martes, 27 de noviembre de 2007

¿Alguien puede amar lo desconocido?

Para amar algo es preciso conocerlo. Cuando un joven se acerca a una tradición de su pueblo y la conoce ¡llega a amarla!
Hay pueblos que valoran mucho sus tradiciones. Las preservan, las difunden, al mundo entero y a los miembros de las generaciones más jóvenes.
Hay otros pueblos que tienen una inmensa riqueza cultural y la desperdician. Ante el desconocimiento de sus raíces, los jóvenes se apropian de rasgos ajenos.
A veces es preciso mirar un poco hacia adentro, hacia lo que da carácter y personalidad únicos.
¿Si me explico?

DIOS TAMBIÉN RESUELVE CRUCIGRAMAS (11)
Don Artemio, el dueño de la cantina "La sin par", atendió en un tiempo la casa de huéspedes, en donde mi papá fue abonado en sus años de estudiante. Al parecer don Artemio tuvo una decepción amorosa, vendió todo y se fue a Barra Oxidada, rogando que el mundo se olvidara de él y él olvidara a la mujer que, según el decir de mi papá, había sido todo su mundo.
Cuando le dije a mi papá que quería dejar la escuela para trabajar en una cantina, don Ausencio pensó que podía matar dos pájaros de una sola pedrada: la menguada pensión alcanzaría para más y, tal vez, podría acrecentarla. No lo pensó dos veces. Me vendería con el viejo Artemio.
Cuando bajamos del datsun mi papá me dejó afuera, mientras él llegaba a un acuerdo con el dueño de la cantina. Habíamos llegado justo al amanecer. Desde el pórtico del local vi la salida del sol. Pasaron unas gaviotas que pintaron una línea de gis en el cielo. Todo era muy tranquilo. En esas estaba cuando sentí una mano en mi hombro, pensé que era mi papá, pero cuando volteé vi que era Azucena. Claro, en ese momento no sabía que se llamaba así. Azucena, igual que don Artemio, había llegado a Barra Oxidada tratando de resanar algún hueco de su alma. Ella, mujer de pocas palabras, tendría alrededor de cuarenta y dos años cuando yo llegué a Barra. Sólo tenía dos vestidos floreados que eran como batones que le cubrían todo el cuerpo. Un día la rutina de la cantina se le pegó como "Agua Mala" y le embarró el virus de la nostalgia, por lo que dejó el mandil y la charola sobre la barra de la cantina, y se inventó otra rutina: dedicó su vida a ver el mar. En la madrugada sacaba una silla, se sentaba y veía el mar. Antes de entrar al local los bebedores la encontraban en el pórtico y platicaban un rato con ella. A las seis de la tarde guardaba la silla y se acostaba en el camastro que estaba en el fondo del local. Sólo un día al mes interrumpía esa otra rutina, era el día en que iba al pueblo a hacer un depósito de dinero para su mamá. La mañana que llegué a Barra me había puesto la mano sobre el hombro porque yo estaba parado en el lugar en donde ella ponía su silla. Me quité de ahí y ella hizo su ritual, se sentó y dijo: "¡El mar, el mar!". Muchos años despúes recordaría a Azucena como si no fuera más que una gaviota parada sobre un tronco mirando el mar.

(Continuará)