Al principio pensé que yo era igual que García Márquez y que escribía para que me quisieran mis lectores. Hoy, gracias a Dios, he comprobado que escribo únicamente con el propósito de compartir. Estoy en armonía con el universo y me sé consentido de Dios, por eso simplemente trato de compartir, por si algún lector recibe alguna pequeña luz y halla armonía también en su vida.
Comparto pues. Con la venia de Dios publicaré fragmentos breves para que quienes así lo deseen puedan echarse una zambullidita en este textillo. Mis lectores encontrarán diariamente, junto con otras colaboraciones que hablarán de todo y de nada, la continuación de esta novelita breve. Es un texto muy sencillo, cuya única pretensión es que el lector halle un huequito en donde, tal vez, esté escondida la luz Divina. Ojalá así sea.
Sale pues.
Este librincillo está dedicado a: Fito y su Paty, con amor.
(1)
NO fui niño precoz, ni tampoco un iluminado. Si a la edad de ocho años -más o menos- seguí la huella de Dios fue porque mi mamá se llamó Deifilia; es decir, "hija de Dios"; o tal vez fue porque mi abuela Esperanza invocaba en sus oraciones el nombre de Dios.
-¡Por amor de Dios, es tardisimo! -dijo una vez mi papá, quien se llamaba Ausencio.
Ese día supe que si mi mamá tardaba "siglos" en pintarse las uñas (según el decir de mi papá) o si la pensión de mi abuela no duraba "ni un suspiro" (según el decir de mi mamá) era porque Dios así lo mandaba; Dios también hacía que ocurrieran o no las cosas de este mundo, y "El poder de Dios" era el que tumbaba árboles y edificios cuando pasaba un huracán.
En la clase de doctrina, doña Emerenciana, mujer menudita de piel delgada, tomó el libro sagrado, y, con el listón rojo que sobresalía, lo abrió y leyó: "Dios está en todas partes". Luis me vio y se tapó la boca para sofocar su risa. A las seis de la tarde sonaron las campanas, anunciaban el principio del rosario y el final de la doctrina. Los niños salimos en fila india, con las manos entrelazadas detrás de la espalda y en silencio. Caminamos por en medio del pasillo iluminado con veladoras. En la calle, Luis me dijo:
-¡Hijos, casi me cacha la vieja! Lo bueno es que nadie se dio cuenta de mis carcajadas.
-Es lo que tú crees -le dije-. ¡Dios sí te vio, porque Él está en todas partes!
Doña Emerenciana lo había dicho con tal convicción que yo no dudé. Dios estaba en todas partes, y yo dedicaría mi vida a descubrir los huecos que Él usaba para hacerse invisible a los ojos del mundo.
(Continuará)