie de la estatua para hacerle compañía, pero ella muere por el frío del invierno. ¿Te das cuenta? Se queda con las patitas engarrotadas a los pies del Príncipe. La tristeza es tal que hasta el corazón de bronce del Príncipe se parte en dos.

Posdata: Claro, cuando Dios pide a un ángel que le lleve dos esencias, el ángel le lleva el corazón de bronce, fracturado, y la golondrinita. También donde Dios mora ¡es un bosque!

viernes, 2 de octubre de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA CON VOCACIÓN




Es una sala del Museo de la Ciudad, de Comitán. El museo está recién estrenadito. Al fondo, se ve un foto mural que es una línea del tiempo. Ah, qué simpático juego. ¿Qué pasó en México y en el mundo cuando acá en Comitán se inauguraba la carretera panamericana? Basta bajar el dedo sobre esa línea del tiempo para encontrar la información. Es como aquel juego donde alguien pregunta ¿qué hacías la mañana en que caían las Torres Gemelas, de Nueva York?
Luego se ven unas bancas, bien cucas, pintadas de blanco, para que los visitantes del museo se sienten un momento y disfruten la información de esa sala. Se trata de que el extraño se lleve una probadita de lo que es Comitán por lo que ha sido; se trata de que los comitecos se reconozcan en ese espacio que es de todos y para todos. Sin entrar en polémica, tal vez este museo será, a partir de hoy, el más afectuoso de todos los museos existentes en el pueblo. Esto es muy sencillo de comprender: es un museo de la ciudad y la ciudad, lo sabemos, la conformamos todos los que acá han vivido, los que acá vivimos y los que acá vivirán.
En primer plano, aparece una fotografía, que cuelga como pendón divisorio y, más cerca, está Guillermo Castañeda Ochoa, el arquitecto responsable de la remodelación de la casa. Se trataba de adecuar el espacio para que funcionara como museo. Los cuartos que sirvieron como sala o como cocina, tal vez como dormitorio de la casa que habitó la familia Armendáriz Guerra, ahora son salas que dan cuenta de la historia de nuestro pueblo. Pero, Guillermo no sólo realizó el trabajo de restauración, también, ¡padre mío!, se echó a cuestas la labor de realizar la museografía. Para esta última encomienda se auxilió de expertos en diversas disciplinas, pero, me queda claro, la idea general es fruto de la gana y del entusiasmo de Memo.
No siempre los comitecos son los encargados de realizar las obras magnas en Comitán. En ocasiones sabemos de compañías constructoras que llegan de otras partes y se encargan de las obras de restauración o de construcción. En la mayoría de esas ocasiones escucho los comentarios que, en el mejor de los casos, dicen: “Cuando aparecen los problemas constructivos (que siempre hay) no se puede reclamar con alguien”. Por supuesto, ya no hay posibilidad de reclamo, porque esas constructoras ya regresaron a sus lugares de origen. En este caso, el proyecto correspondió a una empresa comiteca. Eso fue bueno. Y digo que fue bueno, porque el arquitecto Castañeda es un comiteco que, como miles y miles, ama a su ciudad. ¿Por qué ama a su ciudad? Muy sencillo, porque acá ha vivido la mayor parte de su vida, acá vive su esposa, acá viven sus hijos. Acá (ah, qué importante) vive su mamá, sus hermanos y acá vivió su papá (un artista que pintaba los cartelones del Cine Comitán). ¿Sus abuelos? Tal vez ellos también aportaron a este enorme árbol de chulul que es nuestro tenocté. Y esto fue fundamental, porque el otro día visité el museo y quedé muy complacido con el resultado final. Se nota que Guillermo y sus colaboradores (les ha enseñado que las cosas deben hacerse bien) visualizaron algo muy importante: estaban construyendo un museo para la ciudad; es decir, un espacio donde debía concentrarse, como en una cápsula, la esencia de este pueblo. ¿Cómo lograr esa síntesis y, sobre todo, hacerlo de una manera digna que refleje la luz de nuestro pueblo? ¡Ah, labor difícil! Pero (así me lo parece a mí) el resultado final es de gran calidad y calidez. Por supuesto que los visitantes, sobre todo los comitecos, hallarán motivos de discusión. Ya los estoy escuchando: “¿Por qué acá está fulano de tal?”, o “¿Por qué no pusieron a mengano?”. Las personas llegarán al museo y dirán que tal pared debió estar pintada de equis color o que la foto perengana mejor debió usarse en el espacio en donde está la foto ye. Este ejercicio será interesante. De hecho será el ejercicio que completará la esencia de nuestro pueblo. ¡Ah!, no podríamos estar lejos de la discusión y del chisme, es parte consustancial de nuestro ser. Por ejemplo, a mí me dio telele cuando vi una pantalla y detecté que la voz del narrador no coincide con el movimiento de labios, éstos iban por un lado y la voz no llegaba a tiempo. Me alarmé porque pensé que mi vista estaba desconectada de mi oído. Gracias a Dios ¡no!, era un error de edición del chunche. Pero, insisto (y es mi opinión muy personal) el Museo de la Ciudad ya se erige como uno de los más importantes del estado de Chiapas y esta aseveración está sustentada en la convicción de que ahí está un cachito de Comitán, un cachito de luz que nos da luz.
¿Quiénes están en la foto pendón, en blanco y negro? Son artistas que pintan los “cielos” de la Casa Museo Doctor Belisario Domínguez (cielos que, cuentan, hoy desaparecieron). Quien está en la escalera es el abuelo de Guillermo, el que sostiene la escalera es Valdemar Castañeda (también muy hábil para la pintura y el dibujo), y el chiquitío que está encaramado en la escalera es ¡Guillermo!, quien juega a ser lo que actualmente es.
Gracias, Guillermo. Te doy las gracias por dirigir este proyecto; te doy las gracias, porque lo hiciste con cariño. No bastaba exigir calidad para el proyecto, era necesario arrimar el corazón y vos lo hiciste. Por ello, ¡gracias, Memo!

miércoles, 30 de septiembre de 2015

CUERDA PARA TRES AÑOS




Fue una mañana de septiembre de 2012. Conducía el auto por el bulevar cuando sonó mi teléfono móvil. Me hice a un lado y me estacioné. La voz fue clara: “Luis Ignacio quiere hablar con vos”. Estaba a dos cuadras del Hotel Los Lagos y el presidente electo me esperaba ahí. No tardé ni diez minutos en llegar. Miré el patio del hotel, es un patio lleno de árboles. Recordé que, de niño, una tarde fui a ver una función de cine ahí. La Coca Cola (mi papá era distribuidor del refresco en Comitán) había organizado la exhibición de una película. ¿Por qué en ese espacio? No me pregunten. Pero, al final, resultó el espacio ideal, porque el film era una película de Tarzán, el rey de la selva. Una microselva es ese patio del hotel. La noche de la función parecía que Tarzán, que iba de liana en liana, saldría de la pantalla y la inercia lo empujaría a continuar volando por los árboles reales. “El presidente te espera”, dijo el amigo que me había llamado. Entré a la sala. El motivo de la entrevista era ofrecerme un puesto en la administración que comenzaría el uno de octubre. Dije que sería un honor, si podía servirle a él y si podía servir a Comitán ¡aceptaba! Él cambió la Coordinación de Educación y Cultura y la convirtió en Dirección de Cultura para que yo la encabezara.
Fui al colegio y a mi Paty le dije que recién había estado con el presidente electo y me había invitado a ser Director de Cultura. Quince días antes había circulado el rumor. En la prensa aparecía mi nombre como el probable. Paty y yo habíamos platicado. Implicaba una gran responsabilidad y un riesgo. Le dije que estaría sujeto al escrutinio público y mi nombre andaría de boca en boca. En algunas ocasiones reconocerían el trabajo, pero la mayor parte del tiempo lanzarían críticas. El ejercicio público coloca a un funcionario a mitad del templete y, como si fuese feria, el juego es pegarle al tipo que asoma la cabeza por en medio de un hueco. Uno, cuando acepta un cargo público, asoma la cabeza en ese hueco. Es inevitable. “¿Y qué dijiste?”, me preguntó Paty. Le dije que como ya habíamos comentado la posibilidad y decidido que si era real la propuesta aceptaría no hice más que empeñar mi palabra. Paty se persignó y dijo: “Que Dios te ayude, que Dios nos ayude”. Y ahí quedó cerrado el pacto.
Sabía de la responsabilidad y del terreno pantanoso donde me metía, pero hoy, treinta de septiembre de 2015, digo que la cuerda alcanzó. Cuando tsunamis artificiales aparecieron dejé que se evaporaran por sí solitos. Así es siempre. Soy un convencido de que cuando uno actúa bien las malas intenciones se diluyen en su propia mediocridad.
El uno de octubre de 2012, el Licenciado Luis Ignacio Avendaño Bermúdez tomó protesta como Presidente Municipal Constitucional de Comitán de Domínguez, y yo asumí el cargo para el que me había invitado. Ese día decidí no responder, durante el tiempo del encargo, a algún comentario mal intencionado o aclarar algún infundio. Decidí que, sin importar el dicho de que “quien calla otorga”, era preferible hacer silencio. Decidí que aprovecharía la invitación y no me haría tacuatz ni un instante. Supe que era la oportunidad de retribuir algo a mi pueblo, a mi amado pueblo. Trabajé, trabajé. Cumplí con la palabra empeñada al Presidente: “De cuatro de la mañana a ocho de la noche estaré a su servicio y al servicio de Comitán. Haré una pausa a la hora de comer. Por cuestiones de sobrevivencia debo comer a mis horas y dormir a mis horas”. ¡Cumplí con mis horas y con las horas destinadas a mi trabajo!
Durante tres años empeñé mi pasión y mis voluntades en el ejercicio de mi encargo. Es tanto lo que hay que hacer que la arena del desierto opaca el cristal que uno desea sembrar. ¿Qué logra un poquitío de azúcar en medio de tanta agua salada que constituye el mar? No obstante uno debe cumplir. ¡Cumplí! No hice caso a las críticas. No fui un improvisado, no llegué a ver qué hacía, llegué a hacer porque sabía qué hacer.
Hoy es el último día de mi encargo. Muy pronto, en la UNAM habrá cambio de Rector. El actual, José Narro Robles, ha dicho que espera ser un buen Ex Rector. Yo aspiro a lo mismo, a ser un buen Ex Director de Cultura. No me meteré, ni para bien ni para mal, de acá en adelante. Mi cuerda ya llegó a donde debía llegar. A partir de mañana le toca a la nueva autoridad. ¡Suerte!
Continuaré con mis labores cotidianas de escritor, pero no aludiré (en mi ejercicio periodístico) a alguna acción referente al arte de dependencia gubernamental. No sería ético; es decir, no le entraré al juego de aventar polvo al Director en funciones.
Debo agradecer a muchas personas e instituciones. Acá lo hago. Todos reciban mi agradecimiento. Resalto siete esencias: al Licenciado Luis Ignacio por darme la oportunidad de servirle a él y a Comitán; al pueblo de Comitán por aceptar las propuestas; al Licenciado Jorge Luis Aguilar Gómez, por confirmarme en el puesto; a la mayoría del equipo de trabajo por su solidaridad; al amigo que se atrevió a sugerirle al Presidente para que me considerara como el posible; a mi Rector de la UMNRS por el permiso durante ese lapso; y a mi Paty, por resistir los aguaceros.
Ayer fui al hotel Los Lagos y me paré frente al patio central. Miré los árboles, esos árboles donde, de niño, miré a Tarzán y pensé: “¡Acá comenzó la cuerda para tres años!”. Cerré mis ojos y me di más cuerda, porque ¡la vida sigue!

lunes, 28 de septiembre de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO HAY CALVOS RECICLADOS




Querida Mariana: La imagen es común y un poco indigna. Después de un partido Chivas-América hay aficionados que “pelonean” a otros. Con gran seriedad, casi casi como si se jugaran la vida, dicen: “Deudas de juego, son deudas de honor”. Y el cabello del perdedor cae al piso, como símbolo de que, de igual manera, “cayeron” los jugadores de su equipo favorito.
Llama mi atención ver cómo los aficionados no sólo apuestan dinero, casas o carros (un amigo me contó una vez que no sólo carros, que también mujeres. No quise creerle). Los aficionados también apuestan, como Sansones ingenuos, sus cabelleras. ¿De dónde proviene esa práctica? Debe venir de la lucha libre, donde algunos encuentros son ¡máscara contra cabellera! Los aficionados al fútbol no pueden apostar la máscara, a pesar de que, ya nos han dicho los sicólogos, estamos llenas de ellas. Los espectadores, parece, se quitan las máscaras al entrar al estadio; ¡ah!, las máscaras que la sociedad exige colocarnos en las oficinas, en los restaurantes y en los demás lugares donde tenemos un rol asignado. El estadio es el espacio para la catarsis, para embolarnos, para mentársela al árbitro y para orinar adentro de los vasos vacíos de cerveza y, a la hora del gol, aventarlo al graderío de abajo. Ya al otro día, en la oficina, los ejecutivos recuperarán sus máscaras y serán los alineados de siempre, de acuerdo al status asignado.
En los años setenta, las cabelleras largas de los muchachos eran símbolo de rebeldía. Los papás ponían el grito en el cielo (también los peluqueros, porque perdían clientes). Los setenteros andaban con pantalones acampanados, camisas floreadas y cabelleras larguísimas, pavoneándose por todos los corredores de la escuela preparatoria. Y ahí, ¡oh, Dios mío!, ocurría la mayor afrenta. Cuando iniciaba el ciclo escolar, los del segundo año hacían la novatada a los de primer ingreso, parte del jolgorio era cortarles el cabello. Vi, juro que vi, muchachos que, mientras caía su cabello (tijereteado), aguaban sus ojos. Vi, juro que vi, algunos de reciente ingreso tomar la máquina y pasárselas ellos mismos para que la afrenta no fuera tan severa. Al día siguiente ¡ni sombra de los chavos con cabello largo! Medio salón ostentaba las cabezas rapadas, al estilo de Yul Brynner. La mitad de esa mitad se ponía gorras para disimular la pelona, pero, a la hora del recreo, los del segundo año (muy pendientes) se las quitaban y las aventaban por encima del techo o les prendían fuego. Los novatos entendían que la calva debían mostrarla a los cuatro vientos hasta que la naturaleza (siempre generosa) hiciera el prodigio de sembrarles pelo de nuevo.
A mí, niña bonita, no me pelaron nunca. Esto fue porque el inicio del primer año de preparatoria lo cursé en la prepa de San Cristóbal de Las Casas. Como no hallé lugar en la matutina, me inscribí en la vespertina. Y en este horario mis compañeros eran personas mayores que no tenían la costumbre de hacer novatadas. Recuerdo, creo que ya te lo conté un día, a dos de mis compañeros que llevaban sus pachitas de trago en la bolsa interna de la chamarra y, con popotes, daban sorbos pequeños para mantenerse en calor. Con esto digo que ya era gente grande. Después de dos o tres meses regresé a Comitán y el doctor Elías Macal, director de la prepa de Comitán, me aceptó. La temporada de la novatada ya había quedado en el olvido, a mis compañeros del primer año ya les había salido cabello, pero uno de ellos no quiso esperar el principio del otro año para hacer la novatada con los de primer ingreso y dijo que yo debía estar pelón. Como siempre ocurre cuando la masa se impone, un grupo de cuatro cabroncitos dijo que sí, que debían pelarme así como ellos fueron pelados. Uno consiguió la tijera, mientras los otros me arrinconaron, pero (por fortuna) los cuatro abusivos comenzaron a gritar: ¡pelo, pelo, pelo! Esto hizo que el maestro Rey, que por ahí pasaba, se diera cuenta y amenazara con expulsarlos de inmediato si cometían su “fechoría”. El pelador guardó la tijera y los otros se escabulleron. Me gritaron “culero”, pero yo caminé como si fuese una dama a la que no podían tocar “ni con el pétalo de una rosa”. Mi cabellera siguió creciendo generosa y blonda. Meses después mis compañeros recuperaron sus cabelleras maravillosas y estuvimos al parejo. Mi amigo “El carracas”, que es tan malcriado, dice que “No me pelaron, ¡me la pelaron!”. ¡Ya conocés cómo es El carracas!
¿Por qué los aficionados apuestan sus cabelleras? ¿No están dispuestos a empeñar sus máscaras?

domingo, 27 de septiembre de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA BENDECIDA CON AGUA DE LA PILA




En Comitán, el barrio de La Pila es proverbial. Acá aparecen elementos de dicho barrio: paredes, canales, agua, el frente de un auto y un hombre que se rasura.
La imagen sin el hombre sería una imagen común. La presencia del hombre le otorga una singularidad especial. El hombre tiene un espejo redondo en la mano izquierda y en la derecha tiene un rastrillo, de esos Bic (amarillo) que se consiguen por menos de lo que vale una tableta de manía.
Si los comitecos hiciéramos un ejercicio de imaginación e imagináramos que esta foto corresponde a mitad del siglo XX la única diferencia ostensible sería la del frente del auto, porque todo lo demás casi casi permanece intocado. Ya los canales de los chorros del agua han sido modificados, pero la tradición continúa y el sonido que se escucha cuando el agua cae es el mismo chachachá de entonces. Ahí, en donde está el auto estacionado, se “estacionaban” decenas de burritos que esperaban que sus dueños les colocaran los barriles llenos de agua, líquido que sería comprado en las casas de los ricos que vivían en el centro de la ciudad. Ahí, en donde está el auto, decenas de burreros chanceaban, platicaban los sucesos del día anterior, fumaban cigarros de manojito y, no faltaba uno que otro, bebían un poco de posh.
Ahora, en este lugar sólo se escucha el insistente caer del agua que, sin tregua, cae como una bendición. A veces, las personas llegan hasta los chorros y cierran los ojos y escuchan ese murmullo que viene de mucho tiempo atrás. Estos chorros de agua han servido para que los tojolabales se limpien los pies después de largas jornadas, para que se laven la cara y los brazos. Los indígenas se descalzan, dejan los caites al lado, suben los pies sobre los canales de cemento, llenan sus manos con agua de los chorros y se refriegan la piel, lo hacen con fuerza, pero con ternura, saben que esos pies y esas manos son sus compañeros a la hora de sembrar y a la hora de la cosecha. El ser humano y el agua aliados desde siempre. En Comitán, esta alianza se propicia sólo en La Pila, lugar de tránsito, lugar de origen. Nadie ha visto un hombre descalzarse al lado de la fuente del parque central.
Alguien podría decir que La Pila es el santuario donde los hombres y mujeres deben hacer un alto, bien para escuchar el canto del agua o para emplearla en el aseo personal. Y este hombre es lo que hace, se auxilia con el espejo y se humedece el rostro barbado con agua de La Pila. No es cualquier agua, es el agua que ha llenado de vida a este pueblo. El hombre coloca el rastrillo debajo del chorro, lo limpia y luego, de nuevo, lleva el rastrillo a su cara y, como si el chunche fuese una yunta, ara sobre su rostro de tierra y deja que el sol siembre la nueva semilla sobre su cara. Al final, el hombre guarda el rastrillo en su chamarra y, con ambas manos, reúne mucha agua fresca y se la echa en el rostro.
Esta agua ha acompañado a los comitecos durante mucho tiempo. Cae en forma constante, fluye eterna. A la hora que el campanero sube a la torre del templo y toca las campanas para convocar a misa, el agua también da el primer repique, el segundo toque y el tercero. También convoca a sus fieles a acercarse, a ser humilde y reconocer que esos chorros son como el sonido de una flauta líquida que canta un canto dedicado a Chac, la deidad maya. Hasta acá llegan los tojolabales y antes de subir al templo para pedir a Tata Lampo que llueva sobre las milpas, toman el agua y la invocan, así sacian su sed. Han caminado durante una larga jornada y acá es como si en el Santuario de Lourdes escucharan una ligera cascada que ayuda a cerrar los ojos y a meditar para oír el canto supremo de la vida, el canto ¡del agua!

sábado, 26 de septiembre de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA VIDA ESTÁ LLENA DE LUCES




Querida Mariana: ¿qué sucede cuando hierve el agua? El agua ¡toma vida! A mí me sorprende ver cómo el agua comienza a despertar, a levantar sus brazos, poco a poco, hasta que (si no quito el vaso de peltre de la flama) es capaz de rebosar como si fuese un volcán.
No sé cuál es el proceso físico que ocurre, pero advierto que una sola gota de agua no me demostraría ese poder. Imagino que coloco una gota de agua en un vaso y lo caliento. ¿Qué sucede con la gota? ¡Desaparece! ¡Se evapora! Una sola gota de agua no podría darme el goce de ese maravilloso espectáculo cuando el agua hierve. ¡Ah, qué demostración de poderío, a la hora que un poco de agua comienza a hervir!
Por eso son impresionantes los ríos caudalosos y los mares abiertos. Millones de caballos de carrera corren desaforados en los campos del agua.
Lo mismo sucede cuando un hombre se manifiesta. Es una imagen triste. Una vez vi una serie de fotografías donde un hombre se paró a mitad de una plaza con la bandera de México. El hombre protestaba contra algo, no recuerdo qué, pero esto no es relevante, en este país ¡hay tanto porqué protestar! El hombre ondeaba la bandera, algunos peatones lo miraban y seguían su camino. Dos policías se acercaron al hombre, uno tomó la bandera y el otro lo tomó del brazo (casi casi como si lo invitara a desalojar el área) y el hombre bajó la cabeza y siguió a los policías. El manifestante desapareció, ¡se evaporó!, como si fuese una sola gota de agua.
¡Qué diferencia cuando la que se manifiesta es una multitud! ¡Qué mar tan lleno de vida cuando los manifestantes son miles y miles! Las calles se llenan de personas que levantan los puños cerrados, que mueven las banderas de la patria y que gritan consignas que revelan su coraje y su desencanto. ¡Ah, qué ríos inundando las calles!
Una manifestación provoca molestia en todos los demás que están como espectadores. Esto ocurre así porque no es un espectáculo común. No es común que miles de personas salgan a la calle con un mismo objetivo. Por lo regular, las personas salen a las calles por motivos muy diferentes: María corre con su mochila para alcanzar el transporte escolar; Juan aún se anuda la corbata mientras camina de prisa para no llegar tarde a la oficina (el jefe es tan severo); Rosario, todavía con los tubos en la cabeza y abrochándose la bata, sale a despedir a su hija universitaria. Así, millones y millones de personas salen de sus casas para ir al templo, al mercado o a la cita con el novio. Acá sí hay diferencia entre una persona y una gota de agua. De manera autónoma, las personas se mueven, arden en la llama de la vida, porque son la llama misma, se funden en ese mismo fuego. Pero esto es así cuando muchas personas caminan por las calles. ¿Qué sucede cuando la noche llega y medio mundo ya está en casa? La persona, entonces, se convierte en gota, simple y solitaria gota. Si el destino así lo decide, la persona desaparece como gota de agua expuesta a la flama.
Vos sabés, niña mía, que soy escaso. Las multitudes me apabullan. Como dice la gente “me engento” cuando estoy en un lugar que concentra muchísimas personas. Cuando, por cuestiones de trabajo o por azar, debo estar metido en medio de una multitud, procuro alejarme del centro, me escabullo y me quedo en la periferia, un poco (¡qué pena!) como si quisiera ser gota ardiendo en forma solitaria. No obstante, entiendo que hay ocasiones en que debo unirme a conglomerados que, aunque sean pequeños, exigen la integración.
Mis pasiones en la vida son actividades solitarias. Por esto no me gusta el fútbol o los juegos en donde es necesario la participación de muchos. Asimismo no me gustan las fiestas particulares. ¡Ah, cómo sufro cuando alguien me invita a un cumpleaños en el salón “La reja” o en el salón “El Laurel”! Sufro desde que recibo la invitación. Pienso que sería muy bueno que quien tuvo la gentileza de invitarme ¡me ignorara! Pero entiendo que esa persona me invitó por afecto y entonces, ¡ay, Señor!, me siento comprometido a ir, aunque sea diez minutos. Pero estos diez minutos son como si estuviese en un potro de tormento, de esos que eran comunes en las salas de la Santa Inquisición. Se trata de entrar al salón; se trata de ver si (por casualidad) hay un conocido sentado en alguna de las mesas. Pero (siempre es así) cuando ubico a algún conocido; es decir, alguien con quien no me sentiré extranjero, cuando estoy a punto de ir a saludarlo, veo que llega otro compa, se abrazan y el recién llegado ocupa el lugar que me correspondía, el que era mío. Entonces no me queda más que sentarme en la primera silla que encuentro vacía, saludo. Los que están en la mesa responden a mi saludo, pero advierto (los miro en sus caras) que mi presencia no es agradable, casi lo contrario. Ellos estaban esperando a uno de sus conocidos. Las señoras tuercen la boca en signo inequívoco que he sido nombrado “persona non grata”; los señores fingen una sonrisa. Quienes están sentados a mis costados se ladean tantito, con lo que sus espaldas son como esos muros que levantan los gringos para que no pasen los indocumentados. Me convierto, en automático, en un indocumentado y sé que estoy en territorio extranjero. La plática que se da en la mesa redonda suena como si se desarrollara en chino y yo me voy sintiendo cucaracha. Es cuando me levanto y veo que mis vecinos se acomodan felices y las señoras botan sus sonrisas de piraña y retoman sus rostros de gansos dispuestos a gozar la fiesta de cumpleaños. Me levanto y voy entre las mesas, como si fuese en medio de un laberinto, y me topo con el cumpleañero, le doy un abrazo con todo mi cariño y pretexto que tengo una reunión urgente, digo que acabo de recibir una llamada telefónica del secretario particular del Primer Ministro y debo salir, de inmediato, hacia el aeropuerto de Tuxtla, para de ahí volar al Distrito Federal y de ahí a Londres. No sé si el cumpleañero lo cree o no, pero yo sí me lo creo, así que me despido y camino tropezando con las mesas. Los dejo ahí, con su festejo. Perdonen, me gustaría quedarme hasta la hora en que ya ustedes (señoras bonitas) tiran las zapatillas y se suben a bailar a las mesas; a la hora en que ya ustedes (señores apuestos) tataratean de bolos y se quedan viendo feo y se retan a golpes. Me gustaría acompañarlos, pero, qué pena, debo volar de inmediato con rumbo a Londres, me espera el Primer Ministro. ¡Uf!
Por eso, cuando debí estar en un festejo comprometedor y vi a don Robert sentado en una mesa redonda para doce y vacío el asiento a su lado, y él levantó la mano y me saludó, supe que ahí era yo bienvenido y él también estaría gustoso de estar conmigo. Y así fue. Estuve durante una hora (tiempo récord) y me sentí muy a gusto. Tal vez fue porque con don Robert no fui gota solitaria, sino agua solidaria. Él y yo fuimos compañeros de trabajo durante buen tiempo. Él fue encargado de hacer la limpieza y entregar oficios en el Pabellón Municipal, oficina en donde laboré. Me daba gusto verlo al entrar al pabellón. Antes de las ocho de la mañana él ya estaba, con el trapeador en la mano, cumpliendo con su labor. A las doce del día entraba a la oficina y limpiaba el escritorio y pasaba una escoba por los entresijos de las paredes para evitar la proliferación de telarañas, porque, ah, qué necias, las arañas disfrutaban mucho hacer sus puentes en la viga que daba sobre mi cabeza. Me encantaba el momento en que don Robert revisaba el basurero. El basurero de la oficina estaba colocado en una esquina distante como cuatro metros de la puerta. Don Robert tomaba el basurero de plástico, vaciaba el contenido en un contenedor que dejaba a la entrada de la puerta, entonces, yo suspendía mi labor, dispuesto a gozar el momento en que mi amigo, como si fuese un experto jugador de boliche, flexionaba sus piernas, llevaba su brazo derecho hacia atrás y, con el basurero apenas tocando el piso, extendía el brazo y soltaba el basurero que, como si fuese la bola de boliche, se desplazaba por el piso recién trapeado y quedaba justo en su lugar original. Yo aplaudía y don Robert sonreía, sabiendo que cumplía su trabajo con gran alegría. Sólo en una ocasión (de cientos) don Robert erró el tiro, el basurero chocó contra la pata del escritorio y no logró la chuza. ¡Qué paso, don Robert!, le dije y, bromeando, le concedí (¡pucha!) una última oportunidad. Don Robert levantó el basurero, caminó hasta la puerta, se concentró, cerró tantito los ojos, y soltó el brazo, el basurero se desplazó en línea recta y suspendió su movimiento dos centímetros antes de la pared: ¡Chuza, chuza!, gritamos ambos. Sonreímos. Casi estuve a punto de pararme y abrazarlo; casi a punto de invitarlo a subir al pódium de los vencedores y oírlo entonar el himno nacional mientras la bandera mexicana ondeaba en el pabellón en honor a don Robert, el campeón mundial del boliche con basureros de plástico.

Posdata: me gusta arder en la llama solitaria de Dios, pero, a veces, es un privilegio de la vida estar con gente amable y buena. Salud, don Robert, ¡salud!

miércoles, 23 de septiembre de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DE HOMENAJE




La maestra Matilde Mandujano fue homenajeada. Ella murió hace años. Una mañana, en el Colegio Mariano N. Ruiz (escuela donde ella laboró), las autoridades educativas le rindieron un homenaje. Un homenaje modesto pero emotivo. En la entrada de un salón se escribió su nombre y en el interior se colocó una fotografía, sólo para decir que ella sigue presente; sólo para que las nuevas generaciones sepan que el mundo camina no únicamente por la labor actual sino por el trabajo de quienes precedieron la acción.
En todas partes del mundo hay instantes en que los maestros son recordados. En este país (como en algunos otros) se instauró el Día del Maestro. Los alumnos recuerdan con afecto y veneración a algunos de sus maestros y maestras; algunos otros los ignoran y no caen en la cuenta del servicio recibido; y algunos alumnos más tienen un recuerdo ingrato de algunos de ellos. Porque, ya lo dijo la sentencia bíblica: “De todo hay en la viña del señor”, y así como hay alumnos malcriados, también hay maestros jodones y negativos. Ah, pero cuando un alumno se topa con un verdadero maestro, el camino se ilumina y todo en la vida suena al agua limpia que fluye por las venas de la Tierra.
La maestra Maty fue una maestra de fluir transparente. Se “especializó” en el primer grado y enseñó a leer y a escribir a cientos de chiquitíos. ¿Cuántos años dedicó a la docencia? No sé, pero yo tuve la fortuna de ser su compañero de trabajo durante varios años y fui testigo de su labor comprometida. Ella, igual que la madre Sara, despreciaba los días de asueto. Sabía que la constancia es la maestra de la vida. En su casa aceptaba, por las tardes, a los alumnos que andaban un poco rezagados con respecto al avance de los demás compañeros. Lo hacía como una verdadera labor de apostolado; sólo para dar, para hacer que el mundo de la pequeña parcela tuviera mejor cosecha. Además, a mí me sorprendía su capacidad de descansar “haciendo adobes”. Había ratos en que sacaba un comal al patio y hacía caramelos de miel. Ah, qué labor tan difícil, qué pesado dar forma con los dedos a la miel hirviendo. Al final le quedaban unos caramelos casi perfectos en su redondez. Listos para llevarlos a la boca, para endulzar la vida. Tal vez esto sintetizaba la vida de la maestra.
En esta fotografía está el cuadro de honor donde ella aparece; luego está el Arenillero. A continuación Miguel (quien, durante el tiempo en que la maestra Maty laboraba, impartía la clase de Mecanografía. No faltó el alumno abusivo que le decía Maestro Teclas); luego está Lulú (actual directora del nivel preescolar); Roberto (subdirector de los niveles de secundaria y bachillerato); Kena (directora del nivel primaria), Jorge (Director General Emérito de la institución): Geny (impartió clases en nivel secundaria, durante algún tiempo); Lolita (hija de la maestra Maty); Carlos Arturo (nieto que heredó la vocación); Carlos, bisnieto; Juan Roberto (ex alumno de la maestra, en los años setenta); y Verónica (secretaria de la institución, en el nivel secundaria).
El acto de homenaje fue un acto modesto. Hay millones de escuelas en el mundo. ¿Cuántas maestras como la maestra Maty? Por fortuna, también muchas. De igual manera, es una fortuna que el colegio Mariano N. Ruiz reconozca la labor de quienes han dejado lo mejor de sí. Abrir las manos y dar, dar con la convicción de que el Universo llena de luz las palmas para que se iluminen los corazones y las mentes de los chiquitíos. ¿Qué sucede cuando un alumno aprende a leer y a escribir? No es posible advertir el prodigio, pero es como si la semilla hubiese “prendido” para que un árbol comience a nacer. ¿Hasta dónde llega ese árbol? ¿Cuántos nidos aceptará en sus ramas? ¿Cuánto oxígeno proveerá a la humanidad? La maestra Maty fue sembradora de semillas buenas. ¡Ah, qué bendición saber que en el mundo hay millones y millones de maestras que hacen lo mismo! De las maestras jodonas ¡líbranos Señor! ¡Danos más campanas transparentes que suenen como sonaba el espíritu de la maestra Maty!

lunes, 21 de septiembre de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA CON PUPITRES




¡No! Los pedagogos actuales no avalarían este tipo de pupitres, aducirían que no es lo más conveniente para realizar técnicas grupales. Hoy están de moda los foros. Los alumnos mueven sus sillas de uno a otro lado. ¡Dios mío, estos pupitres no se movían ni con un temblor de 6.2! Hoy están de moda las sillas ergonómicas y blanditas. Estos pupitres eran duros, tanto que a veces se cumplía la sentencia y se nos borraba la raya donde la espalda termina su honroso nombre. Era una madera dura, pero permitía que la espalda estuviese derecha. ¿No es acaso esto una recomendación sana? Ahora, los usuarios se desparraman sin clemencia en las sillas ergonómicas y hacen que sus columnas queden como varillas dobladas.
Los pedagogos actuales no saben que estos pupitres, de paleta generosa, eran herramientas fundamentales para el desarrollo intelectual. No saben que propiciaban y alentaban el perfeccionamiento de la imaginación.
¿Qué les queda hoy a los niños que están con los videojuegos tarde y noche? ¿Qué les queda cuando la paleta de su silla ergonómica es apenas un pequeño territorio? Nosotros, los usuarios de estos hermosos pupitres, tuvimos una gran campiña para cabalgar sobre el potro de la imaginación.
Cada alumno tenía su pupitre, pero se pegaba al lado del otro, lo que permitía una cercanía con el amigo consentido, pero delimitaba los propios espacios. Acá se ven pupitres con las bocas abiertas al frente, para guardar los útiles. Los que nosotros usamos en los años 60s tenían la boca cerrada y la abríamos mediante un par de bisagras colocadas en la parte superior. ¿Ya vieron ese canal que está en la parte de arriba? Ah, ese canal era el espacio para colocar lápices, borradores, reglas y demás chunches necesarios. En ese canal, por ejemplo, los aficionados al soccer colocaban los balones hechos con plastilina, pequeñas bolitas que podían manipularse con los dedos. Mientras el maestro dictaba la fórmula para encontrar el volumen de una esfera, nosotros, niños listos, poníamos en práctica la fórmula para hacer una esfera con plastilina de color azul. Asimismo, a la hora que el maestro dictaba la fórmula para hallar el volumen de un cilindro, nosotros hacíamos el cilindro que serviría como poste de una portería. Ah, era un prodigio armar la portería (que se paraba al lado del canal de los chunches). Era una labor divertida parar los dos postes y luego unir el transversal que hacía que los postes verticales acusaran con caerse. Al final la portería quedaba media chueca, pero eso le imprimía mayor emoción al juego. Cuando el maestro explicaba cómo podía hallarse el área de un rectángulo, nosotros, en el rectángulo de la cancha, jugábamos los tiros libres. Colocábamos la pelotita de plastilina a mitad del tablero de madera y con el dedo índice (doblado) en un movimiento de catapulta golpeábamos el balón y éste corría por todo el campo. ¡Gol, gol, gol! (No gritábamos porque eso significaba expulsión, pero sí movíamos los brazos, por debajo, para que el compañero viera nuestra satisfacción al ver el marcador: Alejandro 1 – Ramiro 0. Pero luego, Ramiro, en su pupitre, y en su campo, hacía la misma acción y empataba el partido. Así nos la pasábamos, mientras el maestro dictaba la Primera Ley de Newton: “Todo cuerpo continúa en reposo hasta en tanto no se vea obligado a cambiar su estado por una fuerza impresa en él”, nosotros nos matábamos de la risa (agachando nuestra cabeza y deteniendo el chorro de risa con la mano), porque ya lo habíamos experimentado: la pelotita había abandonado su estado de reposo con el golpe certero de nuestro dedo índice que, ¡oh, prodigio!, era el pie de Pelé o de Garrincha (en el caso del equipo de Ramiro) o el pie de Chava Reyes (en mi equipo).
¡Ah, cuántos prodigios de imaginación se desarrollaron en estos pupitres rotundos! Batallas similares a las que sostuvo El Cid Campeador o aquellas que se desarrollaron en la Segunda Guerra Mundial. ¡Ah, cuántos combates de tsizimes sin alas! Ramiro era experto, los enfrentaba con gran capacidad; las tenazas de las hormigas se trababan y nosotros apostábamos el refresco del recreo (tal vez Ramiro era experto en batallas tsizimeras porque su papá era gallero y él había crecido en ese ambiente de peleas de animales).
Ahí, en esos pupitres, los alumnos rememoramos el instante en que el Apolo alunizó; asimismo convertimos la madera en un mar donde las carabelas de Colón hicieron posible el descubrimiento de un nuevo mundo.
Esos pupitres nos ayudaron a entender capítulos fundamentales de nuestra historia, así como lugares geográficos y alentaron, de mil formas, la riqueza de la imaginación.
Por eso, ahora, cuando algún pedagogo dice que esos pupitres son obsoletos y recomienda un asiento ergonómico, con paleta minúscula, yo, por debajo del pupitre, me mato de la risa, pero por decencia (así como lo hacíamos Ramiro y yo en el salón), me pongo la mano en la boca y evito la carcajada.

domingo, 20 de septiembre de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE VE QUE EL ORDEN DE LOS FACTORES…




Querida Mariana: Todos los maestros de matemáticas sentencian: “El orden de los factores no altera el producto”. ¡Ah, bendita ley matemática! Dos más tres es igual que tres más dos. Por desgracia, esta ley no puede aplicarse en otras disciplinas. A manera de chanza no puede decirse que el marcador América 3 – Guadalajara 0 es igual al marcador Guadalajara 3 – América 0; ni tampoco puede decirse que si un kilo de azúcar vale veinte pesos, veinte kilos de azúcar vale uno. La matemática es simpática, porque, en efecto, el orden de sus factores no altera el producto; aunque parece que esa ley tampoco es de aplicación general en el universo de la matemática, porque si el factor cero se coloca a la derecha tiene un valor diferente al que está colocado a la izquierda. De hecho, mi Paty, cuando está enojadita, me dice que valgo un cero a la izquierda; es decir ¡nada!; ah, pero cuando está contenta, entonces me siento como un cero a la derecha, y es que el cero a la derecha sí tiene un gran valor y en la medida que está más a la derecha más valor tiene. Si a mí me hubiese tocado ser un cero en la vida me gustaría ser, cuando menos, el cero que convierte una cifra millonaria en una cifra billonaria. Ser cero de millón es de más categoría que ser cero de diez.
Acá, en esta fotografía vemos que en ortografía el orden de las letras sí altera el producto. El ignorante podrá decir que es lo mismo, pero el sabio dirá que no es lo mismo. ¿Qué dice este letrero? Pues dice lo mismo que el letrero “Se vende teja de barro”, pero, sólo para rimar, digo que no es lo mimo bacín que jarro; el primero sirve para recoger los orines, el segundo, ¡ah, qué diferencia!, sirve para servir el cafecito caliente. Lo mismo se aplica en el lenguaje. La oración que aparece en el letrero que está al lado de un medidor de consumo de energía eléctrica es como bacín. Uno entiende que el redactor es un individuo que no concluyó su educación primaria. Pintó el anuncio para decir que vende teja de barro, lo hizo de manera improvisada, porque aún se pueden ver los trazos hechos en lápiz. Esos trazos le sirvieron como líneas guía para que las letras no se le fueran chuecas y para que lograra cierta simetría. Un experto en lenguaje diría que este mensaje produce prurito en sus dos acepciones: en el deseo de que las cosas tiendan a la excelencia, y en el picor que aparece en todo el cuerpo y en el espíritu. Los ignorantes no comprenderán que este tipo de anuncios públicos son como orines y dan ganas de vomitar. Pero, uno entiende este país, en donde todo es como un remiendo, como la pared ya escarapelada, como esos pedazos de tejamanil en donde está colocado el medidor. ¡Dios mío! ¡Ya quisiera ver en una ciudad de país desarrollado una base para medidor como ésta!
Por eso, a veces me topo con amigos que no les da prurito leer este tipo de anuncios, dicen que si se entiende todo va bien. Yo siempre digo que una ortografía más o menos recta (que eso significa orto) nos ayuda a vivir mejor. No imagino vivir una vida en donde los factores del lenguaje no alteren el producto. No puedo imaginar una vida con b de burro (bida).
¿Ya viste mi niña esa e estilizada con cuatro líneas horizontales? ¿Es válido modificar la grafía de las letras? ¿Es válido escribir Q para abreviar la palabra qué?
El maestro Rey siempre decía que el lenguaje es la vestimenta de nuestro espíritu. Parece que lo hemos olvidado, ahora, medio mundo insiste en vestir de manera casual (y eso está bien), pero lo que no se vale es vestir nuestro espíritu con andrajos, porque, en la vestimenta, tampoco tiene cabida el apotegma de que el orden de los factores no altera el producto. En tratándose de vestimenta no es posible ponerse la trusa por encima del pantalón ni la pantaleta por encima del vestido. Y cuando alguien escribe de manera tan alevosa como el individuo que escribió el letrero de esta foto es como si insistiera en ponerse el calcetín encima del zapato.
En materia de lenguaje hay normas que diferencian los jarros de los simples bacines. Conservemos en nuestro espíritu los aromas del café y botemos los tufos del orín. Bueno, es lo que digo. No sé qué pensés al respecto, mi niña bonita.

sábado, 19 de septiembre de 2015

CARTA A MARIANA, CON AROMA A CAFÉ CON PANELA



Con un respetuoso abrazo para la familia Armendáriz Guerra,
por la ausencia física de María Luisa.



Querida Mariana: Fabio dice que nos perdemos en medio de lo nuestro. Lo dice porque el Comitán de hoy está muy lejos del Comitán de los años sesenta. Una vez, Fito, quien ahora radica en la ciudad de México, me dijo que cuando venía a Comitán se sentía un extraño porque a nadie reconocía. Fito me dijo esto hace más de quince años. ¿Qué diría ahora que ya Comitán tiene más de cien mil habitantes y muchos de éstos son gente llegada de fuera? Fito tenía la sensación de extravío, no se sentía chilango y ya había dejado de ser comiteco. Confesó que ya no era de aquí ni de allá. Una sensación extraña, pero comprensible.
Recordarás que Totó, el protagonista de la película “Cinema Paradiso”, regresa a su pueblo muchos años después; lo hace porque su mamá le avisa que su amigo Alfredo ¡murió! Alfredo era el proyeccionista en el cine Paradiso (el Saborío, de aquel pueblo, hacé de cuenta). La mañana del entierro, Totó (ya grande, ya convertido en uno de los grandes directores del cine italiano) comienza a ver, por en medio de la multitud desconocida, los rostros de personas que alimentaron su infancia. Son rostros ya viejos, pero son rostros aún reconocibles. Para quienes vivimos el Comitán de los años 60s nos sucede algo similar. Por eso, acá en Comitán cotorrean con eso de que preguntamos: “Y, vos, ¿hijito de quién sos?”. Lo hacemos en un intento de ubicar los lazos que colgamos y ahora son como hilos a punto de romperse para siempre. El otro día (¡qué pena!) una muchacha bonita (dieciocho años, si mucho) se acercó y me sonrió. Ella vestía una playera y unos jeans ajustados. La vi con la mirada que algunas de mis alumnas definen como intimidadora. Entonces me preguntó si yo era fulano de tal, dije que sí. ¿Por qué me conocía? ¿Había leído alguna de mis novelillas? ¿Era admiradora de mis textos? Ella sonrió y dijo que su abuelo me mandaba saludos. Al final resultó que es nieta de Alfredo, amigo de mi infancia. ¡Dios mío, nieta! Alfredo se casó a los diecinueve, tuvo una hija a los veinte; su hija (aprendió muy bien de su papá) se casó también cuando tenía diecinueve años de edad y ahora la nieta de Alfredo (diecisiete o dieciocho años) es una muchacha bonita. Ah, sentí el aire del parque como una bofetada que me recordó, como un balde de agua fría, que soy un viejo de cincuenta y ocho años. La lógica y los principios más elementales exigían que debería ver a esa niña con una mirada más limpia y desvié mi asquerosa mirada de sus pechitos. Todas estas niñas son las nietas precoces de mis amigos o de hombres y mujeres de mi generación que, si bien nunca fui amigo de ellos, sí puedo reconocerlos como parte de mí. Porque, niña mía, la gente que se mueve a nuestro alrededor conforma parte de ese paisaje que llamamos vida. Nuestra vida está hecha no sólo de los amigos y de los familiares, también está conformada por doña Sara Bigotes que tenía dos perros color miel y que era dueña de una tintorería; está hecha por don Arturo Rivera que vendía dulces y chocolates en un local del portal frente al parque; está hecha por el mítico tío Jul, que preparaba panes compuestos, unos deliciosos tamales de azafrán y, por supuesto, los huesos que aún llevan su nombre: huesos de tío Jul. La vida está costurada también por esos retazos que, junto a nosotros, caminaron las mismas calles y escucharon los mismos sonidos de la marimba, los pregones de: “¿Va’sté a comprar manía?” y los repiques para misa de siete en el templo de Santo Domingo.
Y Fabio dice que nos perdemos en lo nuestro, porque Comitán es nuestro y, sin embargo, ahora a veces caminamos como si anduviéramos en calles desconocidas y fuéramos extranjeros. Otros son ahora quienes se erigen como los dueños de este pueblo, ¡nuestro pueblo! Por ello, cuando camino por el entorno del parque central y encuentro a don Fili, en “La comiteca”, ¡me da gusto!, porque ahí está el Comitán eterno, el inmarcesible, el que, a pesar del tiempo, sigue dando cuerda a nuestro corazón. Qué bueno que el Hotel Delfín siga llamándose así. Y digo esto, porque ahora muchos negocios han cambiado su razón social. Ahora (son los signos de los tiempos) muchos locales comerciales ostentan nombres extranjeros. Por fortuna, detrás de toda esa parafernalia contemporánea, aún perviven lugares que siguen siendo faro para nuestro caminar. “La proveedora cultural”, después de más de sesenta años, sigue brillando. A veces, cuando entro al local (ya muy diferente a como era), mi memoria pareciera oprimir el botón de “rewind” y estoy dispuesto a no asombrarme si, en la caja, aparece don Rami Ruiz, el propietario original.
Desde mi regreso de Puebla, que ocurrió en 2008, me he dedicado a descubrir las huellas de los 60s. No lo hago con el interés del arqueólogo ni, mucho menos, con la carcasa del investigador o con el teodolito del cronista o el bisturí del historiador. ¡No, Dios me libre! Lo hago, simple y sencillamente, para alimentar mi espíritu. Lo hago un poco para decirme que soy de acá; para reafirmar mi convencimiento de que, a pesar de que Comitán ya está en un proceso irreversible de transformación, aún hay balcones que muestran corazones limpios y nobles. Porque el Comitán de los 60s fue un pueblo sencillo, en el que, como dice la tía Elena, todo mundo se conocía; es decir, conocíamos nuestras fortalezas (que eran muchas) y reconocíamos nuestras debilidades (que eran pocas). ¿Ahora? Ahora, como dice mi Paty, no sabemos qué pata puso ese huevo y por eso, con cara de extranjero, le preguntamos a la muchacha bonita: “¿Hijita de quién sos?”. Mientras esperamos la respuesta, hacemos changuitos, y deseamos que nos digan el nombre de algún conocido, de alguien que nos demuestre que Comitán aún sigue siendo de los comitecos de siempre.
Por esto, mi querida Marianita, cuando mirás que mis ojos se humedecen a la hora que, en el atrio del templo de San Sebastián, una bola de ejecutantes somata la marimba, debés comprender que ese sonido me remonta a los recuerdos más sublimes de mi infancia y adolescencia. Los de mi generación todavía crecimos con el sonido de la marimba. La marimba iluminó los desayunos donde los amigos festejaban su primera comunión o las comidas donde los papás celebraban los cumpleaños en medio del baile y de la copita de comiteco. Ese sonido estaba aliado con el aroma de la juncia regada en el piso o convertida en lianas atadas de uno a otro pilar de madera; y este sonido y este aroma estaban unidos al sabor inconfundible de los tamales de bola con su chile de Simojovel y del espumoso aroma del chocolate caliente. Esas esencias nos formaron, de ellas estamos hechos. Por eso nos duele que ahora estén agazapados detrás de los pilares, como si tuviesen pena por mostrarse, como si sintieran estar en un pueblo ajeno.
A veces voy al parque central y pienso en qué momento la marimba se hizo a un lado para que entraran los mariachis. ¿En qué momento los maravillosos mariachis (hijos del centro del país) patearon a los marimbistas y los quitaron del estrado de honor en que siempre estuvieron? Los jóvenes de mi generación aún dieron serenata a sus novias, con marimba (yo nunca lo hice, porque no tuve novia). Ah, era emocionante ir a cenar chalupas antes de que llegaran las once y media de la noche, y luego caminar a la casa de la novia del amigo, en donde ya el camión de “Manuel Hijo” (Manuel te hago uno) estaba estacionado y uno de los marimbistas (el más joven) trepaba sobre el toldo del camión para robar la luz que haría funcionar el ya “metidito” teclado. ¡Dios mío! No nos dimos cuenta, pero la intromisión de ese teclado electrónico ya nos advertía lo que pronto se nos echaría encima. Una tarde (tampoco nos dimos cuenta bien a bien) las serenatas comenzaron a darse con mariachi, y luego fueron con tecladistas y luego con los estéreos de los carros y, Dios mío, las serenatas con marimba ¡desaparecieron! Y esto fue, también, ¡oh, Señor!, el presagio de que los de antes se irían apagando como velas en medio de un ventarrón.
¿Qué queda del Comitán de los 60s? Aún quedan trazas, pero ya son como líneas pintadas con gis. Por eso, mi niña amada, cuando me topo con un compa de aquellos tiempos, ¡me da mucho gusto! Me da gusto porque ahí también estoy yo. A veces voy a echarle gasolina al auto, voy a la Gasolinera de Arnulfo (amigo de mis tiempos de siempre), pido doscientos pesos y, mientras busco el billete en mi cartera, oigo que alguien me saluda: “¡Qué tal, Alex!”. ¡Ah, bendición, es El güero! El güero lleva años de años vendiendo chunches para autos, chunches como limpiaparabrisas y forros para volantes. Me da mucho gusto verlo y sé que él, con ese ¡Qué tal, Alex!, también se reconoce en el Comitán nuestro, el Comitán infinito. Le pido, entonces, que, por favor, cambie los limpiaparabrisas y él, con una gran sonrisa, hace su chamba, la chamba que ha ejercido desde hace añísimos. Y cuando le pago, quisiera decirle: ¡Ah, querido güero, qué bueno que seguís acá, haciendo lo de siempre, lo de cuando no tenía carro, pero iba en el auto de Jorge y dábamos vueltas y vueltas al parque, las tardes de domingo!

Posdata: Aún hay huellas. Se trata de buscarlas con denuedo, sólo para que sean como ungüento para el alma; sólo para evitar el camino que Fabio presagia.

viernes, 18 de septiembre de 2015

VIENTO CON POLVO




Una palabra puede activar mil imágenes. Siempre me pasa así. Cuando estaba en la primaria, cuando el maestro nos leía un texto histórico bastaba una palabra para que yo perdiera el hilo de la narración y me fuera por la libre, por otros caminos que, a veces, me catapultaban a mundos irreales. Uf, era penoso bajar a la realidad a la hora que el maestro me daba un zape en la cabeza y los compañeros reían.
Ayer en la mañana algo similar sucedió. Muy temprano, estaba en la universidad cuando escuché una llamada en mi celular: ¡era Geny Cifuentes! Apenas saludó y soltó lo que tenía trabado en la garganta: “¡Murió Laco!”, dijo. Yo alcancé a decir qué pena, antes de colgar, y entonces, como si el teléfono tuviese una interferencia u otra llamada se intercalara, escuché: “¡Viento, viento, viento!” Colgué y entonces todo fue Laco, un viento llamado Laco.
En el patio de la escuela caminaban los estudiantes, ellas con las libretas cubriéndose los pechos, ellos con la mochila en la espalda. Adentro de la oficina el Viento Laco trepó en los archivadores y, con la elocuencia que siempre lo caracterizó, gritó: “Sí, yo también soy jolote”. Estas palabras las dijo una tarde que, en San Cristóbal, dio una conferencia. Manolo Nucamendi, Marcos Puig y yo habíamos viajado especialmente desde Comitán para oír la voz de Laco. Todo había sido como cuando uno está de juerga y decide seguir la pachanga en Puerto Arista. En la mañana de ese día, Manolo dijo que Laco estaría en San Cristóbal, en la Casa de la Cultura, y disertaría una conferencia acerca de la literatura chiapaneca. “¡Vonós!”, propuso Manolo y nosotros dijimos ¡Sí! Al salir del Colegio (lugar donde laborábamos), a las dos de la tarde, subimos a la camioneta de Manolo y a las tres y media ya comíamos en el Tuluk (palabra que, ¡oh, coincidencia!, significa guajolote). ¿De qué año hablo? Hablo de un año del siglo pasado, de cuando no había tantos topes en la carretera Comitán – San Cristóbal y los únicos bloqueos eran los que veíamos por televisión, donde los defensas de Los Patriotas impedían el avance de Los Empacadores de Green Bay.
Al término de su conferencia que, como siempre, estuvo salpicada de conocimiento y de chascarrillos que la audiencia celebró con carcajadas, los tres nos acercamos a saludarlo. Él platicaba con dos muchachas, al vernos movió los brazos (como guajolote, perdón) en señal de que éramos bien recibidos en ese círculo. Nos acercamos y él, como si continuara la conferencia, siguió desparramando conocimiento y chanzas. Cuando hizo una pausa, Manolo dijo que éramos comitecos y entonces él se carcajeó y dijo lo que ya dije líneas arriba: “Sí, yo también soy jolote”. En Comitán, los Zepeda tienen el apodo de jolote, aféresis de guajolote. Don Pepe Zepeda es don Pepe Jolote; por lo tanto, don Eraclio Zepeda era, por decisión propia, don Laco Jolote.
Supe, entonces, que él era un personaje más de la literatura. Así como él creó don Chico que vuela, esa tarde estábamos presenciando el nacimiento (aún jolotío con plumas tenues) de don Laco Jolote. Y pensé que el mundo de los cuentos infantiles se renovaba, porque, ¡ah, qué maravilla!, cuántos cuentos podrían escribirse con ese personaje que era inmenso, con gran tzijnij y argüendero (como son todos los guajolotes en las granjas). Y él, Laco jolote, reía y su panza se movía como una gelatina enorme, como panza de sapo. Y ya sabiendo que era personaje de literatura infantil pensé que también podía ser de literatura erótica, porque el Comitán de los jolotes, también es el Comitán del Cotz; cotz es un vocablo tojolabal que significa jolote, pero también alude al acto sexual y entonces el cándido personaje de don Laco Jolote se convirtió en don Laco Cotz y, para evitar la duplicidad de la sílaba co, el personaje se convirtió en Lacotz, ¡ah, qué bendición!, y digo qué bendición porque esta palabra sonaba como Lacoste, y esta palabra, todo mundo lo sabe, es el nombre de una empresa que tiene un cocodrilo como logotipo, y así fue cómo, en medio del aire gélido de San Cristóbal, don Laco Jolote se convirtió en don Lacocodrilo y entonces lo vi, en medio de ese círculo de muchachas bonitas y de nosotros, barracos ya mayorcitos, abrir su buche de jolote, abrirlo con la fuerza de las mandíbulas de un cocodrilo y lo vi, como tronco viejo, flotar por encima de las aguas del Grijalva. Y supe que ese personaje daba para muchos personajes más y para mil cuentos, pero, viéndolo así, con su abanico de plumas y sus fauces con dientes de bisturí, pensé en quién escribiría esos cuentos y supe que no lo haría él. Ah, qué pena. No lo haría, porque le miré horma como de que ya se había cansado de contar cuentitos y acometería, como si fuese un elefante memorioso, la aventura de escribir cuatro novelas que aludieran a los elementos: agua, tierra, fuego y aire (¡viento!, ¡viento!).
Entonces regresé al día jueves diecisiete de septiembre de dos mil quince, regresé a la universidad y miré a los muchachos que, con paso rápido, porque ya se les había hecho tarde, se dirigían a las aulas. Todo parecía normal, pero no era así, porque Eugenio había dicho: “¡Murió Laco!”. Laco jolote, Laco cotz, Lacocodrilo, Laco fuego, Laco tierra, Laco agua, Laco viento, ¡viento! Me di un zape, entré al salón y comencé a dar mi clase. ¿Se valía leer un cuento de Laco?

miércoles, 16 de septiembre de 2015

EL ALMA DE ALMA




La actriz Alma Muriel murió un día de 2014. Era un día luminoso, pero luego se enredó en una bufanda de neblina. Alma tenía que llamarse, como decir Mahatma (alma grande).
El edificio que acá se ve, era el edificio que veíamos todas las mañanas. En este edificio vivía Alma. Es un edificio que está en la calle Tlacotalpan, de la colonia Roma, en la Ciudad de México. Nosotros vivíamos en la casa del frente. Bastaba cruzar la calle para llegar a la banqueta donde, una mañana, vimos a Alma barrer. Ahora que acabo de escribir estas dos palabras “Alma barrer” pienso en cómo puede barrerse un alma.
¿Quiénes veíamos a Alma? Miguel, Enrique y yo, que habíamos ido a la Ciudad de México para estudiar en la universidad. Los tres en la UAM, de recentísima creación. Miguel en Xochimilco, Enrique en Azcapotzalco y yo en Iztapalapa. Después de un trimestre fallido, malogrado, me cambié a la UNAM y por ahí anduve cinco años, en la Facultad de Ingeniería.
El día que vimos a Alma fue prodigioso. El cuarto de Miguel daba, precisamente, frente a ese edificio. El cuarto nuestro daba a un patio interior. Miguel, la mañana del prodigio, entró corriendo a nuestro cuarto y nos dijo que fuéramos, rápido. Enrique y yo nos paramos y seguimos a Miguel por el pasillo hasta llegar a su cuarto. Se llevó un dedo a la boca, indicándonos que guardáramos silencio, y con su mano derecha nos convocó a acercarnos a la ventana. Así lo hicimos. En la banqueta de enfrente, una muchacha barría. Enrique fue el primero que descubrió de quién se trataba, dijo: “Es Alma Muriel”. Yo me pegué al cristal de la ventana y dije que sí, que era Alma. Nos quedamos en silencio, admirándola. A la distancia era una mujer común y corriente, con dos piernas, dos manos, un torso no muy generoso y una escoba, pero nosotros sabíamos que ella era como una diosa, era Alma, la famosa actriz. Nada dijimos. En Comitán habíamos visto su película “Bikinis y rock”, en donde, por consenso, nos quedamos con las imágenes de los bikinis.
Vimos a Alma barrer la banqueta, nos quedamos embobados, casi casi como si estuviésemos en el cine y la viéramos en una película (como sí la vimos después, ya en 1978, en la cinta “Amor Libre”, donde el asqueroso de Manuel Ojeda, muy galán, muy piloto de aeronave mexicana, la seduce y ella, tonta, mil veces tonta, cae redondita y deja que el Ojeda le meta la mano, y tal vez algo más, en la cabina de un avión, mientras vuelan quién sabe a dónde).
El otro día, por esas cosas de la nostalgia, entré a Google Maps y busqué la primera casa en donde Enrique, Miguel y yo vivimos en aquella ciudad. Y “caminando” a través de las cámaras de Google logré llegar al edificio de departamentos de Alma. Acá en este edificio vivió esa maravilla de mujer. ¿De qué murió en el 2014? No lo sé. El día que supe que había muerto estuve triste un rato. Ah, pensé, mi vecina se fue.
¿Por qué salía a barrer? ¿Qué nos quería decir? No sé si debo entenderlo como un acto de humildad o como un acto snob. Voto por lo primero. Y voto por lo primero, porque Alma no vivía en el Pedregal de San Ángel, ella vivía en un modesto edificio de la colonia Roma. Tal vez, muchos años después, ya con más paga vivió en otra colonia y en otra casa, dejó el modesto departamento de la Roma y fue a vivir a donde viven los artistas glamorosos, porque ella estuvo en medio del glamour, pero cuando la vimos una mañana barriendo la banqueta era tan común como nosotros.
Miguel dijo que bajáramos a pedirle un autógrafo, un poco para que, cuando regresáramos a Comitán, lo enseñáramos a los amigos y dijéramos que nosotros vivíamos frente a la casa de Alma Muriel. Enrique y yo fuimos al cuarto por un cuaderno y Miguel se adelantó, bajó las escaleras, cruzó el zaguán y salió a la calle. Alma ya no estaba. (Ahora que escribí “Alma ya no estaba”, algo se me quedó trabado en el teclado). Cuando Enrique y yo bajamos sólo encontramos a Miguel. Éste propuso que, la próxima vez, bajaríamos los tres con escobas y barreríamos nuestra banqueta, seguro que ella sonreiría y sería el pretexto ideal para acercarnos a platicar con ella. ¡Uf, sería grandioso estar cerca de Alma! Pero las clases en la UAM comenzaron y debíamos tomar nuestro camión temprano, en las tardes íbamos al boliche y luego al cine. A veces llegábamos tarde a la casa, tatarateando porque habíamos comido en algún restaurante de carnitas al estilo Michoacán y tomado cervezas y dos o tres cubas. Antes de meter la llave en la cerradura de la puerta mirábamos el edificio de Alma y Enrique proponía que le lleváramos serenata. ¿Lo imaginan -decía- que le diéramos una serenata con marimba? Cerrábamos los ojos tantito y lo imaginábamos, pero, como dijera doña Lolita Albores: “Caso hay”. Además no sabíamos en qué departamento vivía, tal vez su departamento era uno de los departamentos interiores. Ah, hubiera sido tan bonito que su departamento diera a la calle.
El otro día me ganó la nostalgia y caminé, virtualmente, por esa calle de Tlacotalpan, la calle de Alma Muriel.