lunes, 11 de julio de 2016

HACETE TACUATZ





En Comitán, al tlacuache le decimos tacuatz. Esta palabra es muy cercana a nuestra cultura. Desde siempre ha estado presente en el imaginario colectivo. No es raro saber que a alguna persona le pusieron tacuatz de apodo (de cariño, los más cercanos, le dicen tacuatzín). En el pueblo, a cada rato, las personas emplean el dicho: “No te hagás tacuatz”, para decir que dejen de estar de flojos, por ejemplo. Y esto es así, porque, explican los que saben, el tlacuache es un animal que cuando se ve en peligro se tira al suelo y simula estar muerto.
Cuando alguien “se hace” tacuatz se anda haciendo tonto y no colabora con el trabajo en equipo. Ejemplos hay muchos en las oficinas, en las escuelas, en el gremio de maestros, con los alumnos, en los restaurantes y en mil lugares más. Ernesto dice que en la burocracia abundan los que se hacen tacuatz (en las oficinas de gobierno hay mil ejemplos y más). Para no trabajar se echan al suelo y no se mueven (como Jaimito, el cartero, para “evitar la fatiga”).
Durante toda mi vida he escuchado la frase, empleada en sentido negativo, pero ahora llama mi atención un cambio de paradigma que a mí se me hace fantástico.
Queda claro, pues, que hacerse tacuatz es hacer como que la virgen le habla a uno y se desentiende de todo lo demás.
Un día, de no hace mucho tiempo, el concepto tuvo un ligero cambio. Estephanie, en plan simpático, dijo que corría en Caña Hueca con “pasito tacuatzero”, así, sin esforzarse demasiado, con paso desganado. La frase se hizo famosa. Víctor, tomando un café en la casa de la cultura, en Comitán, me dijo que era un cambio positivo. Estephanie no usaba la expresión en el sentido de siempre, ella no se hacía tacuatz en el sentido tradicional; al contrario, removía al tlacuache y, sin importar que era con paso flojo, ella corría varios kilómetros. Era apenas un ligero matiz, pero ya cambiaba el sentido. Un pasito tacuatzero es un paso sostenido que, al final, lleva a la meta. A partir de ahí, la frase de hacerse tacuatz dejó su sentido peyorativo y asumió un sentido más prometedor. Prometedor, porque la palabra tacuatz se la apropiaron los jóvenes y esto demostró que ellos son quienes continúan con nuestra identidad. Esthephanie bien pudo decir que llevaba un paso de tortuga, un paso de conejo cansado, un paso de venado desganado, pero ¡no lo hizo! Usó a nuestro animal paradigmático.
Y ahora, qué maravilla, un grupo de corredores se llama “Tacuatz team”. Y acá, dice Víctor, está una conjunción maravillosa: una voz dialectal y una voz extranjera; es decir, el joven comiteco hace una alianza sensacional que habla de una fusión de culturas que abre el panorama de nuestro lenguaje. Pero, lo fantástico, está en su slogan: “No nos hacemos, ya somos”. Con esto le dan una gran torcedura a nuestra tradición, pero es una vuelta que dignifica y que hace más agradable el modo de ser del comiteco.
No hay, en ninguna otra parte del mundo, un grupo de corredores que se llame como se llama el grupo comiteco. Eso es hacer patria, patria chica; eso es afirmar los valores culturales auténticos. El slogan juega de manera sencilla con la costumbre. Si alguien dice ahora: “No te hagás tacuatz”, cualquiera de ellos responde: “No me hago, ¡ya soy!”. Ahora, ser tacuatz no es sinónimo de abulia; al contrario. Un pasito tacuatzero significa movimiento; ser equipero del “tacuatz team” significa participar en carreras, hacer ejercicio, aspirar a ser una persona saludable, reconocer la riqueza idiomática de nuestra cultura.
Es importante que los jóvenes comitecos retomen elementos de nuestra identidad y le añadan su ingenio y coloquen su huella posmoderna.
Una ingeniosidad ha logrado treparse al nivel de genialidad. Si los jóvenes se apropian de los elementos comitecos, los que nos hacen diferentes, el futuro está asegurado. Porque, a partir de hoy, existe la esperanza de que no sólo es el pan compuesto el que tiene asegurada su pervivencia, sino también el término tacuatz y el término cotz.
Bien por estos jóvenes orgullosos de sus raíces, jóvenes que, en medio del juego, preservan lo nuestro.

sábado, 9 de julio de 2016

CARTA A MARIANA, DONDE APARECE UN CUADRO SIN FORMA





Querida Mariana: Jorge se burló de Linda, porque ésta levantó un pedazo de cartón, carcomido, y dijo que era un cuadro sin forma. Jorge, con actitud de sabihondo, se rio y dijo que Linda era una tonta porque todo cuadro tiene forma ¡de cuadro! Linda, quien es una niña bonita, no le hizo caso y, muy orgullosa, mostró con todo mundo su pedazo de cartón sin forma definida.
Recordé una vez que con Rocío fui al Museo de Arte Moderno, en la Ciudad de México, y en una de las salas ella me preguntó por qué la gente asistía más a los estadios que a los museos. Ya te conté en alguna ocasión que Rocío era una muchacha estudiante del Tec de Monterrey que conocí en una fiesta y con la cual tuve una amistad cercana. La recuerdo, siempre, con gran afecto. No sé por qué dejamos de frecuentarnos y ahora ya no sé de ella. Yo dije que, tal vez, era porque los estadios son más emocionantes que los museos y ella estuvo de acuerdo, entonces dijo algo que a mí me sorprendió. Dijo que los cuadros eran monótonos en su forma, dijo que sería bonito que los pintores cambiaran las formas de sus lienzos. Como estábamos ante un paisaje del gran José María Velasco, ella dijo que ese cuadro sería más bello si estuviera pintado en un bastidor de un metro de alto y treinta de largo, para que abarcara toda la sala. Lo imaginé y estuve de acuerdo con Rocío. Ella fue más allá, dijo que, a la mitad, la tela debía tener un entremetido que provocaría una sensación de volumen. El espectador vería todo el Valle de México y, en el entremetido, tendría la impresión de acercarse a un hueco. Así, imaginando formas informes, jugamos por toda la sala. Cuando estuvimos ante un cuadro con un jaguar, Rocío dijo que esa garra que estaba en primer plano debía estar recortada para dar la sensación de cercanía total. Rocío, con su imaginación, se adelantaba mucho a estos recursos tecnológicos de hoy que ya nos acercan al prodigio de la cuarta dimensión.
Rocío no estaba mal, así como Linda no está mal. El mundo funciona a través de la modificación de las formas ya obsoletas. ¿Qué sucede con las obras de los grandes arquitectos y diseñadores del mundo? Han modificado los “cuadros” y se han atrevido a cambiar las formas de una manera innovadora y atrevida.
Hay mucha gente que prefiere las formas definidas; hay otros que buscan lo diverso. La naturaleza pareciera darnos una enseñanza permanente en cuanto a las formas. La genialidad de Picasso, cuando descubrió el Cubismo, tiene mucho que ver con la repetición de formas. Picasso nos enseñó que los rostros de las personas no siempre tienen las mismas formas aburridas que los clichés de moda nos imponen. Los jóvenes, en intento de vencer las inercias, buscan formas novedosas, por ejemplo, en los cortes de cabello. Cuando pasa a mi lado un chavo punk volteo y lo miro, casi con la misma emoción con que veo el diseño del Museo Guggenheim, del maravilloso Frank Lloyd Wright. Ahora está de moda raparse un lado de la cabeza y dejar el otro con cabello. ¿Quién hubiera imaginado en los años sesenta un corte así? ¡Nadie! Ah, pero en los años setenta, algún chavo prendido imaginó una forma diferente, novedosa, revolucionaria, y se dejó crecer el cabello. Ah, qué melenas tan de león desenfado usaron los chavos de ese tiempo. Lo que había sido exclusivo de mujeres (cabelleras largas) era, también, territorio de hombres. Y ahora, las mujeres, que siempre han ostentando cabelleras largas, se rapan sin dar mayor explicación. Sor Juana, dice la historia o el mito, se cortó la cabellera larga como trampa para ingresar a la universidad. Hoy, medio mundo femenino se rapa sólo porque sí, porque nadie puede dictar formas a las cabelleras masculinas o femeninas. Hoy, las formas, se entiende, son parte importante del fondo; es decir, las formas son la manera de rebelarse ante algo y decir que la Tierra tiene la forma esférica (en forma de naranja, decía el maestro de geografía, en la secundaria), pero, como advertía Rocío, bien puede buscarse otra forma, para hacer más divertido el asunto de la vida.
Acá en Comitán nos sorprendimos gratamente cuando un día levantamos la vista y vimos el techo de lo que hoy es el Pabellón Municipal y que, originalmente, fue creado para albergar un mercado. Un techo que no desentonaba con los techos de tejas de las casas tradicionales, pero que sí rompía, de golpe y porrazo, con la forma tradicional. ¿Era posible construir techos con paraboloides? Por supuesto que sí. Ahí estaba la prueba.
¿Has visto alguna foto del Oculus, estación de tren que construyó el arquitecto Santiago Calatrava, en Nueva York? Las personas dicen que es un edificio costosísimo, pero a mí me sorprende, más que la chuchería de Calatrava en gastar millones de dólares, el atrevimiento en el diseño. En medio de una serie de edificios que son como cajas de zapatos alargadas, él tiene el arrojo de “alargar” las formas y de colocar una estructura que es como el sueño de una mantis religiosa. Ah, qué atrevimiento tan informal.
La naturaleza es pródiga en formas sin forma. ¿Imaginás que las montañas fueran cuadradas o circulares o cilíndricas? ¿Imaginás la “perfección” de las formas en la naturaleza? Uf, el género humano ya hubiese muerto de hartazgo. La naturaleza, madre de las formas, juega con ellas, las alarga, las condensa, les da aire, les otorga vuelo.
Rocío tenía razón: si los museos no fuesen tan cuadrados en sus formas atraerían más espectadores. A mí, lo sabés de sobra, me encantan los libros impresos. No me aburren, pero me sorprendo cuando encuentro un libro que se sale de los formatos preestablecidos. El otro día hallé un libro que hablaba de las manzanas que tenía forma de manzana y, en el interior, aparecía un gusano que hablaba de las plagas que atacan a los manzanos.
Una tarde de éstas, Enrique Díaz, un artista plástico chiapaneco, inauguró su más reciente exposición. A Enrique lo conocí hace ya muchos años en la ciudad de Tuxtla. Recuerdo que él tenía un café, en cuyos muros exponía su obra. Ahí, alguna tarde, nos citamos con una amiga para tomar un café. Enrique siempre experimenta, tanto en el concepto de sus obras, como en las formas de los soportes. ¿No acaso la máxima representación icónica de este país está pintada sobre un ayate? Enrique pinta sobre cartones, sobre maderas, sobre pedazos de costal. Está en el camino que Rocío proponía, el camino que ya descubrió Robertoni Gómez, por ejemplo, quien realiza murales fragmentados de cerámica, en donde las formas son como un árbol cuyas ramas son brazos, son piernas, son rostros. La plástica chiapaneca está jugando con el fondo y con las formas. Algún día nos sorprenderemos con un descubrimiento audaz.
Marcos dice que la aeronáutica terrícola no avanza, como debiera, porque los científicos insisten en la forma alargada y no prueban con la forma curvada, a pesar de que quienes juran haber avistado una nave extraterrestre hablan de formas circulares. ¿Has visto que en la serie de películas de la Guerra de las Galaxias la forma imperante tiende más a lo alargado que a lo circular? Claro, esto no es tan simple como lo escribo. Los científicos sí experimentan con formas circulares, pero lo hacen en los laboratorios secretos, muy lejos de donde caminamos los mortales comunes y corrientes.
¿Qué pasa con las formas en Comitán? ¿Qué sucede con los edificios que se construyen actualmente? No sé. Yo camino por las calles de nuestro pueblo y veo que, por fortuna, aún hay muchos árboles, pero, poco a poco, las nuevas edificaciones provocan su desaparición, porque la vanguardia privilegia el cemento y el aluminio. Una amiga urbanista me dice que la tendencia en países tercermundistas es la construcción vertical, más que la horizontal. ¿Cómo dotar de servicios a grandes extensiones habitadas? Es muy difícil. Por esto, las ciudades en crecimiento procuran construir extensos núcleos poblacionales en terrenos pequeños.
Nosotros fuimos privilegiados en Comitán (aún lo somos, en parte). Teníamos casas grandes con hermosos sitios, llenos de árboles frutales. Un día, construyeron la colonia Miguel Alemán y vimos que la extensión se reducía; tiempo después, fuimos testigos de la construcción del Infonavit y supimos que ahí se había jodido la cosa, porque las casas eran brevísimas. Ahora, todo mundo lo sabe, hay decenas de fraccionamientos con casas pequeñísimas, que no pueden jugar con las formas. Todas son cajas de zapatos, de zapatos de niños enanos.

Posdata: Si la forma es fondo, ¿qué lectura debemos hacer con la forma cuadrada de los nuevos conjuntos habitacionales? Ah, si yo pudiera, querida niña, haría un decreto que resguardara los sitios de las casas que aún se conservan. Si los seres humanos somos las casas que habitamos, por eso Comitán es un pueblo grande. Hubo un tiempo en que fuimos los maravillosos sitios de las casas. Entonces, ¡Dios mío!, la pregunta es: ¿Cómo será el espíritu de este pueblo, ahora que las casas que habitamos son minúsculas, tacitas de té?
Mi sobrina Linda tiene razón. Los seres humanos debemos jugar más con cuadros sin forma.

viernes, 8 de julio de 2016

CARTA A MARIANA, CON POEMA INCLUIDO





Querida Mariana: ¿Vos te has topado alguna vez con un declamador que, en lugar de poemas, declama canciones populares? Leo “Cinco esquinas”, de Mario Vargas Llosa, su novela más reciente. La novela no es la gran novela, pero, sin duda, tiene la maestría que avala el genio de quien recibió el Premio Nobel de Literatura. Mi maestro de cuento, el recordado Rafael Ramírez Heredia (Rayo Macoy), con frecuencia hablaba de la malicia literaria, que es un recurso que se aplica para llamar la atención. Vargas Llosa de esto se las sabe todas.
Resulta que en “Cinco esquinas” aparece un declamador de canciones populares. (Entre paréntesis habrá que decir que Cinco esquinas es un barrio de Lima, Perú, así como en Comitán tenemos nuestras Siete esquinas.)
El personaje de Vargas Llosa se llama Juan Peineta y recita, “como si fueran poemas”, canciones de Felipe Pinglo, que debe ser un autor reconocido en aquel país sudamericano.
Lo que es la vida, en 2016 me topo con alguien que hace lo mismo que hacía Carlos, en 1974, en la Ciudad de México.
Enrique, Miguel y yo conocimos a Carlos en el departamento donde vivimos mientras estudiábamos en la Universidad Autónoma Metropolitana. Carlos es de Huixtla y sobrino de la tía Anita, dueña del departamento.
Una tarde, ya después de estar dos o tres meses viviendo ahí, la tía Anita pasó a nuestros cuartos y nos invitó para una fiestecita que había organizado. Ah, la alegría total. A las cinco de la tarde, el departamento estaba lleno de personas. Nosotros (los comitecos) salimos de nuestras recámaras y, con timidez, nos sentamos en un sofá de la sala. La tía nos presentó con las demás personas. Enrique, rápido, le echó ojo a una niña de diecisiete años. No había sido muy afortunada en la repartición de belleza en el rostro (Quique rápido la bautizó como “Cara de cabra”), pero lo demás de su cuerpo sí tenía la sugerencia deliciosa de los diecisiete bien puestos.
Los comitecos tímidos, a la vuelta de dos o tres vodkas nos convertimos en dueños de la fiesta. Contamos chistes (bueno, es un decir, Quique, en nombre de la delegación comiteca, contó chistes), chocamos vasos con los demás, cantamos en coro y Quique sacó a bailar a la cara de cabra.
Cuando ya todos habían tomado confianza (Quique, un poco de más, pues abrazaba a su conquista como si la conociera de toda la vida), Carlos se paró y dijo que iba a declamar un poema. Todo mundo dejó los vasos en la mesa de centro o sobre el piso y puso atención. Carlos, como si fuese Manuel Bernal, se paró a mitad de la sala, nos vio a todos (con esa mirada de cuchillo que tiene) y comenzó a declamar el poema. Todo mundo puso atención, una atención que a mí me llamó sobremanera, porque nos tenía arrobados con su voz educada, pero, por encima de eso, porque era la letra de una canción. ¡Claro! Era una canción conocidísima de José José: “… Qué triste fue decirnos adiós, cuando nos adorábamos más. No sabes que pensando en tu amor…”. ¡Era “El triste”, de Chepe Chepe! Estaba a punto de reírme, pero la seriedad de todos detuvo mi impulso. Cuando Carlos terminó la declamación, todos aplaudimos frenéticamente, una señora, que había permanecido con mantilla en la cabeza, se puso de pie y ondeó un pañuelo en lo alto, como si Carlos hubiese hecho la mejor faena de la tarde. Carlos no dio tiempo a que el entusiasmo mermara. Declamó una canción de Napoleón y luego una de María Medina. Yo pensaba que eso era como haber comprado un boleto para presenciar un concierto de Queen y tener en el escenario a Los tigres del norte. Pero los demás estaban convencidos de que los “poemas” que Carlos recitaba eran los poemas más sublimes del mundo dichos por la mejor voz de América. Ahora entiendo que el plus era precisamente ese: que todos conocían los versos del poema y cada uno se sentía un gran conocedor.
No haré el cuento más largo. Al final, ya a punto de sentarse, la audiencia, en medio de gritos desaforados y llenado de vasos con vodka, le pidió un poema más a Carlos y ahí sí me sorprendió porque dijo que interpretaría un poema de su propia inspiración y se aventó al ruedo con esa facha de triunfador que tenía: “Los amorosos callan. El amor es el silencio más fino, el más…”. ¡Dios mío! ¿Había escuchado bien? Carlitos se había apropiado del poema de nuestro paisano Sabines y lo declamaba como si fuera de él. Nosotros no caímos en su juego. Yo pensé decirle al final que era un travieso plagiario, pero cuando terminó de declamar el poema (bien declamado, por cierto), ya la cara de cabra había abandonado los brazos de Quique y se remecía en los brazos del declamador de la Colonia Roma.
En aquel entonces se me hizo la gran travesura, pero ahora que me topé con Juan Peineta creo que Carlos no hacía una travesura, Carlos hacía una gran genialidad.
¿Imaginás ahora a alguien “declamando” una canción de Julión Álvarez o del Komander? ¿Imaginás a alguien declamando: “El mariachi loco quiere bailar, el mariachi loco quiere bailar, el mariachi loco quiere bailar. Quiere bailar el mariachi loco, quiere bailar el mariachi loco…”. Ah, no faltará en alguna fiesta el aventado y no faltarán los creyentes que, al otro día, cuenten que conocieron a un verdadero declamador de poesía.

miércoles, 6 de julio de 2016

CORAZÓN DE LEÓN




Un antiguo león de melena, un león africano, está presente en el imaginario colectivo de Comitán. Los comitecos de los años sesenta y setenta lo recuerdan adosado en un esquinero del antiguo parque central. Ahí estaba, con su boca abierta que permitía la salida de un chorro de agua que caía a un estanque pequeño. Un par de gradas, a los extremos del estanque, permitía la bajada al parque y la subida a la calle. Dicho estanque estaba, prácticamente, en la contraesquina del parque central. Todo mundo vio a ese león campante. Una mañana derruyeron el parque central (para ampliarlo) y el león, ya sholco, sin su vocación de tirador de agua, fue a parar al tanque de los caballos (que ya no es tanque, porque no almacena agua; ni da servicio a caballos, porque ningún jamelgo camina por la zona). El famoso león fue grafiteado por algún artista urbano (le puso lentes, tal vez porque lo vio ya anciano, ya con la vista cansada). Las autoridades decidieron colocar una reja que impidiera el paso de muchachos alevosos y ahora ahí está, como si fuera un león de circo, de esos circos de tercera, detrás de una jaula. Los niños de hoy ya no se acercan a verlo, cada vez está más flaco. Las autoridades ¿no se han enterado que ahora los circos no permiten animales en cautiverio? ¿Por qué no lo liberan de esa jaula que lo ha mantenido cautivo durante tantos años? Ah, pobre león de melena, pobre león africano. Tal vez ya ni recuerda los años en que fue libre y recorrió (cuando menos con la mirada) la sabana comiteca del parque central, ya extinto.
Pues resulta que algún comiteco ¡resucitó a ese león! Y lo ha hecho con tal dignidad que ¡no está sholco! Acá está la prueba documental. Este león (puede decirse) es una réplica casi exacta de aquel león del parque central. Este león tiene la mirada altiva, no hace caso del mito que lo tiró. Una mañana, algún cronista (nunca falta) dijo que el león de la pila (porque también había la escultura de un león africano) no correspondía a la leyenda. ¿Cómo un león africano iba a estar tomando agua en el manantial a la hora que un conquistador español lo encontró? ¡No! El león africano no corresponde a esta zona; sin duda que el dichoso animal con garras era ¡un puma americano! ¡Eso, un puma americano! Y las autoridades botaron el león de melena tallado en piedra (se sabe que está en el rancho de un político, quien sin duda lo cuida y le da alimento para que siga engordando) y, no sé cómo, otro día apareció un puma (ya de bronce) realizado por el escultor Luis Aguilar. Los cronistas se sintieron satisfechos: el puma americano sí daba consistencia a la leyenda, en tanto que el león de melena era un absurdo. Tío Cleto, que siempre emite juicios certeros, dio una fumada a su cigarro, miró el árbol de jocote y dijo: “Burro, ¿entonces de dónde agarraron los leones de melena que están en el escudo de Chiapas? ¡Que ya dos leones sobre el acantilado del Río Grande de Chiapa!”. Pues sí, el escudo del estado tiene elementos naturales de Chiapas (el Sumidero) y elementos de la nobleza del conquistador. Y ahí siguen los leones, a nadie se le ha ocurrido sugerir que pongan dos jaguares en lugar de las bestias rampantes (aunque a Quique le daría gusto, porque les colocaría una playera del equipo de fútbol, como para que nos diera más pena).
Pero he aquí que el orgullo comiteco ha vuelto a brillar. Un vecino de la séptima avenida (que ahora es parte del par vial) “revivió” al león del parque central (el triste león del tanque de los caballos) y desde una altura muy digna (para que los grafiteros no se atrevan) mira, con donaire, hacia los territorios de Nicalococ, ese tradicional barrio que tanta fuerza da a la identidad de Comitán (basta decir que es uno de los pocos barrios que conservan su nombre tradicional).
Cuando descubrí este león me paré tantito en la banqueta y, maravillado, escuché su rugido. Casi casi vi su melena movida por el viento de Nicalococ (según Rosario Castellanos, uno de los nueve guardianes del pueblo). Ah, qué belleza de imagen. ¿Cómo agradecer a este comiteco digno el retorno del león al corazón de nuestra identidad?
Los mitómanos de la antigüedad quisieron darnos un elemento de nobleza al meter al león africano en nuestra leyenda, pero no lo admitimos. Los expertos dijeron que no podía ser un león, que debía ser un puma americano (como si ellos hubiesen estado presentes). Capaz que no fue león, ni puma, ni jaguar. Capaz que era un tacuatz bebiendo agua del manantial de La Pila. ¿Por qué a la gente le gusta botar los mitos? Bien que aceptamos a la mítica Josefina García Bravo, pero no pudimos dar crédito al león de melena. No pensamos que ese león de La Pila pudo haber sido primo hermano de los leones rampantes de nuestro escudo. No lo aceptamos. No creímos en la grandeza, en la majestuosidad de ese animal que es considerado en todo el mundo como el Rey de la Selva. No dejamos que fuera el Rey de La Pila. Nuestra historia ganó en credibilidad pero perdió en esplendor a la hora que en lugar del león metimos al puma.
Lo bueno es que ahora un león domina el valle de Nicalococ. Ahí está ¡enormísimo!, a mitad de un balcón. De ahora en adelante, el carro de la reina de Comitán, en el desfile de carros alegóricos de la feria, debiera hacer un quiebre para pasar por la séptima, por el lugar de honor donde está el león que, cuenta la leyenda original, tomaba agua del manantial de La Pila, cuando los conquistadores españoles andaban en busca de un lugar para erigir esta magnífica ciudad. Cuando vieron al león tomando agua dijeron: acá se edificará la ciudad que dará lustre a Chiapas. Casi casi como cuando los aztecas descubrieron un águila parada sobre un nopal, refinándose una serpiente. Las grandes ciudades se han construido bajo el designio del encantamiento. El carro de la reina debería pasar por ahí para que el león, nuestro león comiteco, león africano, león rampante, diga al paso de la soberana: “God save the queen”.
Vi al león y me sentí completo, como si esa figura completara una parte de la historia común, la nuestra, la comiteca. Gracias al vecino que lo “revivió”.

martes, 5 de julio de 2016

UNA TARDE APACIBLE




El asistente me guio por un pasillo de ladrillos recién lavado. La humedad trepaba del piso a los macetones con helechos. Entramos a una estancia con mucha luz, propiciada por los ventanales que daban al jardín. El muchacho me dijo que me sentara, que el maestro no tardaba en atenderme. Me quedé solo. El jardín aparecía entre la niebla del día. Todo estaba lleno de silencio. Apenas se oía el zumbido de una mosca que insistía en posarse sobre mi rodilla. El maestro entró, se disculpó, dijo que había pasado una mala noche. Vestía una chamarra gruesa. Se sentó frente a mí. El asistente entró y nos ofreció café y unas piezas de pan. Tomé la taza y un pan. Agradecí al maestro por haberme recibido. Él dijo que estaba bien, bueno, agregó: Yo no estoy bien, estoy mal, pero estoy bien. ¿Entiende? Sí, le dije. Sí, dijo él, así es todo en la vida. A veces estamos bien, pero el país va mal. Me vio y dijo: Este ha sido mi mundo, los libros, y levantó tantito su brazo derecho para abarcar las paredes tapizadas de libros. En el rincón de la biblioteca donde estábamos había un orden, pero dos metros más allá, existía un caos hermoso, todo era un regadero de libros. Sobre el escritorio había varios promontorios de libros, que, a semejanza de la torre de Pisa, misteriosamente lograban el equilibrio. Recordé que Julio Cortázar dijo que la noticia más sorprendente del mundo sería cuando la torre de Pisa se derrumbara. Rodrigo dice que no, que la noticia más sorprendente será ver la primer nave extraterrestre aterrizando en una plaza. Rodrigo dice que ojalá sea en Comitán para que, por primera vez en la historia, seamos noticia mundial.
¿Usted es de Comitán, verdad?, me preguntó el maestro. Dije que sí. ¿Y cómo está Comitán? Mi respuesta fue inmediata: bien, dije. Ah, Comitán está igual que yo, dijo el maestro, tomó un sorbo de café y, cuando colocó la taza sobre la mesita, dijo que había llegado a la cima. Comprendí, dijo, que la vida era subir, subir, hasta llegar a la cima, para ver el mundo desde ahí, pero ahora, mire, llegué a la cima de mi montaña, sólo para ver, desde ahí, miles de montañas más altas. No sé si me equivoqué de montaña o a todo mundo le sucede lo mismo. No obstante, creo que nadie puede eludir ese destino: subir, subir. ¿Para qué? ¿Para esto? ¿Para comprobar que existen montañas más altas? ¿Cuál es la montaña que permite ver todo desde arriba? Sí, el Everest. Pero, en la vida, amigo, no hay mapas que indiquen cuál es nuestro Everest. Mire, dijo y señaló uno de los ventanales, esa neblina es visita permanente acá en San Cristóbal. ¿Cómo iba a saber cuál era la montaña más alta si el día que comencé a subir estaba nublado? En Comitán ustedes tienen la fortuna de ver con más claridad, pero no sé si logran ver sus montañas. Usted ¿tomó el camino correcto?, me preguntó. No supe qué decir. Quedé pensando.
El maestro se levantó, fue al escritorio y tomó un libro que estaba en la parte más alta de ese bonche de libros. Lo levantó y dijo: Mire, ¿ve qué fácil es cambiar la cima? Y colocó el libro sobre el piso. Ahí lo dejó. Dijo: No tardo en pasar de la cima al piso. Ahora ya me duelen las articulaciones. Cada vez me es más difícil salir. Por eso agradezco que haya venido desde Comitán a saludarme, pero debo ser grosero con usted y despedirlo. Me cuesta trabajo hablar. Debe ser que ya me dio el mal de montaña y en esta altura la densidad del aire provoca una insuficiencia de oxígeno. Dije que estaba bien, que yo era quien agradecía los minutos de su tiempo. Sí, dijo, todo está bien, como estoy yo, como está Comitán, como está el país, como está el mundo. Mientras lo dijo caminó hacia la puerta por donde entró. Las últimas palabras las escuché lejanas, como si él estuviera en la punta de un cerro y yo abajo, en medio de un bosque tupido de árboles.
El asistente entró y me preguntó si deseaba algo más. No, dije. Me acerqué a uno de los ventanales y miré el jardín en medio de la niebla. ¿Siempre es así?, le pregunté. No, me dijo, a veces está de buenas. Cuando está bien me llama y me dicta. Ya no puede escribir, ahora todo me lo dicta, pero se cansa.
Yo había preguntado si siempre era así el clima de San Cristóbal, sólo para hacer plática, pero el asistente creyó que le preguntaba acerca del maestro. Regresé a la mesita, tomé una servilleta y guardé un pan. Le dije que lo llevaría para el camino. Él sonrió, dijo que estaba bien. Yo pensé que sí, que el acto estaba bien, que estaba igual que el maestro, que San Cristóbal, que Comitán, que yo, igual que todos. El maestro había dicho: “No estoy bien, estoy mal, pero estoy bien”. Me había preguntado si había entendido, y yo dije que sí, que había entendido.

lunes, 4 de julio de 2016

HIJOS DE LA RUTINA




Somos hijos de la rutina, nietos de la repetición de patrones de conducta. En casa de mi madrina Chilita, el tío Ramón, todas las mañanas, abría el balcón y tomaba el café viendo la calle; la tía Eugenia, puntualmente, se enredaba en su chal negro y salía, con paso de gallina, para ir a misa de siete; la abuela Engracia entraba a la cocina, removía la brasa del fogón y ponía a calentar tortillas con nata. Eugenia Segunda avisaba que estaría en el sanitario, entraba con una revista de Memín Pinguín, todo mundo sabía que no saldría hasta que terminara la revista. Así todas las mañanas. No variaba la rutina ni los domingos. Durante las mañanas nadie podía notar un cambio entre lunes o fines de semana. Ya más tarde sí todo cambiaba, en apariencia, porque de lunes a viernes los comportamientos tampoco variaban: el tío Ramón, a la una en punto, después de bañarse y rasurarse, se ponía el traje café (el único que tenía), pasaba a cortar una flor del jardín que sembraba en la solapa y se encaminaba al Rincón Brujo donde tomaría la cerveza con sus amigos, que en ese tiempo eran don Ramiro (celador), el profe Roberto (maestro jubilado), Cliserio (mecánico) y Ramón (balconero que, decía, no hacía balcones sino puertas y por eso en el letrero de su negocio decía “puertero”); la tía Eugenia ya no regresaba a casa después de misa, directo pasaba al mercado donde Quique y Salomón le llevaban las ollas con atol de granillo que vendía en uno de los pasillos; la abuela Engracia se pasaba todas las mañanas adentro del oratorio pidiendo por todos los hijos, nietos, parientes, amigos y demás integrantes de la sociedad humana. Todo lo hacía en voz alta. A veces yo pasaba frente al oratorio, me acercaba a ver a la abuela en medio de la penumbra, iluminada solo por una veladora, y escuchaba: “…y te pido por el presidente de la república, para que ilumines su mente y pueda conducir a buen puerto el barco que…” o “…y ayuda a Vicente Saldívar para que gane su próxima batalla…” (el presidente de ese entonces era Díaz Ordaz y Vicente Saldívar era un boxeador que era un orgullo del deporte mexicano). ¿Y Eugenia Segunda? Como no trabajaba dedicaba toda la mañana a pintarse las uñas y probarse vestidos para esperar a Caralampio, quien, a las cuatro de la tarde en punto, con un ramo de rosas en las manos, tocaba la puerta. Eugenia Segunda se levantaba de la silla de la sala, se alisaba la falda, se miraba en el espejo que estaba colgado a la mitad de la pared, al lado de la fotografía oval donde estaban los abuelos en color sepia, y decía: “Voy, voy, mi vida, voy”. Jacinto me decía qué sucedería la tarde en que no fuera Caralampio sino otro el que tocaba la puerta. Pero no, nuestros ojos jamás vieron esta posibilidad. En lo dicho: todo era rutina. Jacinto y yo mirábamos a los novios. Habíamos hecho dos hoyitos a la tela del biombo, nos colocábamos detrás y los mirábamos: ella cambiaba las rosas en el florero, las del día anterior las ponía en el basurero; se sentaba, abría una revista que se colocaba sobre los muslos; Caralampio se acercaba y él era quien daba vuelta a las hojas cuando ella se lo indicaba. Él a la hora de dar vuelta a la hoja le ponía la mano sobre la rodilla y ella, de inmediato, se la retiraba; así una y otra vez, hasta que la noche comenzaba a asomar. Eugenia Segunda prendía la lámpara de mesa, tomaba la biblia y comenzaba a leer en voz alta. Caralampio se sentaba en una silla aparte, la abuela llegaba, decía “María Divina” y los dos respondían “Madre del universo”. La abuela se sentaba al lado de Eugenia Segunda, cerraba los ojos y la nieta seguía leyendo pasajes de la biblia. ¡Siempre era lo mismo! Yo creía que las moscas siempre eran las mismas y hacían el mismo recorrido, una y otra vez. Jacinto decía que era imposible, que las moscas vivían muy poco tiempo, que siempre eran otras, pero yo sentía que el viento era el mismo, que siempre entraba a la sala a la misma hora del día anterior y se iba a la misma hora. Sin falta, las campanas de Santo Domingo tocaban a las cinco y media, al cuarto para las seis y a las seis en punto; sin falta el padre se paraba detrás del altar de mármol y decía: “En el nombre del padre, del hijo y…”. Siempre lo mismo. Por eso, cuando alguien se casaba o era el bautizo de un sobrino o llegaba la feria de agosto, Jacinto era feliz, porque botaba la rutina. Pero los demás, seguían en el mismo camino. El tío iba a tomar la cerveza al Rincón Escondido; la abuela rezaba más de la cuenta; la tía regresaba del mercado y entraba a su cuarto para oír la radio, tal como lo hacía todas las tardes; y Eugenia Segunda se excusaba con Caralampio, pero le decía que no le gustaban los amontonamientos de la feria. Lo más que permitía era que su novio agregara al ramo de rosas una bolsa con curtidos.
Cuando el tío murió, sus amigos tomaron la costumbre de pedir una cerveza más, como si él estuviera presente; a la abuela la encontraron muerta en el oratorio, una tarde Eugenia Segunda vio que ya eran más de las seis y no salía, fue a verla y la encontró tirada en el suelo (Jacinto dijo que pedía por tantas personas que, a veces, sin duda, se olvidaba de pedir por ella). La tía Eugenia enloqueció, sólo así logró interrumpir la rutina de más de cuarenta años, pero adquirió otra, porque a mitad de la madrugada se paraba, iba al patio y, al lado del árbol de durazno, imaginaba que tenía las ollas y, en el aire, movía los brazos como si sirviera el atol de granillo en los vasos de cristal.
¿Y Eugenia Segunda? Caralampio, un día, decidió romper la rutina. Como vio que ella insistía en retirarle la mano cuando él la colocaba en la rodilla, se hizo novio de Elena, quien, sin duda, dejó que la mano de él subiera por el muslo y jugara en la entrepierna. Ella siguió con la rutina, con la única salvedad de que Caralampio no acompañaba su hastío de cada tarde.
De mi madrina Chilita nunca supimos más, porque ella no vivía ahí. Un día (yo no había nacido), sin decir algo, se subió a un camión y se fue para Veracruz. Como la casa la había heredado ella de su difunto marido seguía siendo la casa de mi madrina Chilita.
¡Dios mío! Qué vidas tan rutinarias. Ahora yo me levanto todos los días (incluidos el día primero de enero) a las cuatro de la mañana y me acuesto (incluida la Nochebuena) a las ocho de la noche. Todos los días leo y escribo. Algo se me pegó de aquella rutina de infancia. El otro día, Ramiro me dijo que ya se estaba cayendo mal porque se le volvió costumbre leer las Arenillas a la hora que llega a la oficina. Antes de cualquier otra cosa, me dijo, abro la computadora y leo tus boberas. Somos hijos de la rutina. ¿Cómo se quiebra este vaso de cristal tan duro?

sábado, 2 de julio de 2016

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA MENTIRA ESTÁ EN TODAS LAS ESQUINAS





Querida Mariana: Los grandes filósofos andan siempre tras la verdad. Yo me pregunto: ¿Qué pasará cuando la encuentren? Pero como sé que no la hallarán, digo que no vale la pena preocuparse. Todo es como un juego. ¿Quién posee la verdad? Si me atengo a una definición de Dios que me gusta mucho y que dice que Dios es la verdad, la belleza y el bien absolutos, sé que ningún mortal puede poseer ese atributo que le corresponde sólo a Dios. Porque, así como no existe una chica totalmente bella, ni una persona ciento por ciento buena, tampoco existe algo que pueda llamarse la verdad verdadera. Mi tía Romelia siempre decía que hay mentiras piadosas, un poco como para justificar el ocultamiento de la verdad.
De niño me gustaba jugar un juego simple, casi bobo. Martita, que era una vecina que llegaba a jugar conmigo, de vez en vez, me dijo en una ocasión que jugáramos al juego de las mentiras y de las verdades. Desde entonces esperaba con ansias la llegada de Martita para jugar ese juego, juego que no podía jugar con alguien más, porque mis amigos varones llegaban a la casa a jugar carritos, escondidas y el juego de indios y vaqueros, donde emulábamos las acciones que veíamos en el cine.
Todo mundo es mentiroso. Claro, como todo en el mundo, hay de mentiras a mentiras. El niño miente por temor a que sus papás lo castiguen; los viejos mienten para infundir temor; es decir, el temor es el motor de la mentira.
¿Cuál fue la primera mentira que dije? No lo sé. Pero sí recuerdo que cuando estaba en la primaria perdí un suéter y nunca confesé la verdad. Mi mamá (siempre amorosa conmigo) me tejió un suéter de color verde fuerte. Quienes conocen a mi mamá saben que ella es una mujer muy hábil para el tejido (tuvo un negocio donde vendía estambres y, desde siempre, ha dado clases de tejido). Una mañana, antes de ir a la escuela, mi mamá me puso el suéter verde, porque había amanecido muy nublado. A la hora del recreo me quité el suéter, porque ya el sol andaba brinque y brinque en el patio. A la hora que me lo quité, un cabrón de cuyo nombre no quiero acordarme, me lo arrebató y comenzó a pasárselo a los demás, mi suéter, como si fuese un balón, pasó de mano en mano. Mis compañeros levantaban los brazos y “capeaban” el suéter por lo alto y cuando yo me acercaba para tratar de recuperarlo, quien lo tenía lo hacía bolita y lo aventaba por lo alto. Como ya había tocado la campana, todo mundo fue al patio, el cabrón sin nombre se metió el suéter debajo de su camisa, llegó hasta el patio, avisó lo que haría para que todo mundo lo viera, se acercó a la barda divisoria, metió sus manos debajo de su camisa, sacó mi suéter y, como si fuera un pitcher de grandes ligas, se hizo para atrás y luego, en un movimiento preciso, aventó el suéter que pasó por encima de la barda y, supongo, cayó en el patio del vecino, o se enredó en alguna rama del árbol de jocote que sobresalía. Todo mundo disfrutó la escena, se rieron y el cabrón pasó frente a mí como si hubiese hecho la gran hazaña. ¡La había hecho! ¿Qué me quedaba? Cualquiera hubiese hecho una de tres opciones: la primera era tomar de la camisa al cabrón y darle una golpiza (descartado, yo era un niño que no sabía pelear, que no se atrevía a pelear. Por esto, el cabrón abusaba de mí); la segunda era ir con el director, el maestro Víctor, y dar la queja para que mi maestro se encargara de solucionar mi problema (descartado, pensé que el cabrón luego se desquitaría conmigo cuando me encontrara en la calle. Entendí que él quería aparecer como un héroe atrevido ante los demás, mientras yo no hiciera algo que opacara su victoria, todo caminaría sin gran dificultad); y la tercera opción era, a la hora de la salida, dar la vuelta a la manzana, tocar en la casa del vecino, explicar la situación y esperar que la señora de la casa me acompañara a su sitio para ver si por ahí encontraba mi suéter. Tampoco me atreví a esta acción. Me cuesta mucho vencer mi timidez, así que a la hora de salida tomé mi mochila y caminé para mi casa pensando qué cosa le diría a mi mamá, quien, casi antes del saludo y del beso de bienvenida, me preguntó por el malhadado suéter. ¿Qué decir? ¿La verdad o la mentira? Hubiese sido tan fácil decidirme por lo primero, pero pensé en las consecuencias. Mi papá, sin duda, iría a la dirección de la escuela y ahí yo tendría que decir la verdad y el cabrón sería reprendido y el asunto del suéter se hubiese solucionado, pero mi problema personal se habría agravado, porque yo, y no mi papá, era quien iba todos los días a la escuela y quien tenía que estar en el mismo salón donde el cabrón se dedicaba a molestar. Ya miraba la escena: el cabrón, al otro día, a la hora del recreo me llevaría hasta un rincón del patio y me amenazaría. “¡Andale!, muy machito con tu papá, ¿verdad?”. Así que a mi mamá le dije una mentira, le dije que lo había olvidado en el salón, pero que al día siguiente lo recogería. Y llegó el día siguiente y llegó la hora de salida y la hora de regresar a casa y yo, que no había dejado de pensar toda la mañana qué le diría a mi mamá, sentía consumirme, como sin duda, se consumen los mentirosos en el caldero del infierno, porque, ya el padre Trejo nos había dicho que uno de los pecados capitales, ¡capitales!, era la mentira y los niños que no decían la verdad se consumían en las llamas del infierno, por eso, el padre Trejo, a la hora de confesarnos, decía que debíamos decir todos nuestros pecados, ¡ay, de nosotros!, si mentíamos adentro del confesionario. Al tercer día, mi mamá me llamó y me mostró un dibujo que venía en la revista Kena que había comprado, era el dibujo de un osito que ilustraba un cuento. “¿Querés que te lea el cuento?”, me preguntó mi mamá y yo dije que sí. Era raro que mi mamá me leyera, así que yo jalé una silla y me senté a su lado, donde tenía el canasto lleno de bolas de estambre y agujas y agujetas. Y mi mamá me leyó el cuento que no recuerdo bien cómo terminaba, pero que hablaba del osito que un día se enfermó y su mamá lo cuidaba todas las tardes. Cuando mi mamá terminó de leer me preguntó si me había gustado el cuento. Dije que sí y me abracé a ella y me puse a llorar. Ahora sé que ella había estimulado el instante para acercarme y que yo destrabara ese nudo que me estaba asfixiando, porque la mentira siempre es una cuerda muy sutil, pero muy cruel. La lectura del cuento fue un simple pretexto. Le conté todo tal como había sido. Ella me dijo que no me preocupara, me prometió que nada le diría a mi papá, mi papá, me aseguró, ya lo había olvidado. Ella me tejería otro suéter, tejería un suéter igual, del mismo color, con las mismas grecas resaltadas. No debía preocuparme, no era más que un simple suéter y repitió lo que siempre decía mi papá: “Más se perdió en la guerra”. La guerra, pensé, estaba afuera, en las calles, en la escuela, donde debía soportar al cabrón; en casa todo era tan plácido, ahí estaba mi mamá que siempre me cuidaba, que siempre estaba pendiente de que portara un suéter cuando hacía frío, ahí estaba mi mamá, que ahora, ¡bendito Dios!, me leía cuentos de ositos.
Ahora ya soy viejo, pero el mundo no ha cambiado. La guerra está en las calles, en las escuelas. Hay miles, millones de cabrones, que se dedican a mentir para incubar el miedo. Todo mundo dice mentiras, desde la mentira piadosa de la mamá que trata de proteger al hijo malcriado hasta la mentira suprema de los poderosos perversos. Yo, por fortuna, aún tengo a mi mamá en casa, quien es la lámpara que conjura todas las oscuridades del mundo, quien diluye el veneno de las mentiras exteriores.
Vivimos en un mundo de mentiras, de apariencias. Todo mundo es pecador, todo mundo debería ir a parar al infierno, porque la mentira (lo repetía el padre Trejo) es un pecado capital; es decir, es un pecado mayúsculo. Vivimos en medio de la mentira. El precepto bíblico dice: “No matarás” y vemos que las matanzas están a la vuelta de cualquier Ayotzinapa; “No desearás a la mujer de tu prójimo”, y medio mundo macho anda calentando palomitas ajenas; “No mentirás” y ya sabemos que todo mundo, completito, miente con todos los dientes. Las mesas de diálogo no son más que sofisticados encuentros donde la verdad está ausente.

Posdata: Las mentiras infantiles siempre se ubican en el terreno de la inocencia. Las mentiras infantiles no provocan daños mayores. Lo único que propician es un gran desasosiego en los espíritus de los niños. Tal vez ese desasosiego es la puerta del infierno que el padre Trejo advertía. Una tarde, Alfonso dijo que su papá le había dicho que el infierno no existía, que eso era un invento de los curas para echar miedo. ¿No existía el infierno? Entonces, ¿lo que decía el padre Trejo era una mentira? Entonces, el padre Trejo ¿iría al infierno, porque era un pecador de pecados capitales?
Tengo más de treinta años de ser escritor, el oficio del escritor tiene una conexión directa con la mentira. Los escritores no mentimos, porque, desde el principio, advertimos que contamos mentiras, pero la pretensión es convertir esas mentiras en verdades supremas. Sé que el infierno no existe, pero sí sé que El Quijote existió. ¿En dónde está la verdad que buscan los filósofos?
En otra carta te contaré en qué consistía el juego de la mentira y de la verdad que me gustaba jugar con Martita, niña a quien recuerdo con mucho afecto.

viernes, 1 de julio de 2016

CARTA A MARIANA, DONDE APARECE UN GAY




Querida Mariana: Por sugerencia de Samy leo “Los hijos”, de Gay Talese. De este tal Gay, la revista estadounidense “Esquire”, de gran tradición literaria, dijo que uno de sus artículos era “el mejor que jamás publicaron sus páginas.” ¿Imaginás, mi niña, que una revista tan prestigiosa diga eso de una obra? El tal Gay es un periodista reconocido, actualmente tiene más de ochenta y tantos años y sigue firmes.
Siempre he tenido la convicción de que cuando un escritor es bueno algo te lo dice desde la primera página. Cuando leí “La hija del sepulturero”, de Joyce Carol Oates, supe que estaba ante una gran escritora. Compré varios libros de ella, novelas y cuentos. Ya estos últimos no me deslumbraron como el primero, no obstante, como dijera el famoso crítico Harold Bloom respecto a la obra de Roberto Bolaño: “Hay algo ahí, ya veremos”. En la obra de los grandes escritores siempre hay algo ahí. Es el caso del tal Gay. Leo “Los hijos” y me deslumbro en cada una de sus hojas. Hay un interés especial en este libro, porque Gay escribe acerca de su familia, una familia cuyos orígenes están en el sur de Italia y que, en el siglo XIX, integrantes de ella emigraron hacia los Estados Unidos de América. Vos sabés que mis orígenes paternos también flotan en aquella zona del mundo. Alguna mañana del siglo XIX mi abuelo, en compañía de su papá, viajó a América y por cosas del destino llegó a Chiapas y acá sembró el enormísimo tronco de los Molinari. ¿Qué los trajo hacia acá? No lo sé. En Comitán hace falta que algún cronista se encargue de hurgar en la historia de los inmigrantes. Amín, un día, me contó que realizaba la investigación de la comunidad judía instalada en esta zona. ¿Cuántos comitecos actuales son herederos de inmigrantes italianos? El otro día, Nacho Constantino me enseñó, en la pantalla de su celular, la fotografía de su bisabuelo y me dijo que éste había nacido en Italia (una historia común es la del cambio de algunas letras en los apellidos originales, es el caso de Talese (que originalmente no era así) y es el caso de Constantino -según Nacho- que, en un principio, era Constantini). ¿Qué sucede con el apellido Cristiani que es italiano ciento por ciento? Ahora mismo, mi niña, recuerdo a la familia del ingeniero Abelardo Cristiani, quien fue presidente municipal y diputado local; asimismo recuerdo a doña Chelo Cristiani. ¿De dónde provienen sus raíces? Sin duda que de Italia, pero la pregunta es ¿cómo los Cristiani y los Constantini llegaron a estas regiones del mundo? ¿Por qué?
En “Los hijos” de Gay está escrita la historia de una familia que tiene semejanza con millones de historias. El título pareciera sencillo, casi simple, no es así. Siempre se ve a la familia como el tronco formado por los ancestros (es el cimiento, claro), pero acá la historia incide en las ramas. ¿Qué sucede con los gajos del enormísimo árbol? ¿Cómo se abren esas ramas y buscan su camino en el aire?
La mayoría de personas de esta región de América tienen su origen en culturas indígenas y en la cultura española. La mayoría de apellidos vienen de las provincias de España o de los territorios propios de México, pero, también, hay pequeñas veredas que tuvieron su origen en otros países de Europa, y, entre ellos, sobresale Italia. En Argentina hay miles y miles de personas que ya nacieron en América, pero cuyos árboles genealógicos se remontan a aquellas regiones cercanas a Galia.
Hoy, muchos de los problemas de Europa se refieren, precisamente a la inmigración. Uno de los hilos que movió el deseo de separación de Inglaterra de la Unión Europea fue precisamente ese tema.
Estados Unidos es un país conformado por inmigrantes. La poderosísima mafia norteamericana tiene nombres espléndidos cuyos apellidos son italianos. Gay también tiene un libro que habla de ese tema: la mafia italiana. Y es que todo se remonta a la Sicilia (sur de Italia) cuando los habitantes de esa región decidieron quitar de su chamarra un polvo francés que estaba jode y jode. El libro de Gay inspiró (dice la crítica) la serie de televisión “Los soprano” que fue tan exitosa.
Samy me recomendó “Los hijos”. Ahora yo paso la estafeta y te recomiendo la lectura de este libro lleno de vida. Tiene razón “Esquire” cuando dice que en sus páginas se publicó el mejor artículo.

miércoles, 29 de junio de 2016

LOS EMPEÑOS DE UNA CASA





“¿Está empeñado?”, me preguntó Pao cuando vio esta imagen. Este portal está frente al parque central de Comitán. Esa mañana había un desfile. El muchacho (así como muchos se trepan a postes o a árboles) se subió a este pretil para tener un lugar de privilegio, aunque su posición no sea la más adecuada ni la más cómoda. El muchacho se sostiene en la contraventana con los brazos como si estuviese encadenado, como si fuese un Hermes posmoderno, como un Platas dispuesto a ejecutar un clavado con 3. 3 de grado de dificultad, como un polluelo dispuesto a intentar el ensayo de vuelo. Pero ¡no!, sólo buscó un lugar donde pudiera presenciar el desfile.
Quise jugar con Pao y le dije que sí, que el muchacho estaba empeñado, pero empeñado en ver. Jugué con la palabra empeño, no en su acepción de dejar un objeto como garantía de un préstamo, sino en su acepción de constancia.
La tía Eugenia siempre usaba la palabra empeño en su segunda acepción y andaba en el patio recomendando a todos los primos que pusiéramos empeño a lo que hacíamos.
Tal vez por esto (oh, inocente) cuando, en la Ciudad de México, miré, en el Centro Histórico, el edificio del Monte de Piedad y Laura me explicó que era una casa de empeño yo me maravillé. Pensé que mi tía sería feliz al saber tal noticia: En la Ciudad de México había una casa de empeño. Y me maravillé porque creí que tal casa era como la Casa de Oficios donde enseñaban carpintería, bordado o jarciaría. En la casa de empeño enseñarían los principios básicos de cómo aplicar la constancia a los actos diarios, porque la tía Eugenia siempre insistía en que la clave del éxito era la constancia; es decir, el empeño. Pero ponerle empeño a todas las cosas era difícil. Ella así lo veía y por eso recomendaba que así como nos empeñábamos a la hora de jugar fútbol o de jugar billar deberíamos empeñarnos en el estudio, donde (Padre Eterno) nuestras calificaciones apenas caminaban por los territorios del seis o del siete.
Entonces no lo sabíamos, pero la tía tenía razón y nosotros, en lugar de usar el concepto empeño en su segunda acepción (primera para ella) hipotecábamos nuestro futuro porque estábamos empeñando nuestros dones en una casa virtual donde, a cambio de nuestro tiempo (máximo tesoro, según la tía) obteníamos la satisfacción inmediata que nos dejaba el placer del juego. Porque (tal vez ya la tía lo vislumbraba) una cosa nos llevó a otra. En el billar y en el campo de fútbol conocimos que la cerveza era complemento del juego y lo hacía más divertido. Nos convertimos en los clásicos jugadores mexicanos, si ganábamos el partido (de billar o de fut) celebrábamos con una o dos caguamas; si perdíamos, llorábamos nuestra derrota, con dos o tres caguamas. De ahí sólo necesitamos bajar un escalón para tomar la caguama sin necesidad del partido. La mesa de la cantina sustituyó el campo llanero o la mesa con el paño verde. No supimos que nos degradábamos, porque así como habíamos pasado de la mesa de carambola a la de pul, pasamos de la actividad física de correr de un lado a otro de la cancha o de darle vueltas a la mesa de billar, a apoltronarnos para fumar, beber y comer.
Pero le encontramos el chiste a la bebida. Nos hacía sentir bien, conforme le poníamos “empeño” a la bebida, nos introducíamos en una burbuja donde todo era risas y bienestar. Después de dos o tres caguamas nadie de nosotros se acordaba de los seises o sietes de la escuela ni de alguna otra obligación; era como saltar la cuerda, con el agregado de estar mareados, como si estuviésemos en un barco en alta mar, eso nos daba mucha risa. Pero como a esta actividad sí le pusimos empeño, pasamos de ser bebedores ocasionales a ser consuetudinarios y de las tres iniciales pasamos a consumir cinco caguamas y, una tarde, descubrimos algo que el primo mayor llamó “El desempance”; es decir, ya bastaba de ingerir tanto líquido que nos hacía ir al baño a cada rato para desahogar la vejiga, era hora de pedir una botella de ron “a consumo”, para desempanzarnos.
No continúo con la historia, porque es una historia muy común. Por esto, cuando Pao me preguntó si el muchacho estaba empeñado dije que sí, estaba empeñado en ver, desde esa altura, el paso del desfile. No pretendía algo más. Por fortuna, él no estaba empeñado, como sí lo estuvimos los primos durante mucho tiempo.
Ahora, ya viejos, hemos querido desempeñar lo empeñado, pero los sabios siempre nos han respondido con aquel dicho que mi papá decía a cada rato: “El tiempo perdido, los santos lo lloran”, un poco como para decir que hay objetos y sustancias que se empeñan y jamás pueden recuperarse. Qué pena que todas las casas de empeño sean para dejar la vida en garantía.

martes, 28 de junio de 2016

LOS CONSENTIDOS




Los creyentes que viven cerca del santuario de la Virgen de Lourdes deben sentirse consentidos. Lo mismo sucede con quienes viven cerca de la basílica de la Virgen de Guadalupe, o cerca del santuario de la Virgen de Juquila.
Tengo amigos que año con año, como si fueran a La Meca, viajan a Comitán para postrarse ante la imagen de El Niñito Fundador. Recorren cientos de kilómetros para agradecerle al niño algún favor especial o para pedirle uno, con la fe puesta en las palmas de las manos.
Nosotros, estudiantes de la secundaria del Colegio Mariano N. Ruiz, tuvimos al Niño a un paso, enfrente. Ya desde ese tiempo sabíamos que el niño era milagroso, lo sigue siendo.
En Comitán se sabe que la remodelación última del santuario la realizó un político comiteco. Las lenguas enteradas del pueblo dicen que prometió al santo niño que si le concedía la diputación dignificaría su santuario. Logró la diputación, así que no le quedó más que cumplir con el ofrecimiento, porque se sabe que si el santo cumple lo mismo debe hacer el peticionario, de lo contrario, la mala suerte comienza a invadir su territorio, con la misma facilidad con que el salitre invade las paredes de las casas cercanas al mar.
Cuando nosotros fuimos estudiantes de la secundaria, el santuario del niñito no tenía la traza actual, en la entrada tenía un jardincito con arriates llenos de flores, el sol se acomodaba a gusto, como si fuera el preámbulo para recibir la luz suprema al fondo, donde se encontraba el santo. Actualmente, la nave embovedada perdió luz natural y dejó atrás el gesto provinciano que tenía. A mi sobrina Pau le conté esto que ahora narro acá, me vio y, cuando vio al niño, adentro de un nicho protegido con cristales, me dijo que, tal vez, el Niñito Fundador había sido más feliz antes, porque ahora no tenía dónde jugar. Nada dije.
Fuimos consentidos porque teníamos al niño al lado de nosotros. Cuando era temporada de exámenes la peregrinación era constante. Todos (bueno, menos Carlos Conde y Marcolfo Guillén) hacíamos fila para hincarnos ante el niño, cerrar los ojos, juntar las manos y pedir, con todas nuestras fuerzas, que hiciera el milagro de que pasáramos el examen de inglés. Siempre que andaba en éstas, pensaba que el niño abría los ojos y me decía algo como: “Te concederé el milagro si me lo pedís en inglés”, porque, la verdad, conmigo nunca fue tan milagroso, debe ser porque nunca puse toda mi fe en las palmas de mis manos, siempre que me paraba, pensaba que el milagro no me sería concedido, porque a la hora que la maestra ponía sobre el pupitre las dos hojas con el examen comprobaba que pasar estaba en chino, que era tan complicado como el mismo inglés. A mitad del examen me paraba para preguntar si podía cambiar el verbo que debía usar en las oraciones (parece que el único verbo que sí sabía era el verbo correr, porque me causó gracia que fuera run y lo volví chiste: corro como ron ron y lo traducía a la comiteca: I run like run run). Ella se acomodaba los lentes sobre su nariz y decía que sí, pero que me bajaría dos puntos.
Debo reconocer que si diez veces le pedí al niño que me hiciera el milagro las diez veces me mandó a decir que lo haría siempre y cuando yo se lo pidiera en inglés.
Nunca pregunté a los otros compañeros si el Niñito Fundador había hecho caso a sus peticiones. Lo único que entendí fue que Carlos y Marcolfo sacaban diez en la prueba de inglés y en las demás materias sin haberse hincado nunca ante el niño. ¿A qué santo se encomendaban? Tal vez ellos tenían amistad con alguien más influyente en el cielo, porque jamás padecieron.
Hoy, ya alejado de exámenes, voy al santuario y digo que, en efecto, los creyentes son consentidos porque el Niñito Fundador decidió una tarde vivir entre los comitecos. Me acerco a su nicho y veo al lado muchas figuras con corazones, piernas y manos que dan testimonio de milagros que el niño ha realizado. Pienso: Con qué figura el alumno agradecería un favor concedido, ¿con la imagen de un cerebro? ¿A la fuerza el agradecimiento tendría que ser en inglés?

lunes, 27 de junio de 2016

TE HACE FALTA VER MÁS BOX




Tres amigos me lo han dicho. A raíz del suceso donde dos diputados locales fueron llevados a la fuerza a una comunidad indígena, los amigos han dicho que sería bueno releer “Oficio de tinieblas”, de Rosario Castellanos, novela que da cuenta de la situación de los indígenas de los Altos de Chiapas en los años cincuenta del siglo pasado.
Llama mi atención la sugerencia. ¿Por qué ninguno de los tres me remitió a revisar los planteamientos de Marcos en el levantamiento del 94?
La respuesta que me di está asociada a un reciente comercial de televisión que se volvió famoso. Stallone, el artista que interpretó al boxeador Rocky Balboa, en la serie de películas Rocky, aparece y dice: “Te hace falta ver más box (más bax)”.
Meses después del levantamiento zapatista, en 1994, coordiné un taller literario en la preparatoria de San Cristóbal de Las Casas. Cuatro o cinco muchachos se inscribieron y asistieron puntualmente a la cita quincenal. Yo viajaba de Comitán a San Cristóbal, en autobús. En ese tiempo los bloqueos no eran la pesadilla que es ahora.
Debo decir que Marcos estaba de moda con sus cartas. Los muchachos, simpatizantes del movimiento, leían sus textos con la misma emoción (imagino) que los chavos de los sesenta leían los textos del Che Guevara.
En el transcurso de las sesiones advertí dos elementos que supuse eran una consecuencia natural de los tiempos: los textos de los integrantes del taller retomaban historias de la situación indígena y estaban “contaminados” con el tono de Marcos. A los muchachos les hice notar lo segundo y consideré que no era lo más apropiado. “Pontifiqué” acerca de la necesidad de buscar una voz propia y eliminar los intentos de imitación plástica y, sobre todo, inmediata. Vaticiné (parece que no erré. Muy pocos leen ahora sus textos.) que la voz de Marcos sería olvidada, porque sus textos eran textos panfletarios ocultos tras una máscara que pretendía ser literaria; la palabra parecía estar envuelta tras los mismos pasamontañas que usaba el líder. Marcos no tenía la culpa, al contrario, él escribía textos que pretendían sensibilizar a todo el mundo respecto de la situación miserable de los indígenas de Chiapas, lo importante para Marcos era el mensaje social y, se sabe, la literatura sugiere misterios ¡no los revela! Daba a conocer las satrapías del gobierno federal y estatal (incluidas la de los hacendados) y el trato despótico que se continuaba otorgando a los grupos indígenas. En los textos de Rosario (no olvidemos que “Balún-Canán” expone el descontento indígena, el rencor acumulado, por los malos tratos recibidos por parte de los caxlanes), también aparece ese mundo. La diferencia es que Rosario emplea los mismos elementos de humillación, pero los mete en el tamiz de lo literario. Basta recordar los dos pasajes iniciales de “Oficio de tinieblas”, donde las mujeres que bajan a San Cristóbal de Las Casas con sus animales son sorprendidas por las “atajadoras”, mujeres abusivas y prepotentes que les arrebatan las gallinas y guajolotes y les avientan unas monedas, como si fuese una limosna; asimismo, la muchacha vendedora de ollas de barro que es sometida sexualmente por un viejo asqueroso, cuyo comportamiento muestra cómo los caxlanes se abrogaban el derecho de posesión de los cuerpos de las mujeres, tratándolas como a los animales. Los hombres eran los “atajadores” y les robaban su virginidad, en medio de carcajadas.
El ciclo del taller de San Cristóbal lo cerré abruptamente, porque el coordinador del Centro Chiapaneco de Escritores (del cual era yo becario en ese instante) me comisionó para impartir un taller de creación en el Tecnológico de Monterrey, campus Tuxtla, así que mis viajes ya no fueron cada quincena a San Cristóbal sino al Tuxtla de los calores. Debo decir que allá (era lógico) la temática de los cuentos nada tenía que ver con la situación de los Altos de Chiapas ni con la miseria de Chiapas. Los muchachos del Tec vivían la otra realidad.
Cuando me despedí de los integrantes del taller de San Cristóbal habíamos comenzado a leer a Rosario, con la convicción de que a ellos les haría más bien leer a Rosario, que a Marcos, para reafirmar su convicción de creadores literarios. Lo último no estaba mal, les daría un termómetro exacto de la situación; pero lo primero les ayudaría a ver que la situación de los indígenas no era muy diferente de lo narrado en tiempos de Rosario, de lo narrado en todos los tiempos, con el agregado de lo literario. Parece que a los lectores la realidad nos abruma si no es tamizada por la varita mágica de la ficción. A los niños les cansa escuchar las anécdotas del abuelo, pero sus caritas cambian cuando les dice que les contará ¡un cuento!
Ahora, con el suceso de ese movimiento inesperado donde los diputados fueron sacados a la fuerza de un recinto de San Cristóbal, tres amigos recordaron que debemos releer a Rosario, un poco como decir que nos “hace falta ver más bax”, para reconocer que en la literatura está la explicación del rencor. El desconocimiento de la historia hará que ésta se repita y, entonces, el levantamiento indígena ya nadie podrá contenerlo. El rencor es de siglos. Si los caxlanes siguen con sus modos prepotentes y soberbios, si continúan creyendo que Chiapas es su finca, podrán despertar con una sorpresa desagradable. Hace falta leer más libros de Rosario.

sábado, 25 de junio de 2016

CARTA A MARIANA, DONDE SE ADVIERTE EL VALOR DE LA PALABRA





Querida Mariana: A veces no nos damos cuenta del valor de la palabra. Como la usamos todos los días le restamos importancia.
Los lectores de poesía sí están convencidos del valor de cada palabra. El poeta hace un acomodamiento de tal manera que cada palabra pareciera tener un par de alas a su lado para poder volar.
Es tal el valor de la palabra que incluso las mascotas responden a ellas, las mascotas pequeñas como los gatitos y las enormes como sus primos hermanos de la selva. Una tarde, en el zoológico de Michoacán me paré frente a la jaula del tigre, era un tigre enormísimo, con garras tan grandes como guantes de boxeador. Yo admiraba el diseño de su piel, irregular, pero perfecto, único, cuando un guardia se acercó y lo llamó. “Duno”, dijo, “Duno”, repitió y la bestia, dócil, caminó hacia él, hacia donde el guardia le dejó una posta de carne cruda. “Duno” dije mentalmente. Comprendí el valor de la palabra; es decir, el animal hubiese ido sin mayor problema hacia donde le habían dejado su comida, pero él había hecho caso a la voz del guardia, había volteado a la hora que escuchó “su” nombre, porque en el zoológico de Morelia, sólo él se llamaba así, Duno.
¿Cuántos no hacemos caso a la hora que alguien menciona uno de nuestros sobrenombres? Digo sobrenombres, porque hay personas que tienen más de uno. El hijo del Tacuatz hereda el sobrenombre, pero no falta el amigo que, en el colmo de la confianza, le dice Tacuatzín, en ese momento, sin que se tenga mucha conciencia del acto, se realiza un bautizo que puede perdurar para toda la vida, un poco como si este confianzudo San Juan Bautista posmoderno llevara al amigo al río Jordán y lo sumiera en las aguas turbulentas del apodo.
Hacemos caso a nuestro nombre, también a los apodos. ¿Cómo no hacer caso cuando alguien me grita ¡Alejandro!? Llevo cincuenta y nueve años respondiendo a eso. Claro, de niño, el maestro Guillermo me decía pichito y yo respondía a esa palabra; mi madrina Caritina me decía Alex y yo respondía; pero también respondí a un ¡pendejo! cuando mi padrino Ramiro vio que había roto la bolsa de harina y me obligó a levantarla con las manos en forma de palas.
A medida que crecí fui dándome cuenta del valor de la palabra. Cuando fui niño atendí todas las indicaciones y órdenes, como si la palabra que decía el otro fuera un cuchillo. Un día (pareciera un simple comportamiento) me rebelé ante una orden. El maestro Beto dijo que cortáramos un pedazo de triplay de tres milímetros, con una segueta. Seguí su indicación. El maestro pasó con un dibujo, lo colocó sobre el fragmento de triplay y me dijo que, con un papel calca debajo del dibujo, repasara todas las líneas. Lo hice tal como dijo. Al final pasó, levantó la hoja y el carbón y comprobó que el dibujo hubiese pasado fiel al pedazo de madera. Yo me sorprendí. Me sorprendí porque nunca había usado el papel calca para tal propósito, en la oficina de mi papá usaban el papel carbón para hacer copias de los datos que escribían sobre un cheque, en la máquina mecánica. Esa mañana comprendí que podía copiar todos los dibujos del mundo. Esa misma tarde, al llegar a casa, tomé una estampa del oratorio y remarqué todas las líneas que daban forma al cuerpo del Sagrado Corazón, levanté la estampa, el papel carbón y hallé, deslumbrado, el Sagrado Corazón en el papel blanco, había sido como una aparición, como un milagro, milagro que tomé entre mis manos y llevé a la mesa del comedor para iluminarlo. El Cristo de la estampa tenía una amplia gama de rojos, decidí que yo modificaría el color, mi dibujo sería único. Al final me quedó un Sagrado Corazón Amarillo. Me gustó, el corazón era como esas hojas que caían de los árboles al final del otoño. Enseñé el dibujo a mi mamá, ella sonrió, dijo que estaba bonito, pero, un segundo después, dijo que me lavara las manos porque ya era hora de la cena. A la hora que me senté y Sara me sirvió un vaso de leche y una tostada regada con queso doble crema, mi papá se sentó, tomó el dibujo y preguntó si yo lo había hecho, dije que sí. Me preguntó por qué había elegido tonos amarillos para iluminarlo. Entonces fue cuando caí en la cuenta del valor de la palabra. Mi papá tenía razón, yo no había elegido amarillos para pintar mi dibujo, sino para iluminarlo. Iluminar era la palabra exacta. Entonces le dije a mi papá que Dios era la luz y que la luz era amarilla, amarillo el sol, amarilla la flama de la vela.
Pero, querida Mariana, dije que un día me rebelé ante una orden. Al día siguiente, al terminar la materia de español, el maestro Beto dijo que fuéramos al estante y tomáramos el fragmento de triplay para que lo pintáramos. Pensé que yo no le haría caso, yo lo ¡iluminaría!, y como el dibujo que había copiado era el de un venado pensé que lo iluminaría de verde, porque imaginé que mi venado corría libre por los campos de Nicalococ y se alimentaba de pasto. Ya comprenderás que fue un equívoco mi decisión. Cuando el maestro, ya cerca del toque, se acercó a supervisar el trabajo casi le da un patatús a la hora que vio a mi venado de ese color. “¿Dónde has visto un venado de ese color?”, dijo, molesto, soltando un golpe sobre la mesa de madera que estaba al lado de la puerta que daba al patio de recreo. Vi tal enojo en su cara, roja de coraje; sentí tal vergüenza a la hora que todos los compañeros dejaron sus pinceles sobre la mesa y se acercaron a ver mi dibujo que yo, como si el Sagrado Corazón se desquitara por haberlo “pintado” de amarillo, me puse todo colorado y no supe qué decir. Algo en mí me decía que no estaba mal lo que había hecho, pero vi al maestro cómo se fue agigantando en su coraje, como si fuera uno de esos monstruos que me topaba en los cuentos que me leía mi papá. Sus venas se hacían más gruesas, yo creí que de ahí brotarían más cabezas como decían que era la hidra. Para evitar esa transformación bajé la cabeza y pedí perdón, dije que lo volvería a hacer, que lo pintaría de café. Fui al estante, tomé una lija y le pedí al maestro que me prestara el dibujo original para que volviera a pasarlo a través del papel calca. Entendí que más me valía hacer caso a las indicaciones del maestro, comprendí que no debía rebelarme ante una orden superior, pero esto me duró poco tiempo, porque, de igual modo, ya había reconocido que era posible salirse de círculo donde nos metían.
Pensarás que fue irrelevante lo que te contaré, pero a mí me ayudó mucho en el proceso de entender el valor de la palabra, pero, asimismo, saber que cuando la indicación es equivocada existen conjuros que pueden eliminar dicha fuerza. Dos días después de que entregué mi venado, “pintado” de café, Romeo me atravesó el pie a la hora que salíamos al recreo y si no fuera porque me sostuve en los compañeros que salían atropelladamente delante de mí, hubiese terminado botado a mitad del patio. Romeo era un niño molestoso, que tenía dos o tres años más que la media del salón (ya te he contado cómo en los tiempos que estudié la primaria tenía compañeros que ya eran muy mayorcitos). Como no logró su objetivo, Romeo me encaró y dijo que yo era un pendejo y que me cargaría la chingada. Como yo ya estaba entrenado en distinguir el peso específico de cada palabra y sabía que los mayores imprimían un tono imperativo a sus indicaciones, discriminé de inmediato los enunciados. ¡No!, le dije, no soy un pendejo y le pregunté si sabía qué era un pendejo. Él contraatacó y dijo que un pendejo era un tipo como yo. ¡No!, repetí y, a la hora que le expliqué qué era un pendejo, según el diccionario escolar, él titubeó. Fue como si yo me hubiera convertido en Mantequilla Nápoles (un boxeador muy famoso de entonces) y le hubiera puesto un golpe en el plexo. Contraataqué, dije que tampoco me cargaría la chingada, porque ésta no era sirviente de nadie, para andar cargando a alguien. En ese momento, la bola de niños ya se había hecho grande y el maestro Beto acudió a ver qué sucedía. Cuando lo vi me envalentoné más y le dije a Romeo que la chingada era un territorio a donde iban los que no sabían el significado de las palabras. Ya venía contra mí cuando el maestro lo paró. Desde entonces, Romeo no volvió a meterse conmigo. Yo caminaba orondo, como jolote fuera de temporada navideña. La palabra tenía sus propios conjuros que la minaban.
La tía Hermila decía que “A palabras necias ¡oídos sordos!”. En ocasiones, el silencio es un buen conjuro para deshuesar a la palabra. Ahora, cuando alguien me dice pendejo yo lo ignoro, porque sé que no soy un pelo del pubis. Cuando alguien me manda a la chingada lo ignoro, porque nunca he tenido deseos de conocer tal territorio. Bueno, vos sabés que soy tan escaso para viajar que ni siquiera me emociona conocer Cancún o Huatulco. Pero, ya en el colmo del ejemplo, si alguien me diera a elegir entre la chingada y Huatulco, pues elegiría este último destino, como creo que medio mundo haría lo mismo.
Lamento no haber sabido en mis tiempos de niño que el gran pintor Franz Mark había pintado un cuadro con una vaca amarilla, que es parte de la colección del Museo Guggenheim. Al maestro lo hubiera dejado callado.

Posdata: Aunque cuentan que quien sí va a la chingada de manera frecuente es Andrés Manuel López Obrador. No sé si porque miles y miles de mexicanos conservadores lo mandan a tal lugar o porque él disfruta su rancho que, dicen, se llama así: La chingada.